Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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Será Thibaut y no morirá: desaparecerá y volverá al final de la historia. Será una nueva peripecia. Le creerán muerto, Florine derramará lágrimas de sangre, se volverá a casar, pero su corazón pertenecerá siempre a Thibaut el Trovador.

No… Debe morir. Si no mi historia no se mantendría en pie. No debo dejarme distraer. Thibaut es a la vez señor y trovador. Compone canciones de amor pero también escribe panfletos contra el poder del rey de Francia o de Enrique II. Canta la alegría que procuran las batallas, los mandobles, pero también los beneficios de las guerras, las maniobras de la corte, la rapiña de los conquistadores. Condena la política de los dos soberanos, los impuestos demasiado altos, las campiñas devastadas. Sus canciones se repiten en las ciudades y los burgos; se vuelve influyente, demasiado influyente. «El dinero -escribe-debe ser gastado para bien de los súbditos y no para la gloria de los príncipes. Recoge las quejas murmuradas por los campesinos, los siervos y los vasallos. Seduce, irrita. Crea polémicas. Le cubren de oro para escucharle cantar sus baladas comprometidas. Enrique II pone precio a su cabeza. Muere envenenado tras haber conocido la gloria.

Joséphine se resignó a la muerte de Thibaut el Trovador con un suspiro.

Trabajó toda la tarde nutriéndose de la presencia del hombre de la parka, notando la mano que mesaba y mesaba la barba incipiente, los ojos que se cerraban en busca de una idea, el puño delgado y descarnado que reposaba sobre la hoja en blanco, las venas de la frente que se hinchan, las mejillas que se hunden… y volcó todos esos detalles en el personaje de Thibaut. Florine, emocionada por la dulzura de ese hombre, descubre el amor, olvida a su Dios y después se castiga con largos rezos para hacerse perdonar… Florine descubre los placeres del lecho conyugal. Joséphine enrojeció al comenzar el relato dé la noche de bodas, cuando Thibaut, en camisa, viene a acostarse al lado de Florine, en la gran cama con dosel. Lo dejó para más tarde: cuando no estuviese en la biblioteca, frente a él.

Pasaba el tiempo. Apenas si se dio cuenta de que el hombre recogía sus cosas y se preparaba para marcharse. Ella dudó un momento entre Thibault y el hombre de la parka y… le siguió hacia el camino de la salida, empujando a su vez la puerta de doble hoja que protegía la sala de trabajo de los ruidos externos. Le alcanzó en la avenida llena de coches, en la parada del autobús donde él esperaba con la cabeza perdida en sus pensamientos.

Ella se puso a su lado y dejó caer un libro. El se agachó para recogerlo y, al levantarse, la reconoció y sonrió.

– Es una costumbre suya el tirar todo al suelo.

– ¡Es que soy tan distraída!

Él rio dulcemente y añadió.

– Pero yo no voy a estar siempre ahí.

Había pronunciado esas palabras con tono monocorde y plano. Sin el menor rastro de picardía. Constataba algo, y ella se avergonzó de su maniobra. No sabía qué responder. Se arrepintió de permanecer muda, buscó, buscó cómo replicar ingeniosamente, pero se quedó callada y enrojeció.

– Estamos en primavera y sigue usted llevando su parka -se arriesgó a decir para que no se instalase el silencio.

– Yo siempre tengo frío…

Otra vez permaneció en silencio y se maldijo. El autobús se detuvo a su altura. Él la dejó pasar y subió tras ella, como si fuesen los dos en la misma dirección. ¡Dios mío! Este no es mi camino en absoluto, comprobó Jo cuando vio que el autobús giraba en dirección a la plaza de la Boule. Fue a sentarse y le dejó sitio para que se instalase a su lado. Le vio dudar un instante. Pero se rehízo, le dio las gracias y se sentó a su lado.

– ¿Es usted profesora? -preguntó educadamente.

Tenía una nariz larga con ventanas nasales bien dibujadas. ¿Thibaut de la Gran Nariz? Sería más original que Thibaut el Trovador.

– Trabajo en el CNRS, sobre el siglo XII.

Él hizo una mueca de aprecio.

– Hermosa época, el siglo XII. Un poco ignorada, sin duda…

– ¿Y usted? -preguntó ella.

