Joséphine le dio un codazo en las costillas y Shirley lanzó un grito de sorpresa.
– ¡No toques a la mujer kárate o lo vas a pasar mal!
– Y tú, deja de ver maldad en todo.
A Joséphine le hubiese gustado detener el tiempo, quedarse con ese momento de felicidad y guardarlo en una botella. La felicidad, pensó, está hecha de pequeñas cosas. Siempre se la espera con mayúsculas, pero llega a nosotros de puntillas y puede pasar bajo nuestras narices sin darnos cuenta. Esta noche, la había agarrado y no la soltaba. Por la ventana, percibió las estrellas en el cielo y tendió su vaso hacia ellas.
Hubo que volver a casa y acostarse.
Estaban en el descansillo cuando la señora Barthillet vino a buscar a Max. Tenía los ojos enrojecidos y se excusó con que se le había metido polvo a la salida del metro. Max exhibió su billete de cien euros. La señora Barthillet dio las gracias a Shirley y Jo por haber cuidado de su hijo.
A Jo le costó mucho acostar a sus hijas. Daban saltos en sus camas y gritaban de alegría por la partida al día siguiente hacia Megéve. Zoé quiso verificar diez veces que su maleta estaba bien hecha, que no había olvidado nada. Jo consiguió por fin atraparla, hacer que se pusiese el pijama y acostarla. «¡Estoy plof, mamá, completamente plof!». Había bebido demasiado champán.
En el cuarto de baño, Hortense se limpiaba la cara con leche desmaquillante que le había comprado Iris. Pasaba y repasaba el algodón sobre su piel e inspeccionaba las impurezas recogidas. Hortense se volvió y preguntó:
– Mamá. Todos esos regalos, ¿eres tú la que los ha pagado? ¿Con tu dinero?
Joséphine asintió.
– Pero entonces, mamá, ¿ahora somos ricas?
Joséphine estalló de risa y se sentó en el borde de la bañera.
– He encontrado un nuevo trabajo: hago traducciones. Pero chissst, es un secreto, no hay que decírselo a nadie. Si no se acabó. ¿Prometido?
Hortense le tendió la mano y repitió prometido.
– Me han dado ocho mil euros por la traducción de una biografía de Audrey Hepburn y quizás obtenga muchas más…
– ¿Y tendremos mucho dinero?
– Tendremos mucho dinero.
– ¿Y podré tener un portátil? -preguntó Hortense.
– Quizás -dijo Joséphine, feliz de ver un brillo de alegría en los ojos de su hija.
– ¿Y nos cambiaremos de casa?
– ¿Tanto te fastidia vivir aquí?
– Ay, mamá, ¡es tan vulgar! ¿Cómo quieres que haga relaciones aquí?
– Tenemos amigos. Mira la velada tan formidable que acabamos de pasar. ¡Vale todo el oro del mundo!
Hortense arrugó el semblante.
– A mí me gustaría vivir en París, en un buen barrio… Ya sabes, tener relaciones es tan importante como los estudios que se hacen.
Estaba fresca, alta y hermosa en su pequeña camiseta de tirantes y su pantalón de pijama rosa. Todo en su rostro indicaba seriedad y determinación. Jo se oyó decir:
– Te prometo, cariño, que, cuando haya ganado suficiente dinero, iremos a vivir a París.
Hortense soltó el algodón y se lanzó a abrazar a su madre.
– ¡Ay, mamá, mi mamaíta querida! ¡Cómo me gusta cuando eres así! ¡Cuando eres fuerte! ¡Decidida! De hecho, no te lo había dicho: te sienta muy bien tu nuevo peinado y tus mechas. ¡Estás muy guapa! Como una flor…
– ¿Me quieres un poco entonces? -preguntó Joséphine, intentando parecer despreocupada y no estar implorando.
– Ay, mamá, te quiero con locura cuando eres una ganadora. No soporto cuando eres una cosita triste, inexistente. Me pone de los nervios… peor aún, me da miedo. Me digo que nos vamos a hundir.
– ¿Cómo?
– Me digo que al primer gran problema vas a flaquear, y eso me aterroriza.
– Te voy a prometer algo, mi niña querida, no nos vamos a hundir. Voy a trabajar como una loca, ganar mucho dinero y nunca más tendrás miedo.
