Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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Otra vez, cuando subió a la habitación del hotel, Gary había ido a hablar con los oradores de Marble Arch. Debía de tener once años.

Decía «tómate el tiempo que quieras, mummy, no te preocupes por mí, así practico el inglés, no quiero olvidar mi lengua natal». Había disertado sobre la existencia de Dios con un individuo taciturno que, encaramado a un taburete, esperaba a que viniesen a hablarle. Había preguntado a Gary: «Si Dios existe, ¿por qué ha hundido al hombre en el sufrimiento?». «¿Y tú qué le respondiste?», había preguntado Shirley levantando el cuello de su chaqueta para esconder la marca de un chupetón. «Le hablé de la película La noche del cazador, del bien y del mal, de que el hombre debe hacer una elección y de que cómo puede elegir si no conoce el sufrimiento y el mal…». «¿Le dijiste eso?», había respondido Shirley maravillada.

Háblame, cariño, háblame más para que olvide esa habitación y a ese hombre, que olvide el asco de mí misma cuando salgo de los brazos de ese hombre. El esperaba en la habitación. Echado en la cama con los zapatos puestos. Leyendo el periódico. La había mirado sin decir nada. Había dejado el periódico. Puesto una mano sobre sus caderas, levantado su falda y…

Siempre era lo mismo. Esta vez, ella era libre de ser su prisionera: Gary no esperaba en el parque. No había visto pasar las horas. Ni los días. Los platos se acumulaban al pie de la cama. Las camareras eran despedidas cuando llamaban a la puerta.

Nunca más, nunca más. ¡Esto tenía que acabar!

Tenía que permanecer lejos de él. Siempre la encontraba. El nunca venía a Francia, le buscaban y tenía miedo de pasar la frontera. En Francia ella estaba protegida. Allí estaba a su merced. Por culpa suya. No conseguía resistirse a él. Sentía vergüenza cuando volvía con su hijo. Él la esperaba, confiado, delante del hotel. Cuando llovía, se refugiaba en el interior y esperaba. Volvían los dos a pie atravesando el parque. «¿Tú crees en Dios?», había preguntado Gary, un día, tras haber pasado la tarde hablando con un nuevo orador de Hyde Park. Le había cogido gusto a eso. «No lo sé -había respondido Shirley-, me gustaría tanto creer…».

– ¿Crees en Dios? -preguntó Shirley a Joséphine.

– Pues, sí… -respondió Joséphine, extrañada por la pregunta de Shirley-. Le hablo por las noches. Salgo al balcón, miro las estrellas y le hablo. Me ayuda mucho…

Poor you!

– Lo sé. Cuando digo eso, la gente me toma por tonta. Así que no hablo de ello.

– No tengo fe, Joséphine… No intentes convertirme.

– No lo intentaré, Shirley. Si tú no crees, es por despecho, porque el mundo no está hecho como tú quisieras. Pero es como el amor, hay que ser valiente para amar. Dar, dar, sin pensar, sin contar… Con Dios, hay que decirse «creo» y todo se vuelve entonces perfecto, lógico, todo tiene un sentido, todo se explica.

– No en mi caso -rio Shirley con amargura-. Mi vida es una serie de cosas imperfectas, ilógicas… Si fuera una novela, sería un melodrama para llorar a mares, y me horroriza inspirar piedad.

Se detuvo como si ya hubiese hablado demasiado.

– Y con la señora Barthillet, ¿cómo van las cosas?

– ¿Eso quiere decir que ya no puedes hablar de nada? -suspiró Joséphine. Cambias de tema. Se acabó la discusión.

– Estoy cansada, Jo. Tengo ganas de respirar… Estoy feliz de haber vuelto, créeme.

– Eso no impide que todos te hayan visto en la televisión. ¿Qué vas a decir si las niñas o Max te preguntan?

– Que hay alguien que se me parece en la corte inglesa.

– No van a creerte: han encontrado fotos de Gary en Internet con Guillermo y Harry. Un antiguo criado que…

– No las ha podido vender a la prensa, así que las ha puesto en Internet. Pero yo lo negaré, diré que nada se parece más a un niño que otro niño. Confía en mí, sabré arreglármelas. Las he pasado peores. ¡Mucho peores!

