– No, no la reina. Justo al lado. ¡Gary! -gritó Joséphine en dirección a la habitación de Gary-. ¡Gary, ven aquí!
La joven aparecía ahora en la pantalla, escondida a medias por la reina, que sonreía detrás de sus gafas.
– ¡Ahí! ¡Justo detrás de la reina!
Gary entró en el salón y preguntó: «¿Qué pasa? ¿Por qué gritáis así?».
– ¡Tu madre! ¡En el castillo de Windsor! ¡Al lado de la reina! -gritó Joséphine.
Gary se rascó la cabeza, se plantó ante la pantalla de televisión y murmuró «¡ah, sí! Mamá…», antes de volver a su habitación arrastrando los pies.
– Pero ¿qué hace ella allí? -gritó Joséphine en dirección a la habitación de Gary-. ¿Formáis parte de la familia real?
No obtuvo respuesta.
– ¡La señora Shirley! -eructó Christine Barthillet, interrumpiendo la deglución de una gominola-. Es verdad, ¿qué demonios hace allí?
– Ya me gustaría saberlo… -dijo Joséphine siguiendo la larga silueta rosa que se fundía ahora entre la multitud de invitados.
– ¡Qué cosas! -soltó Christine Barthillet-. Qué fuerte.
– Fuerte como la mostaza inglesa -emitió Zoé.
– Va a tener que explicármelo -murmuró Joséphine.
Localizó a Shirley entre la multitud de invitados, la vislumbró de nuevo siguiendo a la reina y permaneció estupefacta. ¿Era realmente posible que Shirley estuviera emparentada con la familia real? Pero, entonces, ¿qué hacía en un barrio de la periferia de París dando cursos de música, de inglés y cocinando pasteles?
Joséphine pasó la velada preguntándoselo, mientras Christine Barthillet, Max y Zoé terminaban las patatas fritas, las coca-colas y las gominolas cotilleando sobre la belleza del espectáculo y el desfile de príncipes y princesas. ¡Oh! ¡Guillermo ha engordado! Parece ser que tiene novia y que Carlos va a invitarla a cenar! ¡Y Ha-rry! ¡Qué mono es! ¿Qué edad tiene ahora? Está disponible y parece más divertido que Guillermo…
El lunes, Shirley no volvió. Ni el martes ni el miércoles ni el jueves. Gary iba a comer a casa de Joséphine. Cuando las niñas le asediaban a preguntas, respondía: «¡Habéis visto mal, os habéis equivocado!». «Pero, bueno, Gary, ¡si tú la viste también!». «He visto a una mujer que se le parecía, eso es todo. Hay muchas rubias con el pelo corto. ¿Qué pintaría ella allí?». «Es cierto eso, señora Joséphine, ¡trabaja usted demasiado! Se le está yendo la cabeza». «¡Pero si la habéis visto todos! No lo he soñado». «Gary tiene razón… Hemos visto a alguien que se le parecía, pero es posible que no fuera ella».
Joséphine no desistía: era Shirley, con un vestido largo rosa, a la sombra de la reina. Sintió una cólera terrible contra Shirley. Le cuento todo, me lo saca todo, y ella, ¡ella se calla! Ni siquiera tengo derecho a hacerle preguntas. Tenía la impresión de ser una ingenua, que todo el mundo la tomaba por una ingenua. Todo se mezclaba en su cabeza: Iris, Antoine, la señora Barthillet y sus amantes en la red, Shirley en el castillo de los Windsor, el desprecio de Hortense, Zoé desvergonzándose… ¡Todos la tomaban por tonta! Y, de hecho, eso era exactamente lo que era.
La cólera le dio alas. Puso fin a los días del gentil trovador, que murió envenenado tras haber sentido la inmensa alegría de asistir al nacimiento de su hijo. Florine no necesitaba ya luchar para existir: tenía un hijo legítimo, heredero de su señoría: Thibaut el Joven. Jo aprovechó también para hacer morir a la suegra, que comenzaba a ponerle de los nervios con sus perpetuos lloriqueos. Después hizo aparecer al tercer marido, Balduino, un caballero dulce y muy piadoso. Balduino tenía una hermosa figura, soñaba con cultivar sus tierras, ir a misa y hacer penitencia. Inmediatamente, tanta cursilería sacó de quicio a Joséphine, y Balduino sucumbió víctima de su furia. ¿Cómo haré morir a este? Es joven, tiene buena salud, no bebe, no se da grandes comilonas, practica el coito con compunción… Volvió a pensar en el baile de Carlos y Camila, en la silueta furtiva de Shirley, en una posible filiación con los Windsor, y su cólera se abatió sobre Balduino el dulce.