Joséphine abrazó el cuerpo cálido y suave de su hija y se dijo que, ese momento, ese momento de intimidad y amor con Hortense, era el mejor regalo de Navidad.
* * *
Al día siguiente, sobre el andén F de la estación de Lyon, el andén donde estaba estacionado el tren 6745 en dirección Lyon, Annecy, Sallanches, a Zoé le dolía la cabeza, Hortense bostezaba y Joséphine enarbolaba una nariz violeta, verde y amarilla. Estaban esperando sobre el andén, con los billetes confirmados en la mano, a que Iris y Alexandre se unieran a ellas.
Esperaban con las manos agarrando el asa de sus maletas, por miedo a que se las robaran, y recibiendo los empujones de los pasajeros apresurados. Esperaban atentas a la gran aguja del reloj que avanzaba inexorablemente hacia la hora de salida.
Dentro de diez minutos el tren partiría. Joséphine giraba la cabeza en todos los sentidos, esperando atrapar al vuelo la imagen de su hermana acompañada del pequeño Alexandre corriendo hacia ellas. No fue esa imagen tranquilizadora la que vio, sino otra que fijó con actitud de perro de presa.
Volvió la cabeza rogando al cielo para que sus hijas no vieran lo que ella acababa de ver: a Chef sobre el mismo andén que ellas besando en la boca a Josiane, su secretaria, y ayudándola después a montar en el tren con mil recomendaciones, ruidos de besos y delicadezas. Es ridículo, pensó Joséphine, ¡se diría que lleva el santo sacramento! Giró una vez más la cabeza para comprobar que no era una alucinación y sorprendió de nuevo a su padrastro subiendo los escalones del tren detrás de la generosa Josiane.
Ordenó pues una movilización general, diciendo a las niñas que montasen rápidamente en el vagón 33 que estaba en la cabecera del andén.
– ¿No esperamos a Iris y Alexandre? -preguntó Zoé gruñendo. Me duele la cabeza mamá, ayer bebí demasiado champán.
– Los esperaremos en el interior. Tienen sus asientos, nos encontrarán. Venga, vamos, ordenó Jo con voz firme.
– ¿Y Philippe no viene? -se inquietó Hortense.
– Se reunirá con nosotros mañana, tiene trabajo.
Arrastrando las maletas, descifrando el número de los vagones que pasaban, se alejaron del sitio fatal donde Chef abrazaba a Josiane.
Jo se volvió una última vez para percibir de lejos a Iris y Alexandre, que llegaban corriendo como locos.
Se instalaron en sus asientos en el momento que el tren se ponía en marcha. Hortense se quitó su plumífero, lo dobló cuidadosamente y lo colocó perfectamente en el lugar reservado para los abrigos. Zoé y Alexandre comenzaron a contarse inmediatamente la velada de ayer con grandes gestos, lo que exasperó a Iris que les reprimió severamente.
– Van a terminar idiotas, te lo juro. Pero ¿qué te ha pasado? ¡Estás desfigurada! ¿Has hecho judo? Ya no tienes edad, ¿sabes?
Cuando el tren arrancó, tomó a Jo aparte y le dijo:
– Ven, vamos a tomar un café.
– ¿Ahora mismo? -preguntó Jo temiendo encontrar a Josiane y a Chef en el vagón restaurante.
– Tengo que decirte algo importante. ¡Cuanto antes!
– Pero podemos hablar y quedarnos en nuestro sitio.
– No -ordenó Iris entre dientes-. No quiero que lo oigan los niños.
Jo recordó entonces que Chef y su madre pasaban las Navidades en París. Así que no había montado en el tren. Se resignó a seguir a Iris. Se iba a perder su tramo preferido: cuando el tren atravesaba las afueras de París, se hundía como una flecha de acero en un camino de marquesinas y pequeñas estaciones aumentando su velocidad. Ella intentaba descifrar el nombre de las estaciones. Al principio lo conseguía, después se saltaba la mitad de las letras, la cabeza le daba vueltas y no leía nada. Entonces cerraba los ojos y se dejaba llevar: el viaje podía comenzar.
Apoyadas en la barra del vagón restaurante, Iris daba vueltas y vueltas a la cucharita de plástico dentro de su café.
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