Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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– ¿Estás enamorado? ¿Piensas en alguna chica?

– Tengo tantas ganas, mamá… ¡Tengo un nudo aquí!

Se llevó la mano a la garganta y sacó la lengua de deseo.

– Sólo pienso en eso.

Hacer las maletas, tomar el primer avión a Londres. Pedirle a Joséphine que echase un ojo a Gary. Ciertamente, no era el mejor momento para empezar una discusión sobre la sexualidad de los adolescentes.

– Escucha, cariño, volveremos a hablar cuando estés enamorado.

– ¿Es obligatorio estar enamorado?

– Es preferible. No es un acto banal. Y, además, la primera vez, es algo importante. No se debe hacer con cualquiera ni de cualquier forma. Te acordarás toda la vida de tu primera vez.

– Está Hortense, pero no me mira.

Durante las vacaciones de Semana Santa, en Kenia, Gary se había pasado el tiempo detrás de Hortense como una mariposa atraída por la luz. Ella le rechazaba diciéndole: «¡No te pegues a mí, Gary! ¡Hay que ver lo pegajoso que puedes llegar a ser! ¡Lárgate, lárgate!». Shirley se sentía conmocionada. Apretaba los dientes. El comportamiento de Gary había estropeado las vacaciones de Shirley, que observaba la torpeza de su hijo sin poder remediarla. Una noche, ella le había explicado que lo estaba haciendo muy mal: «Una mujer necesita misterio, distancia. Necesita desear al hombre que le gusta, sentirse intrigada, dudar de su poder de seducción, ¿cómo quieres que te desee si la sigues a todos lados como un moscardón? Te adelantas a todos sus deseos, a todos sus caprichos, ¡ya no te respeta!». «Mamá, es más fuerte que yo, ¡me vuelve loco!».

– Escúchame Gary, no es el mejor momento para hablar de eso, tengo que marcharme a Londres, ¡es urgente! Estaré fuera una semana, vas a tener que arreglártelas solo…

El calló, hundió las manos en su pantalón demasiado ancho. Sus calzoncillos sobresalían. Shirley tendió la mano para subirle su pantalón, pero Gary la rechazó.

– ¡Nunca es un buen momento para hablarte!

– Eres injusto, cariño. Siempre estoy dispuesta a escucharte, pero ahora no puedo.

Gary resopló ruidosamente y fue a encerrarse en su habitación. Shirley temblaba de rabia. Normalmente se hubiese sentado, habría hecho preguntas, escuchado, propuesto una solución, pero ¿qué puede decirse a un chico de dieciséis años atormentado por la pubertad? Para eso necesitaba tiempo y, precisamente, no lo tenía. Tenía que hacer su maleta, reservar un billete de avión y avisar a Joséphine de su partida.

Llamó a casa de Jo. Fue la señora Barthillet la que abrió.

– ¿Está Joséphine?

– Sí… En su habitación.

Shirley se fijó en dos grandes maletas en la entrada y fue a reunirse con Joséphine.

– ¿Qué hace aquí la señora Barthillet?

– La acaban de echar de su casa. Le he dicho que venga a mi casa hasta que se organice.

– Me viene fatal. Iba a pedirte un favor.

Joséphine dejó las sábanas que acababa de sacar del armario.

– Venga. Te escucho.

– Tengo que irme a Londres. Una urgencia… ¡de trabajo! Quería pedirte si podías vigilar a Gary durante mi ausencia.

– ¿Te vas mucho tiempo?

– Una semana corta.

– No hay problema. ¡Al paso que vamos! Me voy a dibujar una cruz roja en la frente.

– Lo siento, Jo, pero no puedo rechazarlo. Te echaré una mano con la señora Barthillet cuando vuelva.

– Espero que se haya marchado cuando vuelvas. ¡Y mi libro! ¡Sólo me quedan dos meses antes de entregar el manuscrito! Y sólo estoy en el segundo marido. ¡Todavía me quedan otros tres esperando!

Se sentaron las dos sobre la cama de Joséphine.

– ¿Va a dormir en tu habitación? -preguntó Shirley.

– Con Max. Voy a instalarme en el salón e iré a trabajar a la biblioteca…

– ¿No tiene trabajo?

– Acaban de despedirla.

Shirley tomó la mano de Joséphine, la estrechó y le dio las gracias.

– Te devolveré el favor. Te lo prometo.

