Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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Ella les había dejado a un lado de un golpe seco y se había acercado al nicho donde habían colocado la pequeña caja con las cenizas. Saltaron las alarmas. ¡En fin! Todo se había mezclado y la bañera se había desbordado: Marcel, mamá, Chaval, nadie, estoy sola, abandonada, sin dinero, sin perspectivas, fracasada. Tengo ocho años y espero el tortazo que me va a caer. Tengo ocho años y las nalgas que dicen bravo de tanto temblar de miedo. Tengo ocho años y el abuelo que entra sin hacer ruido en mi habitación cuando todo el mundo duerme. O hace que duerme porque les conviene más.

No era por su madre por la que lloraba sino por ella. Debió de ser concebida una noche de borrachera, siempre había tenido que arreglárselas sola y nunca había tenido infancia. Por culpa de esa que se estaban comiendo los gusanos y a la que le importaba un rábano que ella fuese violada, explotada o simplemente infeliz. ¡Menudo negocio! ¡Cuando tenga al rey Parné en el bolsillo, me acostaré en el diván de un charlatán y le hablaré de mis viejos! Ya veremos lo que dice.

De vuelta del cementerio, habían montado un festín. Corrían mares de vino tinto, salchichas y morcillas, pizzas y patés, Caprice des Dieux y figuritas de patata. Todos se acercaban a observarla, a escrutarla, a tomarle el pulso. «¿Qué tal? ¿Cómo es la vida en París?». «De lujo», decía, poniéndoles en las narices el diamante rodeado de rubíes que le había regalado Marcel. Estirando el cuello para que se percatasen del collar de treinta y una perlas cultivadas de los mares del sur con broche de diamantes y montura de platino. Se estiraba, se estiraba, se convertía en jirafa para hacerles cerrar la boca. «¿Ya qué te dedicas? ¿Te pagan bien? ¿Te trata bien el jefe?». «Mejor imposible», respondía apretando los dientes para impedir que la bañera se desbordase. Cada uno venía, por turno, haciendo las mismas preguntas, con las mismas respuestas, las mismas bocas abiertas que subrayaban la amplitud de su éxito. Babeaban de estupefacción y se servían una copa. ¡Joder! Los que decían que, aquí, incluso para ser cajera en el supermercado había que tener un enchufe. ¡Aquí no hay donde trabajar! Aquí se pregunta uno por dónde se ha ido la vida… Los viejos decían: «En mis tiempos empezábamos a los trece años, en cualquier sitio, en cualquiera, pero había trabajo; hoy no hay nada». Y se volvían a servir una copa. Pronto estarán borrachos como cubas y empezarán las canciones obscenas. Ella decidió marcharse antes de que comenzaran las estrofas alcoholizadas. No se sabía lo que iba a ocurrir cuando empezaban a empinar. Se peleaban, se desaliñaban, se empujaban, arreglaban cuentas familiares de hacía años, rompían los cuellos de las botellas para utilizarlas como armas.

Al cabo de un rato, su cabeza comenzó a darle vueltas y pidió que abriesen la ventana. «¿Por qué? ¿Estás mareada? ¿Te han preñado? ¿Sabes quién es el padre?». Estallaron las risas vulgares, un coro de risas en batería, disparadas en todas direcciones, subiendo y bajando de tono y dándose codazos como si fuesen a bailar el baile de los pajaritos. «Joder, se diría que soy vuestro único tema de conversación -se encaró antes de retomar aliento-, no tenéis nada más de que hablar… Es una suerte que haya venido porque os habríais aburrido como ostras!».

Se callaron molestos. «¡Ay! ¡No has cambiado nada! -le dijo el primo Paul-, siempre tan agresiva. ¡No me extraña que nadie te haya preñado! ¡No ha nacido aún el que se arriesgue a ello! ¡Veinte años de trabajos forzados encadenado a la estirada! ¡Habría que estar delirando o totalmente tarado!».

¡Un hijo! ¡Un hijo de Marcel! ¿Por qué no se le había ocurrido antes? Y encima soñaba con ello. No paraba nunca de hablar de quela Escoba había rechazado ese placer legítimo. A él se le humedecían los ojos cuando veía uno de esos angelotes que gateaban en los anuncios, llenos de papilla o de pañales malolientes.

El tiempo se detuvo y se volvió mayúsculo.

