– Antoine, ¡nos va a devorar!
– Que no… -dijo Antoine para calmarla-. Que no…
– ¿Has visto sus colmillos? -gritó Mylène.
El cocodrilo les miraba abriendo la boca, descubriendo unos dientes poderosos y acerados, y se aproximó a la cama tambaleándose.
– ¡Pong! -gritó Antoine-. Pong, ¿dónde estás?
El animal agarró la punta de la sábana blanca caída al suelo y, cogiéndola entre sus dientes, se puso a tirar y tirar de la sábana, arrastrando a Antoine y Mylène que se agarraban a los barrotes de la cama.
– ¡Pong! -gritó Antoine que perdía su sangre fría-. ¡Pong!
Mylène gritaba, gritaba tanto que el cocodrilo se puso a rugir y a hacer vibrar sus flancos.
– Mylène, ¡cállate! ¡Está soltando su grito de macho! Estás excitándole sexualmente, nos va a saltar encima.
Mylène se puso lívida y se mordió los labios.
– Ay, Antoine, vamos a morir.
– ¡Pong! -gritó Antoine, teniendo mucho cuidado de no moverse y de no dejarse invadir por el miedo-. ¡Pong!
El cocodrilo miraba a Mylène y emitía un extraño chillido que parecía proceder de su tórax. Antoine no pudo impedir ser presa de un ataque de risa.
– Mylène, creo que te está cortejando.
Mylène, furiosa, le dio una patada en la pantorrilla.
– Antoine, creía que siempre tenías un fusil debajo de la almohada…
– Lo tenía al principio, pero…
Fue interrumpido por unos pasos precipitados que subían las escaleras. Llamaron a la puerta. Era Pong. Antoine le pidió que se deshiciera del animal y tapó con la sábana el pecho de Mylène que Pong miraba fijamente simulando que bajaba los ojos.
– ¡Bambi! ¡Bambi! -chilló Pong, hablando de repente como una vieja china desdentada. Come here, my beautiful Bambi… Those people are friends!
El cocodrilo giró lentamente su cabeza cilíndrica de ojos amarillos hacia Pong, dudó un instante y, después, soltando un suspiro, hizo pivotar su cuerpo y reptó hasta míster Lee que le dio una palmadita y le acarició entre los ojos.
– Good boy, Bambi, good boy…
Después sacó un muslo de pollo del bolsillo de su pantalón y se lo tendió al animal, que lo atrapó con un golpe seco y brutal.
Eso fue demasiado para Mylène.
– Pong, take Bambi away! Out! Out! -chapurreó en su inglés.
– Yes, mame, yes… Come on, Bambi.
Y el cocodrilo, bailoteando, desapareció seguido de Pong.
Mylène, lívida y temblorosa, escrutó a Antoine con una larga mirada que significaba «no quiero ver NUNCA MÁS ese animal en la casa, lo has entendido, espero». Antoine asintió y, atrapando sus pantalones cortos y una camiseta, fue en busca de Pong y de Bambi.
Los encontró en la cocina con Ming, la mujer de Pong. Pong y Ming mantenían la mirada baja mientras que Bambi mordisqueaba el pie de la mesa a la que Pong había atado un esqueleto de pollo frito. Antoine había aprendido que no había que enfrentarse a un chino a la cara. Los chinos son muy sensibles, incluso susceptibles, y cada advertencia puede ser interpretada como una humillación que no olvidará durante mucho tiempo. Preguntó pues con suavidad a Pong de dónde venía ese animal, encantador ciertamente, pero amenazante y que, en todo caso, no tenía nada que hacer en la casa. Pong le contó la historia de Bambi, cuya madre había sido hallada muerta en el Boeing que los traía de Tailandia. No era más grande que un gran renacuajo, aseguró Pong, y tan hermoso, míster Tonio, tan hermoso… Pong y Ming se habían encariñado con el pequeño Bambi y le habían criado. Le habían alimentado con biberones de sopa de pescado y caldo de arroz. Bambi había crecido y nunca les había agredido. Mordisqueado a veces, pero era normal. Habitualmente vivía en un estanque, rodeado de un cercado, y no salía nunca. Esa mañana se había escapado. «Seguramente quería conocerle. No volverá a pasar. No le hará daño -prometió Pong-no lo tire a la laguna con los otros, se lo comerían, ¡se ha convertido en una cría de hombre!».
