– Ya me encargo de recoger a las niñas, no te molestes. ¡Y gracias por todo!
Estaba deseando marcharse. Abandonar ese lugar donde todo, de pronto, le parecía falso y vano.
– ¡Vamos, niñas! ¡Nos marchamos! ¡Y nada de protestas!
Hortense y Zoé obedecieron sin rechistar, salieron del agua y fueron con ella hasta los vestuarios. Joséphine sintió que había crecido diez centímetros. Avanzaba bailando con la punta de los pies, hoyando como una soberana la espesa moqueta blanca inmaculada, barriendo con la mirada los espejos que le reenviaban su imagen. ¡Ja! Unos kilos menos y estaré fantástica. ¡Ja! Iris ha usado mis conocimientos para brillar en una cena parisina. ¡Ja! Si me lo pidiesen a mí, escribiría volúmenes de mil páginas. Pasó delante de la joven exquisita de la entrada y le dirigió una gran sonrisa victoriosa. ¡Feliz! Soy tan feliz. Si supiese lo que acababa de pasar. Ella tampoco podría evitar mirarme de otro modo.
Fue entonces cuando su albornoz se abrió y la joven la miró con dulzura y cariño.
– ¡Oh! No lo había visto…
– ¿No había visto qué?
– Que iba usted a tener un bebé. ¡La envidio tanto! Mi marido y yo intentamos tener uno desde hace tres años y…
Joséphine la miró estupefacta. Después sus ojos cayeron sobre su amplio talle y enrojeció. No se atrevió a sacar de su error a la exquisita joven que la miraba con ojos tan dulces y volvió a su cabina arrastrando los pies como si fueran de plomo.
Rollon y Guillermo el Conquistador pasaron sin mirarla. Arlette la lavandera se rio de ella en sus narices salpicándola con el agua del lavadero…
En la cabina de al lado, Zoé pensaba en lo hablado con Alexandre.
¡Iris y Philippe no podían separarse! Era todo lo que le quedaba como familia: un tío y una tía. Ella nunca había conocido a la familia de su padre. No tengo familia, susurraba su padre mientras le besaba en el cuello, mi única familia sois vosotras. Desde hacía seis meses no veía a Henriette. Tu mamá y ella se han enfadado un poco, explicaba Iris cuando le preguntaba el porqué. Estaba triste de no ver a Chef; le gustaba sentarse sobre sus rodillas y escuchar sus historias de cuando era un niño pobre en las calles de París, que limpiaba las chimeneas por unas monedas o pegaba con masilla cristales rotos.
Tenía que encontrar una idea genial para que Iris y Philippe siguieran juntos; hablaría de ello con Max Barthillet. Una amplia sonrisa se dibujó en su rostro. ¡Max Barthillet! Formaban un estupendo equipo, Max y ella. Él le enseñaba un montón de cosas. Gracias a él había dejado de ser una niñita tonta. Oyó la voz de su madre, impaciente y precipitada, que la llamaba, y gritó «sí, mamá, ya voy, ya voy…».
* * *
Un chillido despertó a Antoine Cortès. Mylène se agarraba fuertemente a él, presa de temblores, mostrando con el dedo algo sobre el suelo.
– ¡Antoine! ¡Mira allí! ¡Allí!
Se pegaba contra él, la boca crispada, los ojos completamente abiertos por el terror.
– Antoine, ¡aaahh!, Antoine, ¡haz algo!
A Antoine le costó despertarse. Aunque llevaba más de tres meses viviendo en Croco Park, cada mañana, en la somnolencia que seguía al ruido del despertador, buscaba la persiana de su habitación en Courbevoie y miraba a Mylène, extrañado al no ver a Joséphine con su camisón de florecillas azules, extrañado al no escuchar a sus hijas saltar sobre la cama gritando ¡levántate papá, levántate! Cada mañana debía hacer un esfuerzo de memoria. Estoy en Croco Park, en la costa oriental de Kenia, entre Malindi y Mombasa, y crío cocodrilos para una gran empresa china. He dejado a mi mujer y a mis dos niñas. Necesitaba repetirse esas palabras. Dejado a mi mujer, a mis dos niñas. Antes… Antes, cuando se iba, siempre volvía. Sus ausencias se parecían a unas vacaciones cortas. Hoy, se esforzaba en repetir Antoine, hoy crío cocodrilos y voy a ser rico, rico, rico. Cuando doble el volumen de negocio, habré doblado mi inversión. Vendrán a proponerme nuevas aventuras y yo elegiré, fumándome un gran cigarro, la que me permita ser aún más rico. Después volveré a Francia. Devolveré a Joséphine cien veces lo que le debo, vestiré a las niñas como princesitas rusas, les compraré a cada una de ellas una hermoso piso, y a vivir. Seremos una familia feliz y próspera.
