– No tienes más que leer mis trabajos. Puedo prestarte mis notas si quieres. ¡Yo tengo muchas ideas para novelas! El siglo XII rebosa de historias novelescas…
– No te rías. Soy incapaz de escribir una novela. Me muero de ganas pero no consigo juntar más de cinco líneas.
– ¿Lo has intentado realmente?
– Sí. Desde hace tres o cuatro meses, y el resultado: tres o cuatro líneas. ¡Estoy lejos de alcanzarlo! -soltó una risa sarcástica-. ¡No! Lo que tengo que hacer es aparentar el tiempo suficiente para que esa historia se olvide. Hacer como si, simular que trabajo duro, y después un día llego y digo que lo he tirado todo, que era demasiado malo.
Joséphine miraba a su hermana y no comprendía. Iris la hermosa, la inteligente, la magnífica, había mentido para construirse una legitimidad. La observó un buen rato, estupefacta, como si descubriese otra mujer detrás del personaje orgulloso y determinado que conocía. Iris había bajado la cabeza y cortaba su tarta de manzana en pequeños trozos regulares que seguidamente empujaba hasta el borde del plato. No es extraño que no engorde si come así, pensó Jo.
– ¿Piensas que soy ridícula? -dijo Iris-. Venga, dilo. Tendrás razón.
– No, no… Sólo me extraña. Confiesa que es sorprendente por tu parte.
– Pues, sí. Es sorprendente, pero no vamos a hacer un drama. Me las arreglaré. Les contaré cualquier cosa. ¡No será la primera vez!
Joséphine se echó hacia atrás.
– ¿Qué quieres decir? No es la primera vez que… ¿mientes?
Iris lanzó una risa sarcástica.
– ¿Que miento? ¡Qué palabra más grandilocuente! Tiene razón, Hortense. Qué tontita puedes llegar a ser. No sabes nada de la vida, mi pobre Jo. O tu vida es tan simple que resulta alarmante. Para ti existen el bien y el mal, el blanco y el negro, los buenos y los malos, el vicio y la virtud. ¡Ay! ¡Es más simple así! Enseguida se sabe a quién se enfrenta uno.
Joséphine bajó la mirada, herida. No encontró palabras para defenderse. No las necesitó, pues Iris prosiguió con voz virulenta:
– No es la primera vez que estoy con la mierda al cuello, ¡pobre ingenua!
Había un tono malvado en su voz. Desprecio y también enfado. Joséphine no había escuchado nunca esa entonación rencorosa en la voz de su hermana. Pero lo que más la impresionó fue la nota celosa que creyó percibir. Imperceptible, casi indetectable, una nota que aparece y desaparece pero, sin embargo, presente. ¿Iris celosa de ella? Imposible, se dijo Joséphine. ¡Imposible! Se sintió mal por haber pensado eso… e intentó compensarlo.
– ¡Te ayudaré! Te encontraré una historia que contar. La próxima vez que veas a tu editor, vas a abrumarle con tu cultura medieval.
– ¿Ah, sí? ¿Y cómo lo haré según tú? -se rio Iris aplastando su trozo de tarta bajo el tenedor de postre.
No se ha comido ni una miga, pensó Jo. La ha cortado en trocitos y los ha esparcido alrededor del plato. No come, asesina la comida.
– ¿Cómo podría abrumar a un hombre culto con toda mi ignorancia?
– ¡Escúchame! ¿Conoces la historia de Rollon, el jefe de los normandos, que era tan alto que, cuando montaba a caballo, sus pies llegaban hasta el suelo?
– Nunca oí hablar de él.
– Era un caminante infatigable y un gran navegante. Procedía de Noruega y sembraba el terror. Proclamaba que sólo había paraíso para los guerreros muertos en combate. ¿No te dice nada? Puedes construir algo alrededor de un personaje como él. ¡Es él el que fundó la Normandía!
Iris se encogió de hombros y suspiró.
– No llegaré muy lejos. No sé nada de esa época.
– O podrías decirle que el título de la novela Lo que el viento se llevó, ya sabes, el libro de Margaret Mitchell, procede de un poema de François Villon…
– ¿Ah, sí?
– Lo que el viento se llevó… es un verso sacado de un soneto de François Villon.
