– Sí -respondió Iris, preocupada-. En efecto, quizás sea lo mejor.
Quedaba, sin embargo, una pregunta que no se atrevía a hacer y que le quemaba en los labios. Dudó. Bebió un trago de agua.
– Me gustará preguntarle -comenzó balbuceando-. Me gustaría saber si… si tuvieron gestos…
– ¿Gestos físicos, dejando adivinar intimidad entre ellos?
– Sí -tragó Iris, avergonzada por plantear sus dudas ante un perfecto desconocido.
– Ninguno, pero sí existía auténtica complicidad. Hablaron de una forma que parecía directa, precisa. Cada uno parecía saber exactamente lo que esperaba del otro.
– Pero ¿por qué mi marido le dio dinero?
– No tengo ni idea, señora. Necesitaría más tiempo para saberlo.
Iris levantó la mirada hacia el reloj del café. Las seis y cuarto. Ya no sabría más. La invadió un enorme desaliento. Se sentía a la vez decepcionada y aliviada de no haberse enterado de nada. Sentía la amenaza de un peligro a su alrededor.
– Creo que necesito reflexionar -murmuró.
– Perfecto, señora. Quedo a su disposición. Si quiere usted seguir, llame a la agencia, volverán a asignarme el asunto.
Apuró su vaso, chascó varias veces la lengua como si probara un buen vino y, con aspecto satisfecho, añadió:
– En espera de sus noticias, le deseo a usted felices fiestas y…
– Muchas gracias -le interrumpió Iris sin mirarle-. Muchas gracias…
Le tendió la mano, distraída, y le vio alejarse.
Ayer por la noche, Philippe había vuelto a dormir con ella. Había dicho simplemente: «Creo que Alexandre está preocupado, no es bueno para él que nos vea dormir separados».
El silencio puede ser signo de una gran alegría para la que no se encuentran palabras. A veces es también una forma de demostrar desprecio. Es lo que había sentido Iris la víspera. El desprecio de Philippe, por primera vez en su vida.
Vio el sombrero escocés doblar la esquina de la calle y se dijo que necesitaba reconquistar la estima de su marido a cualquier precio.
* * *
Eran las seis y media cuando Joséphine y Shirley salieron de la peluquería. Shirley agarró a Jo del brazo y la forzó a mirarse en el escaparate de una tienda Conforama, iluminado por un gran neón rojo que desplegaba las letras de la marca de muebles.
– ¿Quieres que compre una cama o un armario? -preguntó Joséphine.
– Quiero que veas lo guapa que estás.
Joséphine miró el reflejo que le devolvía el escaparate y tuvo que reconocer que no estaba nada mal. La peluquera le había dado más luminosidad a su pelo, que tenía un aspecto más joven. Inmediatamente pensó en el hombre de la parka y se dijo que quizás, si volvía a la biblioteca, la invitaría a tomar un café.
– Es verdad… has tenido una buena idea. No voy nunca a la peluquería. Es tirar el dinero…
E inmediatamente se arrepintió de haber pronunciado esas palabras, pues el espectro del dinero que le iba a faltar la cogió por la garganta y la hizo estremecerse.
– ¿Y yo? ¿Qué te parezco? -dijo Shirley girando sobre sí misma y retocándose sus rizos platino.
Había levantado el cuello de su largo abrigo y giraba con los brazos en corola y la cabeza vuelta como una bailarina graciosa y frágil.
– Oh, yo siempre te encuentro guapa. Bella hasta seducir a todos los santos del calendario -respondió Jo para alejar de su mente el espectro de la bancarrota.
Shirley se echó a reír y entonó un viejo éxito de Queen, dando saltos por la calle: « We are the champions, my friend, we are the champions of the world… We are the champions, we are the champions!». Se puso a bailar por las calles desiertas, rodeadas de edificios grises y fríos. Saltaba con sus largas piernas, rebotando, dislocando sus caderas, simulaba tocar una guitarra eléctrica y expresaba cantando su alegría por haber embellecido a Joséphine.
– De ahora en adelante, te pago la peluquería una vez al mes.
Una ráfaga de viento helado vino a interrumpir su número musical. Cogió el brazo de Jo para entrar en calor. Caminaron un rato sin decir nada. Había anochecido y los pocos peatones con los que se cruzaban avanzaban a ciegas, la cabeza gacha, con prisas por llegar a sus casas.