– Debes de pensar que mi vida es bastante aburrida…

– Tu vida va a complicarse con esa historia del libro. Cuando se empieza a hacer trampas, a mentir, se embarca uno en extrañas aventuras…

– Lo sé. A veces me da miedo…

El hervidor había empezado a silbar y la tapa, a bailar por la fuerza del vapor. Shirley se levantó, dispuesta a hacer té.

– He traído un Lapsang Souchong de Fortnum and Mason. Ya me dirás qué te parece…

Joséphine la observó realizar la ceremonia del té: calentar la tetera, contar las cucharadas de té, verter el agua hirviendo, dejar reposar, con la seriedad de una auténtica inglesa.

– ¿Se hace el té de la misma forma en Escocia y en Inglaterra?

– Yo no soy escocesa, Jo. Soy una auténtica lady inglesa…

– Pero si me habías dicho…

– Me pareció más romántico…

Joséphine estuvo a punto de preguntarle cuáles eran las otras mentiras, pero se aguantó. Saborearon su té hablando de los niños, de la señora Barthillet, de sus citas por Internet.

– ¿Te ayuda económicamente?

– Está sin blanca.

– ¿Quieres decir que compras la comida para todo el mundo?

– Pues… sí.

– Eres realmente demasiado buena -dijo Shirley golpeándole cariñosamente la nariz-. ¿Hace la casa? ¿Cocina? ¿Plancha?

– Ni siquiera eso.

Shirley se encogió de hombros y los dejó caer soltando un profundo suspiro.

– Me paso el tiempo en la biblioteca. He ido al cine con el hombre de la parka. Es italiano, se llama Luca. Siempre tan taciturno. Eso, en cierto modo, me viene bien. Debo terminar primero el libro.

– ¿Hasta dónde has llegado?

– Hasta el cuarto marido.

– ¿Y ese quién es?

– Todavía no lo sé. Me gustaría que ella viviese una pasión tórrida. Una pasión física…

– ¿Como Shelley Winters y Robert Mitchum en La noche del cazador! Ella lo desea como una loca y él la rechaza… así que ella lo desea aún más. El se hace pasar por un pastor y se sirve de la Biblia para enmascarar su avidez. Cuando ella intenta seducirle, él la sermonea y le vuelve la espalda. Acaba asesinándola. Es el mal encarnado…

– Eso es… -prosiguió Joséphine apretando su taza de té entre las manos-. Sería predicador, recorrería las campiñas, ella le en-contraría, se enamoraría perdidamente de él, la esposaría, ambicionaría su castillo y su oro e intentaría matarla. Temería por su vida, él cogería a su hijo como rehén… Pero ese no podrá hacerla rica.

– ¿Y por qué no? Podrías inventar que ya había estafado a muchas viudas, que había escondido el botín en alguna parte y que ella lo heredaría…

– Luca me habló precisamente el otro día de los predicadores de la época…

– ¿Le has dicho que escribías un libro? -preguntó Shirley, inquieta.

– No… pero metí la pata.

Joséphine contó cómo había evocado el libro cuando habían ido al cine. Se preguntó en voz alta si no habría descubierto su secreto.

– Eres la última persona a la que confiaría un secreto -dijo Shirley sonriendo-. ¿Ves cómo tengo razón para no decirte nada?

Joséphine bajó los ojos confusa.

– Tendré que andarme con cuidado cuando el libro haya salido…

– Iris se las arreglará para que toda la atención se concentre en ella. No te dejará ni una migaja. A propósito, ¿qué tal le va a Iris?

– Está ensayando para el gran día… Viene a leer de vez en cuando lo que escribo, hojea todos los libros que le he recomendado. A veces me da ideas. Quería que escribiese una escena en la que estudiantes parisinos provocaran a un auténtico motín, blandiendo sus cuchillos y sus cráneos afeitados; los estudiantes eran clérigos y pertenecían al clero, lo que les ponía al abrigo de la justicia seglar. El rey no podía hacer nada contra ellos, dependían de la justicia de Dios y abusaban de ello, lo que complicaba mucho el mantenimiento del orden en París. ¡Cometían crímenes con toda impunidad! Robaban, mataban. Nadie podía juzgarlos o castigarlos.

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