Sostenía su radio y buscaba su emisora preferida llevándosela a la oreja. «Y, sin embargo, no es sorda», se dijo Jo.
– Cuando dice usted «bebimos», espero que no incluya usted a mis hijas.
– Qué graciosa es usted, señora Joséphine.
– ¿No puede usted llamarme Joséphine a secas?
– Usted me intimida. No pertenecemos al mismo mundo.
– Inténtelo.
– No, ya lo he pensado, no lo conseguiría…
Joséphine soltó un suspiro.
– Señora Joséphine suena a madame de burdel.
– ¿Sabe usted algo de putas y de burdeles?
Joséphine tuvo una sospecha y miró fijamente a la señora Barthillet. Había colocado la radio sobre la mesa y escuchaba una música sudamericana, moviendo los hombros.
– ¿Acaso usted sí que sabe?
Christine Barthillet se ajustó las solapas de su bata sobre el pecho con la solemnidad de la acusada que se cubre con su dignidad.
– De vez en cuando, para sacarme algún ingreso extra.
Joséphine tragó y dijo:
– Pues entonces…
– No soy la única, sabe usted…
– Ahora entiendo mejor la historia de Alberto…
– ¡Oh! Es muy amable. Hoy es nuestra primera cita, nos vamos a ver en la Défense para tomar un café. ¡Tengo que vestirme bien! Hortense prometió echarme una mano…
– ¡Tiene usted suerte! Hortense se interesa muy poco por los demás.
– Al principio, seguro, yo no le gustaba; ahora me soporta. Yo sé cómo tratarla: a su hija, hay que halagarla, acariciarle el cuello como a un perrito, decirle que es guapa, inteligente y…
Joséphine iba a responderle cuando sonó el teléfono.
Era Shirley. Invitaba a Joséphine a ir a su casa.
– Entiéndelo… con la señora Barthillet pululando por ahí, no podríamos hablar tranquilamente.
Joséphine aceptó. Entregó la lista de la compra a Christine Barthillet, le dio dinero y la urgió a vestirse y salir. La señora Barthiller masculló que era domingo por la mañana, que con Joséphine no podía una relajarse, que siempre tenía prisa. Joséphine la cortó asegurándole que el mercado cerraba a las doce y media.
– ¡No es verdad! -protestó Christine Barthillet contemplando la lista.
– ¡Y no cambie las frutas y verduras por chucherías! -rugió Joséphine al salir-. Son malas para los dientes, para la tez y para el trasero.
– A mí me da igual, yo me como una patata todas las noches.
Se encogió de hombros y se puso a leer la lista de la compra como si descifrara unas instrucciones de montaje. Joséphine la miró, quiso decir algo y cambió de opinión.
Cuando Shirley abrió la puerta, estaba hablando por teléfono. En inglés. Encolerizada. Decía «no, no, nevermore! I'through with you… »Joséphine le hizo una señal de que volvería más tarde, pero Shirley, tras una última retahíla de insultos, colgó.
Ante el aspecto deshecho de Shirley y sus grandes ojeras, toda la cólera que había acumulado durante la semana se esfumó.
– Qué alegría me da verte. ¿Te las has arreglado bien con Gary?
– Tu hijo es un encanto. Bueno, guapo, inteligente. Lo tiene todo para gustar.
– Muchas gracias. ¿Quieres un té?
Joséphine asintió y contempló a Shirley como si no la hubiese visto nunca antes. Como si haberla visto al lado de una reina hiciese de ella una perfecta extraña.
– Jo… ¿por qué me miras así?
– Te vi en la tele, la otra noche. Al lado de la reina de Inglaterra. Con Carlos y Camila. Y no me digas que no eras tú porque si no…
Joséphine buscó algo que decir, golpeó el aire con las manos como si se ahogara. Tenía claro lo que quería decir pero no sabía cómo formularlo. Si me dices que no eras tú, cuando te reconocí perfectamente, sabré que me mientes y no lo soportaré. Eres mi única amiga, la única persona en la que confío, no querría poner esta amistad, esta confianza, en duda. Así que dime que no lo he soñado. No me mientas, por favor, no me mientas.
– Era yo, Joséphine. Por eso me fui en el último minuto. Yo no quería ir…
– ¿Fuiste obligada a presentarte en un baile con la reina de Inglaterra? -articuló Joséphine estupefacta.
– Obligada…
– ¿Conoces a Carlos, a Camila, a Guillermo, a Harry y a toda la familia?
Shirley asintió con una señal de la cabeza.
– ¿Ya Diana?
– La conocí muy bien. Gary creció con ellos, con ella…
– Pero, Shirley… ¡Me lo tienes que contar!
– No puedo, Jo.
– ¿Cómo que no?
– No puedo.
– ¿Incluso si te prometo no contárselo a nadie?
– Es por tu seguridad, Jo. La tuya y la de tus hijas. No debes saberlo.
– No te creo.
– Y, sin embargo…
Shirley la miró con ternura y una gran tristeza.
