Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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– No, no está loco. El reflexiona. Hace cuentas, calcula. Un libro cuesta ocho mil euros imprimirlo; a partir de quince mil ejemplares habrá cubierto su inversión. Gastos de publicación y anticipo incluidos. Dice, y esto tienes que escucharlo, Jo, dice que con mis relaciones, mi aspecto, mis grandes ojos azules, mi sentido de la réplica, voy a seducir a los medios de comunicación, y el libro navegará sobre la ola del éxito. Dijo eso, palabra por palabra.

– Sí, pero… -protestó Joséphine cada vez con más debilidad.

– Tú, escríbelo… Conoces el tema de memoria, jugarás con los hechos históricos, los detalles de la época, el vocabulario, los personajes… ¡Te va a encantar! Para ti será un juego de niños. Y en seis meses, escúchame bien, Jo, ¡en seis meses te metes cincuenta mil euros en el bolsillo! ¡Y se acabaron tus preocupaciones! Vuelves a tus viejos pergaminos, a tus poemas de François Villon, a tu lengua de oíl y a tu lengua de oc.

– ¡Lo estás mezclando todo! -la reprendió Joséphine.

– Me da igual mezclarlo todo. Yo sólo tendré que defender lo que tú habrás escrito. Lo hacemos una vez y lo olvidamos…

Joséphine sintió un cosquilleo de placer en la base del plexo. ¡Cincuenta mil euros! Con lo que poder pagar… Hizo un cálculo rápido… ¡por lo menos treinta meses! ¡Treinta meses de respiro! Treinta meses en los que podría dormir por las noches y contar historias durante el día, a ella le gustaba contar historias a las niñas cuando eran pequeñas, sabía cómo hacer aparecer a Rollon y a Arturo y a Enrique y Leonor y Enide. Hacerlos girar en los bailes, los torneos, las batallas, los castillos, los complots…

I Una sola vez? ¿Seguro?

– Una sola vez. Que me coma el gran Cruc.

Cuando el tren se detuvo en la estación de Lyon, Lyon-Perra-che, tres minutos de parada, Joséphine suspiró: «Sí, pero sólo una vez, ¿eh? Iris, ¿me lo prometes?».

Iris lo prometió. «Sólo una vez. Cruz de madera, cruz de hierro, si miento voy al infierno…».

TERCERA PARTE

¡Así que tendría que ponerse a escribir!

Ya no podía echarse atrás. Apenas había dicho sí en la estación de Lyon-Perrache, Lyon Perrache tres minutos de parada, e Iris había murmurado: «Gracias, hermanita, me sacas de un auténtico atolladero, no puedes hacerte la idea. Mi vida es un fracaso, un auténtico fracaso, pero es demasiado tarde, no puedo dar marcha atrás, tengo que salvar lo que me queda, acomodarlo de forma más o menos vistosa, pero tengo que hacerme a la idea, sólo recupero los restos. Es poco glorioso, ciertamente, pero así estoy».

La había besado, después se había recuperado volviéndola a ahogar en sus ojos azules oscurecidos por negras sombras:

– Te estás volviendo guapa, Joséphine, cada día más guapa, te sientan muy bien esas mechas rubias, ¿estás enamorada? ¿No? No va a tardar, te predigo la belleza, el talento, la fortuna -había añadido chasqueando los dedos como si realizase un sortilegio-. Vas a tomar el relevo. Yo recibí mucho cuando nací, más que tú, es cierto, pero he exprimido la vida como a un limón y sólo me queda una vieja cascara a la que intento devolver el gusto. Hubo un tiempo en el que esperaba dirigir, escribir. Recuerdas, Jo… hace mucho tiempo, tenía talento… Decían, Iris está dotada, es una artista, llegará lejos, va a triunfar en Hollywood. ¡Hollywood! -hizo una mueca amarga-. ¡He caído hasta Bécon-les-Bruyères! Debo rendirme a la evidencia: quizás esté dotada, pero no tengo fuerzas. Entre la idea y la realización hay un foso que no puedo atravesar, me quedo atontada sobre el borde, la mirada fija en el vacío. Tengo ganas de escribir, unas ganas terribles, me vienen a la cabeza principios de relatos, pero cuando intento expresarlos con palabras, huyen sobre sus patitas pegajosas como cucarachas asquerosas. Sin embargo, tú sabrás atraparlas, alinearlas en hermosas frases sin que parezca que salen huyendo. Cuentas tan bien las historias… Recuerdo las cartas que me enviabas cuando pasabas las vacaciones en un campamento, se las leía a mis amigas. ¡Te habían bautizado Madame de Sévigné!

