Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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– Creo que me va a dar un ataque.

– No es el momento -le reprendió Josiane.

– Cógeme del brazo: ¡no camino erguido!

El doctor Troussard les tranquilizó enseguida. Todo estaba en orden. En Josiane y en Marcel. ¡Los resultados eran los de unos jovencitos! No tenían más que remangarse y ponerse a la tarea.

– ¡Pero si no hacemos más que eso! -soltó Marcel.

– ¡Y no lo conseguimos! ¿Por qué? -gimió Josiane.

El doctor Troussard separó los brazos en señal de impotencia.

– Yo soy como un mecánico, levanto el capó y hago un diagnóstico: todo está en orden, todo funciona. Ahora es su turno de ponerse al volante y conducir.

Se levantó, les tendió su informe y les acompañó a la puerta.

– Pero… -insistió Josiane.

El la interrumpió y dijo:

– Deje usted de pensar. Si no, va a ser su cabeza la que habrá que analizar. Y eso, créame, es mucho más complicado.

Marcel pagó el precio de la visita, ciento cincuenta euros, mientras Josiane suspiraba: mil pavos para decirnos que todo va bien, ¡me parece un poco caro!

En la calle, Marcel cogió del brazo a Josiane y avanzaron en silencio. Después Marcel se detuvo y, mirando a Josiane directamente a los ojos, le preguntó:

– ¿Estás segura de querer ese niño?

– Archisegura. ¿Por qué?

– Porque…

– ¿Porque te preguntabas si estaba fingiendo, que yo no quería?

– No, me preguntaba si no tenías miedo… respecto a tu madre.

– Ya me he planteado eso, ya…

Siguieron caminando. Después Josiane estrechó el brazo de Marcel.

– ¿Sería bueno, quizás, que fuese a ver a un loquero?

– Nunca hubieran imaginado que fuese tan complicado tener un bebé.

– ¡Quizás nos complicamos demasiado la vida! Si estuviésemos más relajados, quizás llegaría como germina una flor.

Marcel declaró que había que dejar de pensar en ello, suprimir el nombre de Júnior de sus conversaciones y hacer como si no pasara nada.

– No hablemos de nada, montamos la fiesta, nos revolcamos y si, en seis meses, sigues plana como un lenguado de Normandía… ¡te haré encerrar en una probeta!

Josiane se echó a su cuello y le besó. Se detuvieron delante de un gran escaparate del salón de belleza Nicolás. Marcel se acercó al espejo, se estiró la piel del cuello, hizo una mueca, «¿y si me hiciese un pequeño lifting, para Júnior? Para que no me tomen por su abuelo a la salida del colegio».

Ella le dio un buen codazo en las costillas y gritó:

– ¡Habíamos dicho que no volveríamos a hablar de eso!

El se llevó la mano a la boca para asegurar que no diría una palabra más sobre el tema. Le palmeó suavemente el trasero y la cogió del brazo.

– Mil pavos por un informe, ese no se limpia los mocos con los pies -declaró Josiane-. ¿Te lo devuelve la Seguridad Social?

Marcel no respondió. Se había detenido frente a un quiosco de prensa y miraba fijamente el expositor con los ojos como platos.

– Pero, bueno, Marcel, ¿estás aquí? ¿En qué piensas?

Hizo una señal de que no podía hablar.

– ¿Se te ha comido la lengua el gato?

Negó con la cabeza.

– ¿Entonces?

Ella se plantó delante del quiosco de prensa, se puso a mirar los carteles hasta que vio uno consagrado a Yves Montand. «Yves Montand, su vida, sus amores, su carrera. Yves Montand y Simone. Yves Montand y Marylin. Yves Montand, papá con setenta y tres años… Su último amor se llamaba Valentín».

Ella suspiró, abrió su monedero, tomó la revista y se la tendió a Marcel, que se lo agradeció con un saludo mudo.

Volvieron al despacho a pie. Hacía un buen día. El Arco de Triunfo se dibujaba victorioso sobre el cielo azul, banderitas en azul, blanco y rojo flotaban sobre los retrovisores del autobús, las mujeres llevaban los brazos desnudos y los chicos las agarraban del talle. Marcel y Josiane se tomaron del brazo como una pareja de paseantes que se habían puesto sus mejores ropas para recorrer los buenos barrios.

– Nunca paseamos así. Como enamorados -remarcó Josiane-. Siempre tenemos miedo de encontrarnos con alguien.