– Nos conocemos desde hace años, nos contamos todo, te he contado mi único secreto, lees en mi cara como en un libro abierto y la única cosa que se te ocurre decirme es que no puedes contarme nada bajo pena de… -Joséphine se asfixiaba de cólera-.¡Te he odiado toda la semana, Shirley! Toda la semana he tenido la impresión de que me habías robado algo, de que me habías traicionado, y no quieres decirme nada. ¡La amistad, Shirley, funciona en dos direcciones!
– Es para protegerte. Cuando no se sabe, no se habla…
Joséphine soltó una risa de decepción.
– Como si me fuesen a torturar por eso.
– Puede ser peligroso. Como lo es para mí. Pero yo estoy obligada a vivir con ello, no tú…
Shirley hablaba con voz tranquila. Constataba algo. Joséphine no observó ningún énfasis, ningún fraude en su voz. Enunciaba un hecho, un hecho terrorífico, sin que la emoción turbase su voz. Joséphine quedó conmovida por su sinceridad e hizo un movimiento hacia atrás.
– ¿Hasta ese punto?
Shirley vino a sentarse al lado de Jo. Le pasó el brazo alrededor de sus hombros y, en un susurro, se confió a ella.
– ¿No te has preguntado nunca por qué he venido a instalarme aquí? ¿En este barrio? ¿En este edificio? ¿Completamente sola, sin familia en Francia, sin marido, sin amigos, sin una auténtica profesión?
Joséphine negó con la cabeza.
– Por eso te quiero, Joséphine.
– ¿Porque soy una estúpida? ¿Porque nunca veo más allá de mis narices?
– ¡Porque no ves el mal en ninguna parte! Yo vine aquí a refugiarme. En un sitio donde estaría segura de no ser reconocida, buscada, acosada. Allí vivía, tenía una gran y hermosa vida hasta que… hasta que pasó aquello. Aquí hago pequeños trabajos, sobrevivo…
– ¿Esperando qué?
– Esperando no sé qué. Esperando a que eso se arregle allí, en mi país… A que pueda volver y retomar una vida normal. He olvidado todo al instalarme aquí. He cambiado de personalidad, he cambiado de nombre, he cambiado de vida. Puedo educar a Gary sin temblar de miedo si llega con retraso del colegio, puedo salir sin mirar si me están siguiendo, puedo dormir sin temor a que echen la puerta abajo…
– ¿Por eso te has cortado el pelo muy corto? ¿Por eso andas como un chico? ¿Por eso luchas como un hombre?
Shirley asintió con la cabeza.
– Lo he aprendido todo. He aprendido a luchar, a protegerme, a vivir sola…
– ¿Lo sabe Gary?
– Se lo dije. No tuve elección. Había deducido muchas cosas y tenía que tranquilizarle. Decirle que no se equivocaba. Eso le ha hecho madurar mucho, crecer mucho… Aguantó el golpe. A veces tengo la impresión de que me protege.
Shirley estrechó su brazo en torno a Joséphine.
– En medio de toda esa desgracia, he encontrado algo de felicidad aquí. Una felicidad tranquila, sin cursilería ni miedos. Sin hombre…
Sintió un escalofrío. Habría querido decir sin «ese» hombre. Le había vuelto a ver. Por su culpa tuvo que prolongar su estancia en Londres. Le había telefoneado, le había dado el número de su habitación en el Park Lane Hotel y le había dicho «te espero, habitación 616». Había colgado sin esperar respuesta. Ella había mirado el teléfono diciéndose «no iré, no iré, no iré». Había corrido hasta el Park Lane Hotel, en la esquina de Piccadilly y Green Park. Justo detrás de Buckingham Palace. El gran hall beige y rosado, con lámparas en forma de racimos venecianos. Los sofás donde los hombres de negocios toman el té hablando en voz baja. Los enormes ramos de flores. El bar. El ascensor. El largo pasillo de paredes beiges, de gruesa moqueta, de apliques adornados con pequeñas pantallas con colgaduras. La habitación 616… El decorado desfilaba como en una película. Siempre se citaba con ella en hoteles cercanos a parques. «Dejas al pequeño jugando en la hierba y subes conmigo. El mirará a los enamorados y a las ardillas grises, eso le enseñará la vida». Un día, ella le había esperado todo el día. En Hyde Park. Gary era pequeño. Corría detrás de las ardillas. «Me gustan de lejos, mummy, de cerca parecen ratas». «A mí me pasa lo contrario, me gusta de cerca, de lejos lo tomo por lo que es: una rata». Ese día, no había venido. Habían ido a Fortnum and Mason. Habían comido helados y pasteles. Ella había bebido su té humeante cerrando los ojos. Gary se mantenía recto en su sillón y probaba los pasteles como un experto con la punta de su tenedor. «Tiene el porte de un príncipe», había dicho la camarera. Shirley había palidecido. «Ha estado bien esta tarde en el parque -había proseguido Gary cogiéndola de la mano-, Green Park es mi preferido». Conocía todos los parques de Londres.
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