Como si no tuviese bastantes problemas, suspiró Antoine secándose. Eran las seis de la mañana y el sudor ya humedecía su frente. Hizo prometer a Pong que encerraría a Bambi con doble llave y que lo vigilaría. «No quiero que esto vuelva a pasar nunca más, Pong, ¡nunca más!». Pong sonrió y se inclinó agradeciéndole a Antoine su comprensión. «Nevermore, míster Tonio, nevermore!», graznó multiplicando sus inclinaciones de sumisión.
La plantación incluía varios departamentos. Estaba la crianza de pollos que servían para alimentar a los cocodrilos y a los empleados, la crianza de cocodrilos que partía de las barreras de coral y se extendía varias centenas de hectáreas en el interior dentro de las riberas acondicionadas, la conservera que recogía la carne de los cocodrilos y la enlataba, y la fábrica de transformación en la que las pieles de cocodrilo eran cortadas, curtidas, preparadas y reunidas con el fin de ser enviadas a China para transformarlas en bolsos de viaje, maletas, bolsos, tarjeteros y monederos grabados con los nombres de grandes peleteros franceses, italianos o americanos. Esta parte del negocio preocupaba a Antoine, que temía represalias internacionales si se descubría que el tráfico comenzaba en su plantación. Cuando había sido contratado por el propietario chino que había llegado de Pekín para conocerle en París, esta parte de su actividad le había sido ocultada. Yang Wei había insistido sobre todo en la cría, la producción de carne y de huevos que habría que organizar en las mejores condiciones financieras y sanitarias. Le había hablado de actividades «anexas» sin detallarlas, prometiéndole que ganaría un porcentaje de todo lo que saliese «vivo o muerto» de la plantación. «Dead or alive, míster Cortès! Dead or olive», sonrió con una gran sonrisa caníbal que dejaba entrever pingües beneficios para Antoine. Fue una vez allí cuando se había dado cuenta de que también era responsable de la fábrica de transformación de pieles.
Era demasiado tarde para protestar: ya estaba embarcado en esa aventura. Moral y financieramente.
Porque Antoine Cortès había visto las cosas a lo grande. Escaldado por su anterior fracaso en Gunman and Co., había invertido en el Croco Park. Se había prometido no volver a ser un simple asalariado, sino convertirse en un hombre con el que había que contar. Había comprado el diez por ciento del negocio. Para ello pidió un préstamo a su banco. Había ido a visitar al señor Faugeron, del departamento de crédito comercial, le había enseñado los planes de explotación de Croco Park, el perfil de beneficios en un año, dos años y cinco años, y había pedido prestados doscientos mil euros. El señor Faugeron había dudado, pero conocía a Antoine y Joséphine y presumía que, tras ese préstamo, se escondía la fortuna de Marcel Grobz y el prestigio de Philippe Dupin. Había aceptado prestar esa suma a Antoine. El primer reembolso debía haber tenido lugar el 15 de octubre último. Antoine no había podido realizarlo, pues su primera paga no había llegado aún. Problemas de intendencia, había explicado Yang Wei, con quien había podido hablar finalmente por teléfono tras varios intentos infructuosos, aquello no iba a tardar y, además, no olvide que si los resultados del primer trimestre son buenos disfrutará usted, en Navidad, de una gran prima en recompensa por sus primeros tres meses de duro trabajo. «You will be Superman! Ya que ustedes, los franceses, tener muchas ideas y nosotros, los chinos, muchos medios para realizarlas». Míster Wei había soltado una risa sonora. «Le reembolsaré las tres mensualidades en un solo pago -había prometido Antoine al señor Faugeron-, el 15 de diciembre lo más tardar». Había sentido en la voz del banquero su impaciencia y había empleado su tono más entusiasta para tranquilizarle. «No se preocupe, señor Faugeron, estamos haciendo un gran negocio. China se mueve y prospera. Es el país con el que hay que hacer negocios. Estoy firmando contratos que harían enrojecer a sus empleados. Cada día pasan por mis manos millones de dólares».
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