– La pequeña Hortense va a hacer unas prácticas en la empresa en junio…

– Lo sé. Chaval me lo contó… ¿Cuándo se larga ese tío?

– A finales de junio. Saltaba de alegría cuando me dio su dimisión. Le hubiera puesto en la calle antes, pero todavía le necesito. Tengo que encontrar a alguien que le sustituya…

– ¡Adiós muy buenas! Ya no lo aguantaba…

Marcel le lanzó una mirada inquieta. ¿Lo decía de verdad o acaso no había un poco de amor y de despecho en su voz? Habría preferido conservar a Chaval en la empresa para vigilarle, controlar a qué dedicaba su tiempo, sus desplazamientos.

– ¿Ya no piensas nada en él?

Josiane negó con la cabeza y dio una patada a una lata que fue a rodar hasta el desagüe.

– ¡Mira! -exclamó Marcel-. Hablando del rey de Roma…

En el semáforo del cruce, en la esquina de la avenida Ternes y la avenida Niel, un deportivo descapotable rojo rugía a la espera de arrancar. Bruno Chaval estaba al volante. Gafas de sol, chaqueta de ante clara, cuello de la camisa abierto, canturreaba subiendo el volumen de la radio. Echó un vistazo a su imagen en el retrovisor, pasó y repasó la mano por su pelo negro, dibujó con un dejo su fino bigote, hizo bramar a su motor y dejó la señal de sus ruedas al arrancar.

* * *

El gran baile en el castillo de Windsor se retransmitía ese sábado por la noche; estaban todos instalados frente al televisor de Shirley. Todos salvo Hortense, que había rechazado ir a ver a todas las casas reales desfilar con sus mejores galas. Gary les había abierto la puerta gruñendo «¿qué es esa estupidez que vais a ver? Yo me quedo en mi habitación…». Joséphine, Zoé, Max y Christine Barthillet se habían instalado en el suelo del salón delante de la televisión. Habían esparcido por el suelo bolsas de patatas fritas, coca-colas, gominolas, dos barras de pan y paté que extendían con sus dedos.

Joséphine se decía que hubiera hecho mejor quedándose en su casa y trabajar. ¡El segundo marido seguía todavía vivo! Le había cogido cariño, le costaba hacerle morir. Nunca terminaría a tiempo. El tercero va a tener que morir más rápido. Había ido a la biblioteca todos los días y no había avanzado nada. Tenía demasiadas preocupaciones en la cabeza. Hortense ya no le dirigía la palabra, Zoé había faltado dos veces al colegio en una semana para seguir a Max en oscuras expediciones. «Pero si sólo hemos ido a recuperar el móvil que le robaron a una amiga de Max. Pero Max había dejado su cartera en casa de su amigo y fui con él a recuperarla…». «¿Y ahora necesitas ir pintada como un cuadro para ir al colegio?». La adorable Zoé se estaba metamorfoseando en una chiquilla salvaje. Se encerraba en el cuarto de baño. Salía en minifalda, los ojos negro carbón, la boca rojo vampiro. Joséphine se veía obligada a limpiarla con jabón y una manopla mientras que ella se debatía y gritaba que la estaban acosando. Hortense se encogía de hombros con aire de indiferencia. Había debido de hablar con su padre, porque Antoine había llamado preguntando: «¿Qué es esa cohabitación con los Barthillet? Joséphine, te tengo dicho que no te acerques a ellos, ¡son mala gente!

– ¿Y entonces? -había respondido Jo-, ¿qué querías que hiciese? ¿Que los dejase en el portal?

– Sí -había respondido Antoine-, debes pensar primero en tus hijas…

Christine Barthillet se pasaba los días en el sofá del salón, en chándal, navegando en su ordenador. Había encontrado una página de contactos y respondía a los correos de machos en celo. Cuando Jo volvía de la biblioteca, le contaba los encuentros que había hecho durante la jornada. «No se preocupe, señora Joséphine, voy a marcharme pronto. Voy a tirar de algunos hilos y me largo. Tengo dos bien calentitos que me proponen alojamiento. Un jovencito que refunfuña por culpa de Max, y otro más viejo, casado, cuatro hijos, pero que está dispuesto a pagarme un estudio para tener un poco de compañía por las tardes. Tiene una empresa de fontanería y de quitar la mierda de otros, eso da mucha pasta». Joséphine la escuchaba, aturdida. «Pero si no sabe nada de ellos, Christine, ¿no va usted a embarcarse en otro embrollo?».

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