Cuando sea rico…
Esa mañana no tuvo tiempo de terminar su sueño. Mylène batía las piernas, enviando al suelo toda la ropa de cama. Sus ojos buscaron el reloj para mirar la hora: ¡las cinco y media!
El despertador sonaba cada mañana a las seis, y a las siete en punto, sonaba el silbato de míster Lee para formar el equipo de obreros que trabajaría hasta las tres de la tarde. Sin interrupción. La plantación Croco Park funcionaba sin descanso; los ciento doce obreros estaban divididos en tres equipos, según los viejos principios de Taylor. Cada vez que Antoine pedía a míster Lee que organizase pausas en los horarios de los obreros, este le respondía: «But, sir, míster Taylor said…» y él sabía que era inútil discutir. A pesar del calor, de la humedad, del duro trabajo que hacían, los obreros no bajaban el ritmo. La mitad de ellos estaban casados. Vivían en cabañas de adobe. Quince días de vacaciones al año, ni uno más, ningún sindicato que los defendiese, setenta horas de trabajo por semana y cien euros de salario mensual, alojamiento y comida incluidos. «Good salary, míster Cortès, good salary. People are happy here! Very happy! They come from all China to work here! You don't change the organization, very had idea!». [2]
Antoine se había callado.
Cada mañana pues, se levantaba, tomaba una ducha, se afeitaba, se vestía y bajaba a tomar el desayuno preparado por Pong, su boy, quien, para agradarle, había aprendido algunas palabras de francés y le saludaba con un «Bien domido, míster Tonio, ¿bien domido? Breakfast is ready!». Mylène se volvía a dormir bajo la mosquitera. A las siete, Antoine se encontraba al lado de míster Lee, frente a los obreros que, firmes, recibían su hoja de trabajo para la jornada. Derechos como varas de incienso, sus pantalones cortos flotando sobre sus muslos de cerilla, una eterna sonrisa en los labios y una sola respuesta: «Yes, sir», con el mentón elevado hacia el cielo.
Esa mañana estaba escrito que las cosas no pasarían como de costumbre. Antoine hizo un esfuerzo y se despertó completamente.
– ¿Qué pasa, cariño? ¿Has tenido una pesadilla?
– Antoine… Allí, mira… ¡No estoy soñando! Me ha lamido la mano.
No había ni perros ni gatos en la plantación: a los chinos no les gustaban, terminaban siendo pasto de los cocodrilos. Mylène había recogido un gatito en la playa de Malindi, un precioso gatito blanco con dos orejitas puntiagudas y negras. Le había llamado Milú y le había comprado un collar de conchas blancas. Encontraron el collar flotando en el agua de un río de cocodrilos. Mylène había gemido de terror. «Antoine, ¡el gatito ha muerto! Lo han devorado».
– Vuelve a dormirte, querida, tenemos todavía un poco de tiempo…
Mylène clavó sus uñas en el cuello de Antoine y le obligó a despertarse. El hizo un esfuerzo, se frotó los ojos e, inclinándose por encima del hombro de Mylène divisó, sobre el parqué, un largo cocodrilo grueso y reluciente que los miraba fijamente con sus ojos amarillos.
– Ah -apuntó-, en efecto… Tenemos un problema. No te muevas, Mylène, ¡sobre todo no te muevas! Los cocodrilos atacan si te mueves. Si te quedas inmóvil, no te hará nada.
– Pero ¿no lo ves? ¡Nos está mirando fijamente!
– De momento, si no nos movemos, somos sus amigos.
Antoine observó al animal, que le clavaba sus delgados ojos amarillentos. Se estremeció. Mylène lo sintió y le sacudió.
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