Cuando las niñas volvieron del colegio, Zoé aplaudió al saber que Max venía a vivir con ellas. Hortense cogió a su madre aparte en el cuarto de baño y preguntó:

– ¿Es una broma?

– No. Escúchame, Hortense… No vamos a dejarlos dormir debajo de un puente.

– ¡Joder, mamá!

– Si no te estoy pidiendo nada.

– Sí. Vamos a tener que hacerle sitio a esa familia de retrasados. Ya sabes cómo es la señora Barthillet: un caso social. Ya verás, ¡te vas a arrepentir! En todo caso, ¡no voy a permitir que invadan mi habitación í ¡O que toquen mi ordenador!

– Hortense, son sólo unos días… cariño -murmuró intentando tomarla entre sus brazos-, ¡no seas egoísta! Además, no es TU habitación, también es de Zoé…

– No sabes lo que me joden tus maneras de monjita. ¡Qué pasada estás, pobrecita!

El guantazo partió sin que Joséphine se diese cuenta. Hortense se llevó la mano a la mejilla y fulminó a su madre con la mirada.

– ¡Ya no quiero vivir aquí! -gritó Hortense.-¡Estoy harta de vivir contigo! Mi único deseo es largarme de aquí, y te lo advierto…

Recibió otro guantazo y, esta vez, Joséphine puso toda su rabia en él. En la cocina, Zoé, Max y la señora Barthillet preparaban la cena. Max y Zoé ponían la mesa mientras que la señora Barthillet calentaba el agua para la pasta.

– Ahora te calmas y pones buena cara, si no vamos a terminar mal -murmuró Joséphine entre dientes.

Hortense la miró y se dejó caer sobre el borde de la bañera. Después lanzó una risa suave, miró a su madre y soltó con un desprecio lleno de rabia:

– ¡Gilipollas!

Joséphine la agarró por la manga de su chándal y la echó fuera del cuarto de baño. Después se dejó caer al suelo y luchó contra la náusea que le subía desde el estómago. Tenía ganas de vomitar. Tenía ganas de llorar. Estaba arrepentida por haberse dejado llevar por su cólera. No se resuelve nada pegando a una niña. Nos declaramos vencidos, eso es todo. Hortense salía siempre victoriosa de esos enfrentamientos. Joséphine se pasó agua por los ojos enrojecidos y fue a llamar a la habitación de Hortense.

– Me odias, ¿verdad?

– Oh, mamá, déjalo. No tenemos nada que decirnos. Me hubiera ido mejor quedándome en Kenia, con papá. Incluso con Mylène me llevaba mejor que contigo. ¡Figúrate!

– Pero ¿qué te he hecho yo, Hortense? Dímelo.

– No soporto lo que representas, tu aire de ñoña, tus discursos estúpidos. Y, además, ya no quiero vivir aquí… Me habías prometido que nos mudaríamos y todavía estamos vegetando en este lugar despreciable, en este barrio despreciable, con gente despreciable.

– No tengo dinero para mudarme, Hortense. Te prometí que lo haría si podía, si eso te hacía feliz.

Hortense la miró con aire desconfiado, y se pasó la mano por la mejilla para borrar el recuerdo doloroso de los golpes. Joséphine se arrepintió de haberla pegado y se excusó.

– No debía haberte pegado, cariño… pero me llevas al límite.

Hortense se encogió de hombros.

– No importa… Voy a tratar de olvidarlo.

Llamaron a la puerta de la habitación. Zoé anunciaba que la cena estaba lista. Sólo faltaban ellas. Joséphine habría querido escuchar a su hija que la perdonaba, habría querido estrecharla en sus brazos, besarla, pero Hortense respondió «ya, ya, ya vamos» y salió de la habitación sin volverse.

Joséphine se rehízo, se secó los ojos y se dirigió a la cocina. En el pasillo, se detuvo y pensó: ya no podré trabajar en la cocina, con los Barthillet, ni en el salón. ¿Dónde voy a poner mis libros, mis papeles y el ordenador? Cuando nos mudemos, elegiré un piso con despacho, para mí… Si el libro funciona, si gano mucho dinero, podremos mudarnos. Suspiró, sintió ganas de anunciar la buena noticia a Hortense, pero se contuvo. Primero debía terminar el libro. Iría a trabajar a la biblioteca. Al lado del hombre de la parka. Ya no tenía edad para enamorarse. Era ridículo. ¿Qué había dicho Hortense? Ñoña. Tenía razón. Hortense siempre tenía razón.

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