– ¿Y entonces?
– Tengo la impresión de ser un embudo, lo escucho todo, recojo anécdotas, pequeños detalles de la vida y los vierto en el libro. Ya no seré la misma después de este libro. Estoy cambiando, Shirley, estoy cambiando mucho, ¡aunque no se note!
– Descubres la vida contando esa historia; te lleva por territorios en los que nunca habías estado…
– Sobre todo, Shirley, ya no tengo miedo. Antes tenía miedo de todo. Me escondía detrás de Antoine. Detrás de mi tesis. Detrás de mi sombra. Hoy me permito cosas que antes me prohibía, subo más a la red.
Soltó una risita de niña y se escondió detrás de su mano.
– Sólo necesito ser paciente, dejar que la nueva Jo crezca y, un día, lo invadirá todo, me dará toda su fuerza. Por el momento estoy aprendiendo… He comprendido que la felicidad no es vivir una pequeña vida sin embrollos, sin cometer errores ni moverse. La felicidad es aceptar la lucha, el esfuerzo, la duda y avanzar, avanzar franqueando cada obstáculo. Antes no avanzaba, dormía. Me dejaba llevar por una rutina tranquila: mi marido, mis hijas, mis estudios, mi comodidad. Ahora he aprendido a luchar, a encontrar soluciones, desesperar un momento para rehacerme después y avanzar, Shirley. ¡Sola! Me las arreglo. Cuando era pequeña, repetía lo que decía mamá; su visión de la vida era la mía; después escuché a Iris. Me parecía tan inteligente, tan brillante… Después apareció Antoine: firmaba todo lo que él quería, amoldaba mi vida a la suya. Incluso tú, Shirley… El hecho de saber que eras mi amiga me daba seguridad, me decía que yo era alguien bueno porque tú me querías. Pues bien, todo eso se acabó. He aprendido a pensar por mí misma, a caminar por mí misma, a luchar sola…
Shirley escuchaba a Joséphine y pensaba en la niña que había sido ella. Tan segura de sí. Insolente, casi arrogante. Un día que su nanny la había llevado a pasear por el parque, le soltó de la mano y se fue. Debía de tener cinco años. Había deambulado saboreando la deliciosa sensación de ser libre, de correr sin que miss Barton le dijera que no estaba bien, que una niña bien educada debía caminar con paso regular. Un policía le había preguntado si se había extraviado. Ella había respondido «no, pero debería usted buscar a mi nanny, se ha perdido». Nunca tenía miedo. Me mantenía de pie sola. Fue después cuando todo se estropeó. He recorrido el camino inverso de Jo.
– No son difíciles de entender ese tipo de tíos. Babeaba de avidez hasta formar un charco.
– Pues yo estoy harta de ser pequeña, nadie me mira -gruñó Zoé.
– Ya vendrá, mi niña, ya vendrá… ¿Has olvidado que habías prometido vestirme para mi cita? -preguntó Christine Barthillet a Hortense.
Hortense la miró de arriba abajo analizándola.
– ¿Qué ropa tiene usted que se pueda poner?
La señora Barthillet suspiró «no gran cosa, no compro nada de marca, yo lleno mis armarios a base de catálogos».
– Vamos a tener que vestirla con aire desenfadado entonces… -declaró Hortense con voz profesional-. ¿Tiene usted una sahariana?
La señora Barthillet asintió con la cabeza.
– Un modelo de La Redoute. De este año…
– ¿Un chándal?
La señora Barthillet asintió.
– Bueno… ¡Vaya a buscarlos!
La señora Barthillet volvió con la ropa echa una bola. Hortense la levantó con la punta de los dedos, la extendió sobre el sofá y la observó durante un momento. Max y Zoé la miraban subyugados.
– Bueno, bueno…
Frunció la nariz, torció la boca, cogió un jersey, un chaleco, extendió una camisa blanca, la volvió a dejar.
– ¿Tiene usted accesorios?
La señora Barthillet levantó la cabeza sorprendida.
– Collares, brazaletes, una bufanda, unas gafas…
– Tengo algunas baratijas de Monoprix…
Fue a buscarlas a la habitación.
