Katherine Pancol - Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos

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Los Ojos Amarillos De Los Cocodrilos: краткое содержание, описание и аннотация

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Josephine tiene cuarenta años, está casada y tiene dos hijas, Hortense y Zoé. Es consciente de que su matrimonio ha fracasado, pero sus inseguridades le impiden tomar una decisión. A Antoine, su marido, le despidieron hace un año de la armería de caza donde trabajaba y desde entonces se dedica a languidecer en el apartamento y a engañar a su mujer.
La discusión que provocará la separación del matrimonio de Josephine y Antoine es el punto de partida de una serie de acontecimientos, más o menos relacionados, en los que se verán envueltos otros personajes, como Iris, la guapísima hermana mayor de Josephine; la glamurosa y gélida madre de ambas, Henriette, casada en segundas nupcias con el millonario Marcel Gorsz; la místeriosa Shirley, la vecina…
Tras la separación, Antoine se verá obligado a aceptar una oferta de trabajo que le convertirá en capataz de una granja de cocodrilos en África, pero las cosas no serán tan fáciles como parecían.
A Iris se le ocurre decir que está escribiendo una novela, y una vez lanzada la mentira se niega a echarse atrás, y convence a su hermana para que escriba realmente el libro, basándose en sus conocimientos. Ella se llevará la fama y el protagonismo y Josephine el dinero, pero los verdaderos amigos de ésta están convencidos de que ella es la verdadera autora de la novela que llena los escaparates de las bibliotecas de Paris…

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– No soy un bebé.

– Sí… Quieres dormir con nosotros como cuando eras un bebé.

– No, no soy un bebé.

Hipaba de cólera y de pena. Estaba a la vez furioso contra su madre y seguro de tener miedo.

– ¡Y tú eres mala!

Iris no supo qué responder. Ella le contempló, con la boca abierta, dispuesta a replicar, pero no pronunció ninguna palabra. No sabía cómo hablar a su hijo. Ella estaba en una orilla, Alexandre en la opuesta. Se observaban en silencio. Eso había empezado desde su nacimiento. En la clínica. Cuando habían colocado a Alexandre en la cuna transparente al lado de su cama, Iris se había dicho:

¡Anda! ¡Una nueva persona en mi vida! Nunca pronunció la palabra «bebé».

El silencio y el apuro de Iris volvieron a Alexandre aún más intranquilo. Debe de pasar algo grave para que mamá no pueda hablarme. Para que me mire sin decirme nada.

Iris depositó un beso sobre la frente de su hijo y se incorporó.

– Mamá, ¿puedes quedarte hasta que me duerma?

– Tu padre se va a poner furioso…

– Mamá, mamá, mamá…

– Lo sé, cariño, lo sé. Voy a quedarme, pero la próxima vez, prométeme que serás fuerte y que te quedarás en la cama.

Él no respondió. Ella le tomó de la mano.

El suspiró, cerró los ojos y ella posó la mano sobre su hombro, acariciándolo suavemente. Su largo cuerpo endeble, sus negras pestañas, su cabello negro y ondulado… Tenía la gracia frágil de un niño inquieto, un niño al acecho. Incluso mientras dormía, se formaba una arruga entre sus cejas y su pecho se hundía como aplastado por un peso demasiado grande. Dejaba escapar suspiros de miedo y de alivio, suspiros que le cortaban la respiración.

Ha venido a nuestra habitación porque ha intuido que lo necesito. El presentimiento infantil. Ella se vio, pequeña, riéndose muy fuerte de las bromas de su padre, haciendo el payaso para luchar contra la gran nube negra que había entre sus padres. No pasaba nada terrible entre ellos y, sin embargo, tenía miedo… Papá gordito, bueno, suave. Mamá seca, dura, delgada. Dos extraños que dormían en la misma cama. Ella había continuado haciendo el payaso. Le parecía que era más fácil hacer reír que expresar lo que sentía. La primera vez que habían murmurado delante de ella: «¡Qué guapa es esta niña! ¡Qué ojos más bonitos! ¡Nunca he visto unos ojos así!», ella había cambiado su disfraz de payaso por la panoplia de niña guapa. ¡Un papel de teatro!

Estoy mal en este momento. Esta apariencia sosegada y acomodada que he mantenido tanto tiempo se rompe, y emerge un batiburrillo de contradicciones. Al final voy a tener que elegir. Ir en una dirección, pero ¿cuál? Sólo el hombre que se ha encontrado, el hombre que coincide consigo mismo, con su verdad interior, es un hombre libre. Él sabe quién es, se divierte explotando lo que es, no se aburre nunca. La felicidad que siente al vivir en buena vecindad consigo mismo le vuelve casi eufórico. Vive entonces realmente mientras los demás dejan pasar sus vidas entre los dedos… sin cerrarlos jamás.