– Yo escribo una historia de las lágrimas… Para un editor extranjero. Un editor universitario. No es muy divertido, sabe usted.

– ¡Oh! Pero debe de ser apasionante.

Se insultó: qué comentario más idiota. Idiota e insulso, que no daba lugar a la réplica, a la conversación.

– Era de algún modo el cine de la época -dijo él-. Un modo de expresar las emociones tanto en privado como en público. Hombres y mujeres lloraban mucho…

Se hundió en su parka retomando su ensoñación. Este hombre es realmente friolero, se dijo Joséphine, que pensó inmediatamente en utilizar ese detalle para Thibaut, frágil de bronquios.

Miró por la ventana: ¡se estaba alejando cada vez más! Tenía que ir pensando en volver. Las niñas saldrían del colegio y se extrañarían de no verla en casa. Y pensar que antes siempre estaba allí cuando volvían, atenta, disponible. Me gusta llamar y me gusta que seas tú la que abras la puerta, decía Zoé colgándose de su cuello.

– ¿Viene usted a menudo a la biblioteca? -preguntó ella alentándose.

– Siempre que quiero trabajar en paz. Me concentro tanto cuando trabajo que no soporto el menor ruido.

Está casado, tiene hijos, se dijo Joséphine. Tenía que enterarse de más cosas. Se estaba preguntando cómo plantear la pregunta sin parecer demasiado curiosa, cuando se levantó y dijo:

– Me bajo aquí… Nos volveremos a ver seguramente.

La miró con aire confuso. Ella asintió, respondió sí, hasta pronto, y le vio salir. El se fue, sin mirar atrás, con el paso de alguien que piensa en sí mismo y no en el camino que sigue.

A ella no le quedaba otra que coger el autobús en sentido inverso. Había olvidado preguntarle su nombre. No incitaba a la conversación. Para un tipo que posaba en fotos, parecía más bien ceñudo.

En los bajos del edificio había gente reunida. El corazón de Joséphine dio un sobresalto: les ha pasado algo a las niñas. Se precipitó, apartó a los curiosos que contemplaban a la señora Barthillet y a Max, sentados en los escalones del portal.

– ¿Qué pasa? -preguntó Joséphine a la vecina del tercero que les contemplaba con los brazos cruzados.

– Han venido del Juzgado. Les han embargado. Deben marcharse. ¡Demasiadas mensualidades sin pagar!

– Pero ¿dónde van a ir?

Se encogió de hombros. No era problema suyo. Lo constataba, eso era todo. Joséphine se acercó a la señora Barthillet que lloraba suavemente, con la cabeza gacha. Cruzó una mirada con Max, sombrío, silencioso.

– ¿Sabe usted a dónde ir esta noche?

La señora Barthillet respondió que no.

– Pero no van a dormir en la calle.

– ¿Y por qué no? -dijo la señora Barthillet.

– No tienen derecho a echarla ¡con un niño! -Eso no se lo ha impedido.

– Vengan a mi casa. Por esta noche, en todo caso… La señora Barthillet levantó la cabeza y murmuró: -¿Habla usted en serio? Joséphine asintió y tomó a Max del brazo. -Levántate, Max. Cojan sus cosas y síganme. La vecina del tercero sacudió la cabeza con aire sombrío y comentó:

– No sabe lo que hace la pobre. Se ha caído de un guindo.

* * *

– Mamá, ¿cuándo voy a follar?

Shirley dijo algunas palabras en inglés y colgó el teléfono. Tenía que irse. La pregunta de Gary la cogía con prisas.

– Pero, bueno, Gary… ¡Tienes dieciséis años! ¡No es muy urgente!

– Para mí, sí.

Miró a su hijo. Tenía razón, ahora es un hombre. Un metro ochenta y cinco, manos, brazos, piernas como espaguetis. Una voz de hombre, una barba incipiente, media melena de puntas de pelo negro. Se afeita, pasa horas en el cuarto de baño, rehúsa salir cuando descubre un grano, se arruina en cremas y lociones. Su voz ha mudado. Debe de ser turbador sentir cómo crece un hombre en un cuerpo de niño. Recuerdo cuando mis senos comenzaron a crecer, me los vendé, y mis primeras reglas, creía que apretando las piernas…

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