Los asistentes al banquete de morcillas se detuvieron como si hubiese pulsado la tecla pausa en el mando a distancia y las palabras tomaron forma. Un be-bé. Un be-bé. Un niño Jesús. Un pequeño y mofletudo Grobz. Con una cuchara de oro en la boca. ¿Qué digo una cuchara? ¡Una cubertería entera, sí! ¡Cubierto de oro de arriba abajo, el bebé! ¡Dios, qué pocas luces tenía! Eso es lo que necesitaba: recuperar a Chef, que le hiciese un bombo y ¡después sería inseparable! Una sonrisa angélica se esbozó en su rostro, su mentón cayó en beatitud y su pecho se expandió en olas temblorosas dentro de su sujetador, talla 105 C.

Dedicó una tierna mirada a sus primos y primas, sus hermanos y tíos, sus tías y sobrinas. ¡Cómo les quería por haberla dado esa idea luminosa! ¡Cómo amaba su mezquindad, su mediocridad, su jeta alcoholizada! Había vivido demasiado tiempo en París. Había adoptado costumbres de señoritinga. Había perdido el tranquillo. Olvidado la lucha de clases, de sexos y de monederos. Debería venir aquí más a menudo para recibir una formación continua. De vuelta a la vieja realidad: ¿cómo conservar a un hombre? Con un polichinela en el cajón. ¿Cómo había podido olvidar esa vieja receta milenaria que engendraba dinastías y llenaba cajas fuertes?

Estuvo a punto de abrazarles pero se contuvo, tomó un aire de damisela ofendida, «no, no, no se me ha ocurrido», pidió perdón por haberse dejado llevar, «es el recuerdo de mamá que me ha turbado. Tengo los nervios a flor de piel». Y como el primo Georges partía hacia Culmont-Chalindrey en coche, le pidió que la dejara allí, eso le ahorraría un transbordo.

«¿Ya te vas? ¿Apenas te hemos visto? Quédate a dormir aquí». Ella les dio las gracias con una gran sonrisa, besó a unos y otros, soltó un billete para sus sobrinos y sobrinas, y se largó en el viejo Simca del primo Georges verificando que nadie hubiese tenido la tentación de echar mano a las joyas de su amante mientras que ella interpretaba la escena de la Anunciación.

Sin embargo, lo más duro quedaba por hacer: reconquistar a Chef, convencerle de que su aventura con Chaval había sido furtiva, tan furtiva que ya no la recordaba, un momento de abandono, de aturdimiento, de debilidad femenina, inventar una patraña que pareciese verosímil -¿él la había forzado, amenazado, agredido, drogado, hipnotizado, hechizado?-, retomar su puesto de favorita y conseguir un pequeño espermatozoide grobziano para guardarlo bien calentito en el cajón.

Al subir, en Culmont-Chalindrey, al compartimento de primera clase del tren a París, Josiane reflexionó y se dijo que tendría que hilar fino, caminar suavemente y de puntillas. Habría que reconstruirlo todo: recolocar pacientemente cada ladrillo sin refunfuñar, sin enfadarse, sin traicionarse. Hasta que la pirámide estuviera edificada, irrefutable.

Sería duro, eso seguro, pero la adversidad no le daba miedo. Había salido victoriosa de otros naufragios.

Se hundió cómodamente en su asiento, sintió las primeras sacudidas del tren y le invadió un pensamiento emotivo hacia su madre, gracias a la cual ella volvía a estar fogosa y combativa de nuevo.

* * *

– ¿Estarán dentro? ¿Estás segura? -No me perdería eso por nada del mundo. Una tarde en la piscina del Ritz ¡el colmo del lujo! Suspiró Hortense estirándose en el coche. No sé por qué, desde que dejo Courbevoie, desde que atravieso el puente, me siento revivir. Odio las afueras-. Di, mamá, ¿por qué nos fuimos a vivir a las afueras? Joséphine, al volante del coche, no respondió. Buscaba un sitio para aparcar. Ese sábado por la tarde, Iris la había citado en su club, al borde de la piscina. Eso te hará bien, pareces muy presionada, mi pobre Jo… y hacía treinta minutos que daba vueltas y vueltas. Encontrar un sitio en este barrio no era cosa fácil. La mayoría de los coches esperaban en doble fila, a falta de plazas para aparcar. Era la época de las compras de Navidad; las aceras estaban repletas de gente que llevaba pesados paquetes. Se abrían paso usándolos como escudo y, de pronto, sin avisar, se echaban a la calzada. Había que tocar el claxon para no atropellarlos. Joséphine daba vueltas, abría completamente los ojos, buscando un sitio mientras que las niñas se impacientaban. «¡Allí, mamá, allí!».«¡No! Está prohibido y no tengo ganas de que me pongan una multa». «¡Oh, mamá! ¡Qué aguafiestas eres!». Era su nueva expresión: aguafiestas. La utilizaban en todo tipo de ocasiones.

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