Emocionada por el abandono que sufría Iris, excitada por sus predicciones, Joséphine se sentía importante. Importante pero, no podía impedir pensarlo, amenazada. El tono grandilocuente de Iris la hacía dejarse llevar y, al mismo tiempo, hacía sonar la alarma: ¿sería lo bastante fuerte como para interpretar su papel de negro? Sabía escribir una tesis, conferencias, textos universitarios, le gustaba contar historias, pero había una gran diferencia entre las epopeyas que relataba a los pies de la cama de sus hijas y la novela histórica que Iris le había prometido a su editor. «Por la intendencia no te preocupes», había continuado Iris, sacándola de su estupor. «Te compraré un ordenador, haré que te instalen Internet». Jo había protestado: «No, no, no me des nada hasta que no haya hecho la prueba». Iris había insistido y Jo, una vez más, había cedido.

Y, ahora, había que pasar a los hechos.

Miró el ordenador, un bonito portátil blanco que esperaba con las fauces abiertas sobre la mesa de la cocina repleta de libros, facturas, rotuladores, bolis, hojas de papel, migas del desayuno; su mirada se clavó en el redondel amarillo dejado por la tetera, la tapa del bote de mermelada de albaricoque, una servilleta enrollada como una culebra blanca… Tendría que hacer sitio para escribir. Apartar su tesis. Harían falta tantas cosas, tantas, suspiró, cansada de repente ante la idea del esfuerzo que debía realizar. ¿Cómo decidir el tema de un libro? ¿Cómo crear los personajes? ¿Y el argumento? ¿Y la trama? ¿Debe proceder de los acontecimientos externos o de los personajes? ¿Cómo empezar un capítulo? ¿Cómo ordenarlo? ¿Debería hojear sus trabajos e investigaciones, convocar al elenco de Rollon, Guillermo el Conquistador, Ricardo Corazón de León, Enrique II, pedir al espíritu de Chrétien de Troyes que descienda sobre ella? ¿O inspirarse en Shirley, en Hortense, en Iris, en Philippe, Antoine y Mylène, vestirles con un yelmo, un capirote, un par de polainas o de zuecos y meterles dentro de una granja o de un castillo? El decorado cambia, los vaivenes del corazón perduran. El corazón late de la misma forma dentro de Leonor, de Escarlata o de Madonna. El corte de los vestidos y las cotas de malla se cubren de polvo, pero los sentimientos permanecen. ¿Por dónde empezar?, se repetía Joséphine observando la intensidad de la luz de ese mes de enero descender suavemente hasta la cocina, alumbrar con un pálido resplandor el borde de la pila y morir en el desagüe. ¿Existe un libro que ofrezca recetas para escribir? Medio kilo de amor, trescientos gramos de aventuras, seiscientos gramos de referencias históricas, un kilo de sudor… déjese cocer a fuego lento, en horno caliente, saltear, remover para que no se pegue, evítense los grumos, déjese reposar, tres meses, seis meses, un año. Stendhal, por lo que se dice, escribió La cartuja de Parma en tres semanas, Simenon finiquitaba sus novelas en diez días. ¿Pero cuánto tiempo antes habían pasado engendrándolas y nutriéndolas al levantarse, al ponerse los pantalones, bebiendo un café, recogiendo el correo, mirando la luz de la mañana posarse sobre la mesa del desayuno, contando las motas de polvo en un rayo de sol? Dejar el tiempo en infusión. Encontrar su propio modo de empleo. Beber café como Balzac. Escribir de pie como Hemingway. Aislada como Colette cuando Willy la encerraba. Investigar como Zola. Tomar opio, tintorro, hachís. Chillar como Flaubert. Correr, divagar, dormir. O no dormir, como Proust. ¿Y yo? El hule de la mesa de la cocina, el cara a cara con la pila, la tetera, el tictac del reloj, las migas del desayuno y las letras a pagar. Léautaud decía «escribid como si escribieseis una carta, no releáis, no me gusta la gran literatura, sólo me gusta la conversación escrita». ¿A quién podría enviarle una carta? No tengo amante que me espere en el parque. Ya no tengo marido. Mi mejor amiga vive en el mismo descansillo.

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