– Todavía me quedan restos de mi bronceado de verano. No voy a parecer una endivia. -Seguía Hortense examinándose los brazos.
En cambio yo, pensó Jo, voy a ser la reina de las endivias.
Un coche salió justo delante de ella, así que frenó y puso el intermitente. Las niñas se pusieron a dar saltitos.
– Venga, mamá, venga… Aparca como una profesional.
Jo se aplicó y consiguió meterse sin problemas en la plaza vacante. Las niñas aplaudieron. Jo, sudando, se secó la frente.
Entrar en el hotel, enfrentarse a la mirada del personal que la juzgaría y seguramente se preguntaría qué hacía ella allí le provocó nuevamente sudores fríos. Pero se encontró siguiendo a Hortense, quien, perfectamente adaptada, le mostraba el camino cruzando miradas altivas a las libreas bordadas del personal del hotel.
– ¿Ya has estado aquí? -susurró Jo a Hortense.
– No, pero me imagino que la piscina debe de estar por ahí… en el sótano. Y si nos equivocamos, no importa. Daremos media vuelta. Después de todo, no son más que criados. Les pagan para informarnos.
Joséphine, confusa, se pegó a ella, arrastrando a Zoé que se detenía en las vitrinas donde brillaban las joyas, los bolsos, los relojes y los accesorios de lujo.
– Guau, mamá, ¡qué bonito! ¡Debe de ser carísimo! Si Max Barthillet viese eso, vendría a robarlo todo. Dice que cuando se es pobre, se puede robar a los ricos, ni siquiera se dan cuenta. ¡Y eso equilibra!
– Pero bueno -protestó Joséphine-, voy a terminar pensando que Hortense tiene razón y que Max es muy mala compañía.
– Mamá, mamá, mira, un huevo de diamantes. ¿Crees que lo ha puesto una gallina de diamantes?
En la entrada del club, una joven exquisita les preguntó sus nombres, consultó un gran cuaderno y les confirmó que la señora Dupin estaba esperándolas al borde de la piscina. Sobre la mesa ardía una vela perfumada. De los altavoces salía música clásica. Joséphine se miró los pies y se avergonzó de sus zapatos baratos. La joven les mostró el camino hacia los vestuarios deseándoles una buena tarde y se metieron cada una en su cabina.
Joséphine se desvistió. Frotando las marcas de su sujetador, doblándolo cuidadosamente, quitándose las medias, enrollándolas, guardando su camiseta, su jersey y su pantalón en su armario. Después sacó su bañador del estuche de plástico donde lo había guardado el mes de agosto y sintió una terrible angustia. Había engordado desde el verano, no estaba segura de que le sirviera. Tengo que adelgazar sin excusas, se sermoneó, ¡ya no me soporto! No se atrevió a mirar su barriga ni sus muslos ni sus pechos. Se puso el bañador a ciegas, mirando una lámpara camuflada en el techo de madera de la cabina. Tiró de los tirantes para alzar sus pechos, deshizo la arruga del bañador en sus caderas, frotó y frotó para borrar el exceso de grasa que la apesadumbraba. Finalmente bajó la mirada y percibió un albornoz blanco colgado en una percha. ¡Salvada!
Se puso las sandalias de tela blanca que encontró colocadas cerca del albornoz, cerró la puerta de la cabina y buscó a sus hijas con la mirada. Ya habían ido al encuentro de Alexandre e Iris.
Sobre una tumbona de madera, resplandeciente en su albornoz blanco, sus largos cabellos negros peinados hacia atrás, Iris descansaba con un libro sobre sus rodillas. Conversaba animadamente con una chica que daba la espalda a Jo. Una jovencita delgada, con un bikini minúsculo. Un bañador rojo con pedrería incrustada que brillaba como estrellas de la Vía Láctea. Nalgas redondeadas, dentro de un slip tan estrecho que Joséphine pensó que resultaba casi superfluo. ¡Dios, qué hermosa mujer! El talle estrecho, las piernas larguísimas, el porte perfecto y derecho, los cabellos recogidos en un moño improvisado… Todo en ella respiraba gracia y belleza, todo en ella estaba en perfecta armonía con el refinado decorado de la piscina cuya agua azulada dibujaba reflejos cambiantes en las paredes. Todos sus complejos emergieron y Joséphine apretó el nudo del cinturón de su albornoz. ¡Lo prometo! A partir de este momento, dejo de comer y hago abdominales todas las mañanas. Hubo un tiempo en el que fui una chica alta y delgada.