Joséphine habría hecho cualquier cosa para devolver una sonrisa al rostro hostil y tenso de su hermana. Habría dado volteretas, se habría echado el plato de tarta de manzana sobre la cabeza para que su hermana volviese a sonreír y sus ojos se llenaran de azul sin el negro con el que se ensuciaban. Se puso a recitar, extendiendo la manga de su albornoz blanco a la manera de un tribuno romano arengando a las masas:
Príncipes a la muerte están destinados
y cualquier otro que esté vivo
ya estén tristes o irritados serán
lo que el viento se llevó.
Iris sonrió débilmente y la miró con curiosidad.
Joséphine se había transfigurado. Emanaba de ella una suave luz que la aureolaba con un encanto indefinible. De pronto se había convertido en otra persona, sabia y segura, dulce y confiada, ¡tan distinta de la Joséphine que conocía! Iris la miró con envidia. Un destello rápido que se desvaneció tan pronto como vino, pero que Jo tuvo tiempo de percibir.
– Vuelve a la Tierra, Jo. François Villon les importa un bledo.
Joséphine calló y suspiró:
– Sólo quería ayudarte.
– Lo sé, es muy amable de tu parte. Eres buena, Jo. Estás completamente fuera de juego, pero eres buena.
De vuelta al punto de partida, pensó Joséphine. Soy de nuevo la torpe… Sólo quería ayudarte. Una lástima.
Una lástima para ella.
Y, sin embargo, existía ese despecho, ese tono de celos en la voz de Iris que estaba segura de haber oído. ¡Dos veces en pocos segundos! No soy tan desastre como parece si me tiene envidia, pensó incorporándose, no tan desastre… Y, además, no he pedido tarta de manzana. Ya he perdido cien gramos por lo menos.
Lanzó una mirada triunfante a su alrededor. ¡Me tiene envidia, me tiene envidia! Poseo algo que ella no tiene y que le gustaría tener. Lo he sentido durante una milésima de segundo en un brillo de su mirada, un tono de su voz. Y todo este lujo, estas palmeras en macetas, todas estas paredes de mármol blanco, todos estos reflejos azulados que recorren los ventanales de cristal, esas mujeres en albornoz blanco que se estiran haciendo tintinear sus brazaletes no me importan nada. No cambiaría mi vida por ninguna otra en el mundo. ¡Enviadme a los siglos x, xi y XII! Revivo, me vuelven los colores, me estiro, salto sin silla de montar tras Rollon el gigante y huyo con él agarrada a su cintura… Guerreo a su lado a lo largo de las costas normandas, amplío sus dominios hasta la bahía del Mont-Saint-Michel, adopto a su bastardo, le educo y se convierte en Guillermo el Conquistador.
Oyó sonar las trompetas de la coronación de Guillermo y enrojeció.
O quizás…
Me llamo Arlette, la madre de Guillermo. Lavo la ropa en la fuente de Falaise cuando Rollon, Rollon el gigante, me ve, me secuestra, me desposa y me preña. De simple lavandera me convierto en casi reina.
O quizás…
Levantó el borde de su albornoz como se levanta una falda. Me llamo Matilde, hija de Balduino, conde de Flandes, que se casó con Guillermo. Me gusta la historia de Matilde, es más novelesca. ¡Matilde amó a Guillermo hasta el día de su muerte! Era raro en aquella época. Y él la amó también. Hicieron construir dos abadías, la abadía de los Hombres y la de las Mujeres, a las puertas de Caen, para dar gracias a Dios por su amor.
Yo tendría historias que contar si un editor viniese a pedírmelas. ¡Cientos y miles! Sabría describir el cobre de las trompetas, el galope de los caballos, el sudor de las batallas, el labio que tiembla antes del primer beso… «La dulzura de los besos que son el cebo del amor».
Joséphine se estremeció. Sintió ganas de abrir sus cuadernos, de rebuscar entre sus notas, de encontrar la hermosa historia de aquellos siglos que la fascinaban.
Miró su reloj y decidió que era hora de volver a casa. «Tengo trabajo que hacer…», se dijo incorporándose. Iris levantó la cabeza y soltó un débil «¡ah!».
Читать дальше