Balduino y Florine son invitados a un gran baile ofrecido por el rey de Francia, que caza en tierras vecinas a Castelnau. El rey, entre la multitud de invitados de vestimentas tornasoladas, percibe a Balduino. Palidece y suelta su cetro, que rueda bajo el trono. Después, con una señal de su mano enguantada, convida a la joven pareja a sentarse cerca de él para beber una copa de vino. Balduino se ruboriza, deposita su espada a los pies del soberano. Florine se inquieta: teme un nuevo ascenso. ¿Va a conocer de nuevo un golpe de buena suerte que la alejará del sexto escalón donde permanece desde hace tiempo? ¡De eso nada! Al final de la velada, la joven pareja, extrañada por tantos honores, vuelve a los aposentos que el rey ha puesto a su disposición. Balduino es degollado en el rincónde un pasillo ante los ojos de su joven esposa, horrorizada. Tres brutos se le echan encima, le apresan y le cortan el cuello. La sangre fluye a borbotones. Florine pierde el sentido y cae a los pies del cuerpo sin vida de su esposo. Más tarde se sabrá que era un hijo bastardo del rey de Francia y podría pretender la corona. Por miedo a que se declarase sucesor, el rey ha preferido hacerle asesinar. Para consolar a la joven viuda, la cubre de oro, de armiño, de piedras preciosas, la devuelve al castillo de Castelnau, escoltada por cuatro caballeros encargados de vigilarla. Florine, viuda de nuevo, suplica al cielo que aleje de ella su ira con el fin de que pueda ascender con tranquilidad los últimos escalones.
¡Y van tres!, suspiró Joséphine, convertida en escritora sanguinaria. ¡Ah!, se alegró contando el número de páginas escritas en unos días, la cólera es una buena musa y llena la página en blanco con miles de signos.
– Parece que va mejor -constató Luca en la cafetería de la biblioteca.
– ¡Estoy enfadada y eso me da alas!
El la miró con atención. Algo rebelde y ardiente se había posado en su rostro y le daba un aspecto de adolescente en pie de guerra.
– Tiene usted un aspecto… ¡un aspecto de pícaro travieso!
– Es cierto, sienta bien soltarse un poco. ¡Soy siempre tan correcta! Buena amiga, buena hermana, buena madre…
– ¿Tiene usted hijos?
– Dos hijas… ¡Pero sin marido! No debía de ser buena esposa. Se fue con otra.
Rio tontamente y se ruborizó. Acababa de dejar escapar una confidencia.
Habían tomado por costumbre encontrarse en la cafetería. El le hablaba de su manuscrito. «Quiero escribir una historia de las lágrimas para mis contemporáneos, que confunden sensibilidad con sensiblería, que lloran para exhibirse, para venderse, para parecer sacrificados, para vivir emociones que no sienten. Quiero devolver a las lágrimas su nobleza tal y como la entendió en su momento Jules Michelet; ¿sabe usted lo que escribió? «El misterio de la Edad Media, el secreto de sus lágrimas inagotables y de su genio profundo. Lágrimas preciosas, que brotaron en límpidas leyendas, en maravillosos poemas y, amontonándose hacia el cielo, se cristalizaron en gigantescas catedrales que querían subir hasta el Señor». Citaba con los ojos cerrados y la miel brotaba de sus labios. Citaba a Michelet, a Roland Barthes y a los Padres del desierto cruzando los dedos como si dijera una plegaria.
Una tarde, se volvió hacia ella y preguntó:
– ¿Le parecería bien venir al cine el sábado por la noche? Ponen una vieja película de Kazan que nunca echan en Francia, Río salvaje, en un cine de la calle des Écoles. Me preguntaba si…
– De acuerdo -dijo Joséphine-. Totalmente de acuerdo.
Él la miró extrañado por su entusiasmo.
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