Divisó a Alexandre y Zoé en el agua y les hizo una seña con la mano. Alexandre quiso salir para saludarla, pero Jo le disuadió y volvió a meterse en el agua atrapando las piernas de Zoé que dio un grito de pánico.
La joven en bikini rojo se volvió y Jo reconoció a Hortense.
– Hortense, ¿pero qué llevas puesto?
– Pero bueno, mamá… Es un bañador. ¡Y no hables tan alto! Esto no es la piscina de Courbevoie.
– Hola, Joséphine -articuló Iris, incorporándose para interponerse entre madre e hija.
– Hola -eructó Joséphine que se volvió de nuevo hacia su hija-. Hortense, explícame de dónde viene ese bañador.
– Se lo compré yo este verano y no hay razón para ponerse en ese estado. Hortense está deslumbrante…
– ¡Hortense está indecente! ¡Y hasta nuevo aviso, Hortense es hija mía y no tuya!
– ¡Vamos, mamá! ¡Ya estamos con las palabras grandilocuentes!
– Hortense, ve a cambiarte inmediatamente.
– ¡Ni pensarlo! Porque tú te escondas dentro de un saco yo no me voy a disfrazar de mamarracho.
Hortense sostenía sin pestañear la mirada encolerizada de su madre. Unas mechas cobrizas se escapaban del pasador que sostenía su pelo y sus mejillas estaban enrojecidas, dándole un aire infantil que se contradecía con su vestimenta de mujer fatal. Joséphine no pudo impedir el sentirse herida por la pulla de su hija y perdió toda su seguridad. Balbuceó una respuesta inaudible.
– Vamos, chicas, calma -dijo Iris, sonriendo para distender la atmósfera-. Tu hija ha crecido, Joséphine, ya no es un bebé. Comprendo que eso te choque, pero no puedes hacer nada. A menos que la escondas entre dos diccionarios.
– Puedo impedirla exhibirse como lo hace.
– Está como la mayoría de las chicas de su edad… deslumbrante.
Joséphine se tambaleó y tuvo que sentarse en la tumbona cercana a Iris. Enfrentarse a su hermana y a su hija al mismo tiempo la superaba. Volvió la cabeza para contener las lágrimas de rabia e impotencia que le emergían. Siempre terminaba de la misma forma cuando se oponía a Hortense: perdiendo la compostura. Tenía miedo de ella, de su orgullo, del desprecio que demostraba hacia ella, pero, además, debía reconocerlo, Hortense a menudo tenía razón. Si ella hubiese salido de la cabina orgullosa de su cuerpo, a gusto dentro de su bañador, seguramente no habría reaccionado tan violentamente.
Permaneció un instante deshecha, temblorosa. Mirando fijamente los reflejos del agua de la piscina, fijándose sin verlas en las plantas de interior, las columnas de mármol blanco, los mosaicos azules. Después se incorporó, inspiró profundamente para aguantar las lágrimas, sólo faltaba hacer el ridículo y dar el espectáculo, y se volvió, dispuesta a enfrentarse a su hija.
Hortense se había alejado. En los escalones de la piscina, tanteaba el agua con la punta de los pies y se disponía a sumergirse.
– No deberías ponerte en ese estado ante ella. Pierdes toda autoridad -susurró Iris volviéndose de espaldas.
– ¡Ya me gustaría verte a ti! Se comporta conmigo de forma detestable.
– Es la adolescencia. Está en plena edad del pavo.
– Tiene buen plumaje la edad del pavo. Me trata como si fuese su sirvienta.
– Porque nunca te has defendido.
– ¿Cómo que nunca me he defendido?
– ¡Siempre has dejado que la gente te tratara como quería! No tienes ningún respeto por ti misma, entonces ¿cómo quieres que los demás te respeten?
Joséphine, estupefacta, escuchaba hablar a su hermana.
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