Zoé empujó a Max con el codo y susurró «vas a ver, ¡fíjate bien! Va a transformar a tu madre en bomba sexual». La señora Barthillet depositó un montón de colgantes al lado de la ropa desplegada, que parecía esperar el golpe de varita mágica de Hortense. Esta reflexionó y, después, con tono docto, declaró:
– ¡Desnúdese!
La señora Barthillet puso cara de sorpresa.
– ¿Quiere usted que la vista o no?
Christine Barthillet asintió. Se encontró en bragas y sujetador delante de Max y las niñas. Se tapó los senos con las manos y carraspeó molesta. Max y Zoé estallaron en un ataque de risa.
– Lo importante: la sahariana. Regla número uno: acompañada de un pantalón de jogging Adidas con bandas blancas es lo correcto. Empezamos bien, tiene usted uno. De hecho, es la única forma de tener un aspecto chic en chándal.
– ¿Con una sahariana?
– Efectivamente. Regla número dos: bajo la sahariana, poner un jersey con cuello en V y una camiseta que se vea bajo el jersey…
Hizo una señal a la señora Barthillet para que se pusiese la ropa que le tendía.
– No está mal, no está mal -dijo Hortense sopesándola con la mirada.
Regla número tres: adornar todo con algunos accesorios baratos, vamos a coger sus collares y sus brazaletes de Monoprix.
La decoró como a un maniquí de escaparate. Dio un paso atrás. Echó una manga hacia atrás. Volvió a dar un paso atrás. Arregló el cuello del jersey. Añadió un último collar y un par de gafas de aviador en el pelo.
– Y en los pies, playeras… ¡Y todo listo! -declaró, satisfecha.
– ¿Playeras? -protestó Christine Barthillet-. Eso no es muy femenino.
– ¿Quiere usted parecer del montón o una profesional del estilo? Hay que elegir, Christine, hay que elegir. Usted me ha pedido que la ayude, yo la ayudo; si no le gusta, póngase tacón de aguja y estará usted vulgar.
La señora Barthillet se calló y se puso las playeras.
– Ya está… -dijo Hortense, tirando del jersey y haciendo aparecer el tirante de la camiseta. Vaya a mirarse en el espejo.
La señora Barthillet se fue a la habitación de Joséphine y volvió con una gran sonrisa.
– ¡Genial! No me reconozco. Gracias, Hortense, gracias.
Dio unas vueltas por el salón y después se sentó en el sofá golpeándose los muslos de alegría.
– ¡Es increíble lo que se puede hacer con tres trapos cuando se tiene gusto! ¿Y de dónde te viene todo eso?
– Siempre he sabido que valía para eso.
– Un auténtico truco de magia. Como si hubieses visto a otra persona dentro de mí. Como si supiese por fin quién soy yo.
Zoé se hizo una bola sobre la alfombra y, jugando con sus cordones, murmuró:
– A mí me gustaría también saber quién soy yo. Me lo haces, di, Hortense…
– ¿Hacerte qué? -preguntó Hortense, distraída, observando un último detalle en la vestimenta de Christine Barthillet.
– Lo que le has hecho a la señora Barthillet…
– Te lo prometo.
Zoé dio un salto de alegría y se colgó del cuello de Hortense, que se soltó de golpe.
– Aprende primero a comportarte, Zoé. No hay que demostrar nunca tus emociones. Mantén las distancias. Es la regla número uno para tener clase. El desdén… Mira a la gente desde arriba y te respetarán. Si no entiendes eso, no merece la pena salir.
Zoé se calmó y dio tres pasos atrás, interpretando el papel de orgullosa e indiferente.
– ¿Así? ¿Está bien?
– Tiene que ser natural, Zoé. Tienes que ser naturalmente desdeñosa. Es una actitud de dura.
Había pronunciado «actitud» articulando la palabra cuidadosamente.
– La actitud debe ser natural…
Zoé se tiró del pelo y soltó un suspiro rascándose el vientre.
– Es muy difícil…
– Exige trabajo, eso seguro -replicó Hortense con la punta de los labios.
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