– No es esta noche cuando podrás comprobar si gustas -murmuró Shirley-, todos van mirándose los zapatos.
– ¿Crees que el hombre de la parka me va a mirar? -preguntó Jo.
– Si no te ve, es que tiene los ojos llenos de mierda.
Había contestado con un tono tan categórico que Joséphine se sintió henchida de felicidad. ¿Es posible que me haya vuelto guapa? Se preguntó buscando un escaparate para contemplarse.
Estrechó el brazo de su amiga contra ella. Y, ya que por primera vez en su vida se sentía guapa, encontró valor.
– Dime Shirley… ¿puedo hacerte una pregunta? Una pregunta un poco personal. Si no quieres responderme, no lo hagas…
– Venga, suéltalo.
– Es algo indiscreto, te aviso. No quiero que te enfades.
– Oh, Joséphine, come on.
– Bueno, entonces, me lanzo. ¿Por qué no hay un hombre en tu vida?
Apenas hizo la pregunta, se arrepintió. Shirley retiró su brazo de un golpe seco y se ensombreció. Dio un salto a un lado y continuó avanzando a grandes zancadas, distanciándose rápidamente de Jo.
Joséphine se vio obligada a correr para alcanzarla.
– Lo siento, Shirley, lo siento… no debía, pero, entiéndelo, eres tan hermosa, y al verte siempre sola, yo…
– Hace tiempo que temo que me hagas esa pregunta.
– No estás obligada a responderme, te lo aseguro.
– ¡Y no te responderé! ¿De acuerdo?
– De acuerdo.
Una nueva ráfaga de viento las golpeó en pleno rostro y se estremecieron a la vez, juntándose la una contra la otra.
– Es siniestro -protestó Shirley-. Se diría que hoy es el día del juicio final.
Joséphine se forzó a reír para disipar el malestar entre ellas.
– Tienes razón. Podrían poner algo más de iluminación por aquí, ¿no? Habría que quejarse al ayuntamiento…
Decía cualquier cosa para cambiar el humor de su amiga.
– Otra pregunta pues… Más anodina.
Shirley gruñó algo que Joséphine no entendió.
– ¿Por qué llevas el pelo tan corto?
– Tampoco voy a responderte.
– Ah… Esa no era una pregunta indiscreta.
– No, pero tiene una relación directa con tu primera pregunta.
– Oh. Lo siento… Me callo.
– Si es para hacer otras preguntas así, será lo mejor.
Continuaron caminando en silencio. Joséphine se mordía la lengua. Siempre es así, cuando mejor se siente uno, se envalentona y suelta una tontería. Hubiera hecho mejor callándome.
Perdida en sus pensamientos, no vio que Shirley se había parado y chocó contra ella.
– ¿Quieres que te diga una cosa, Jo? Sólo una… I give you a hint…
Jo asintió con la cabeza, agradecida de que Shirley no estuviese enfadada.
– El pelo largo y rubio trae mala suerte. Arréglatelas con eso.
Y retomó su marcha en solitario.
Joséphine la siguió, dejándola caminar unos metros por delante. El pelo largo y rubio trae mala suerte. ¿Había traído mala suerte a Shirley? La imaginó adolescente con una larga cabellera rubia y todos los chicos de su pueblo espiándola, siguiéndola, acosándola. Su larga cabellera rubia flotaba al viento como un estandarte que provocaba avidez, deseo. Se lo había cortado.
Fue entonces cuando, sin que los hubiesen visto llegar, surgieron tres chicos que se lanzaron sobre ellas y les arrancaron los bolsos. Jo recibió un violento puñetazo y gimió, llevándose la mano a la nariz que le parecía que sangraba. Shirley vociferó una retahíla de insultos en inglés y fue en su persecución. Jo asistió, atónita, a la paliza que les dio Shirley. Sola contra tres. En una tormenta de empujones, patadas y puñetazos, los tiró al suelo lanzando sobre ellos una violencia inusitada. Uno de los tres blandió un cuchillo y Shirley, golpeándole con todas sus fuerzas con la punta del pie, lo envió lejos.
Читать дальше