La vida pasa entre mis dedos. Nunca he conseguido encontrarle el sentido. No vivo, ando ciega. Me siento mal con los demás, mal conmigo misma. Odio a la gente que me muestra esa imagen de mí que no me gusta y me odio por no ser capaz de tener el valor de cambiar. Basta con obedecer una sola vez las leyes de los demás, con vivir en conformidad con lo que piensan, para que nuestra alma se resquebraje y se rompa. Nos resumimos en una apariencia. Pero, y de pronto este pensamiento la aterrorizó, ¿no es demasiado tarde? ¿No me he convertido ya en esa mujer cuyo reflejo veo en los ojos de Bérengère? Al pensar eso sintió un escalofrío. Cogió la mano de Alexandre, la apretó con fuerza y, en su sueño, le devolvió la presión murmurando «mamá, mamá». Sus ojos se llenaron de lágrimas. Se acostó junto a su hijo, posó la cabeza sobre la almohada y cerró los ojos.

* * *

– Josiane, ¿se ha ocupado de mis billetes a China?

Marcel Grobz, plantado ante su secretaria, le hablaba como lo haría a una señal de tráfico. A un metro por encima de su cabeza. Josiane sintió una violenta punzada en el pecho y se estiró en su silla.

– Sí… Todo está sobre la mesa.

Ya no sabía cómo dirigirse a él. El la llamaba de usted. Ella balbuceaba, buscaba sus palabras, la construcción de sus frases. Había suprimido todos los pronombres personales de su conversación y hablaba en infinitivo o en indefinido.

Él se había refugiado en el trabajo, multiplicando los desplazamientos, las citas, las comidas de negocios. Cada tarde, Henriette Grobz venía a buscarle. Pasaba ante el despacho de Josiane, sin mirarla. Un trozo de madera que se desplaza, tocada con un sombrero redondo. Josiane les veía partir, él, encorvado, ella, estirada como el asta de una bandera.

Desde que les había sorprendido, a ella y a Chaval, ante la máquina de café, él la evitaba. Pasaba delante de ella, se encerraba en su despacho para salir solamente por la tarde, rápidamente, gritando «¡hasta mañana!» y volviendo la cabeza. Ella apenas tenía tiempo de verlo pasar…

Y yo, me voy a quedar en la acera. De vuelta en la casilla de «salida». Me va a echar muy pronto, me pagará las vacaciones, mi antigüedad, mi indemnización, me planta un certificado de conformidad, me desea buena suerte tendiéndome la mano y ¡hala! ¡adiós, pequeña! ¡Si te he visto no me acuerdo! Suspiró y contuvo las lágrimas. ¡Qué imbécil ese Chaval! ¡Y qué imbécil yo misma! ¡No podía estarme quietecita! ¡No podía haber tenido cuidado! Nunca en la empresa, le había dicho, ni un gesto equívoco ni el suspiro de un beso. Anonimato total. Trabajo, trabajo. Y tuvo que venir a ponerse gallito delante de las narices de Marcel. Fue más fuerte que él. ¡Un golpe de testosterona! ¡Se sintió obligado a hacer el Tarzán! Para soltarme enseguida en pleno vuelo de liana.

¡Porque el hermoso Chaval la había enviado a paseo! Después de haberle soltado un buen montón de insultos. Una letanía tal que ella se había quedado de piedra. Algunos, incluso, que no había oído en su vida.

Y, sin embargo, en ese tema, tengo la ciencia infusa.

Desde entonces, ella lloraba a mares.

Desde entonces, se pasaba las tardes destrozada. Debo de parecer-me a una catástrofe aérea. ¡Expulsada en pleno vuelo! Y eso que lo tenía todo en mis manos: mi gordito enamorado, un amante joven y apuesto, y el rey Parné a mis pies. ¡Sólo tenía que tirar del cordón, y el lazo estaba hecho! ¡La buena vida a un salivazo de distancia! Ni siguiera consigo pensar correctamente: tengo la cabeza llena de plastilina. En el entierro de mi madre me puse gafas negras y todo el mundo creyó que escondía mi pena. ¡Bien que me vino aquello!

El entierro de su madre…

Josiane había llegado en tren, transbordo en Culmont-Chalindrey, había tomado un taxi (treinta y cinco euros más la propina),franqueado a pie y bajo la lluvia la puerta del cementerio para encontrarse, pegados como lapas bajo sus paraguas, a todos los que había abandonado haciéndoles un corte de mangas veinte años antes. ¡Adiós, chicos! ¡Me largo a vivir la buena vida a París! Volveré forrada o con los pies por delante. Puede que no haya sido una buena idea volver en plan tacaña, sin pompa ni circunstancia, ni nada con lo que cerrarles el pico. «¿Has venido en tren? ¿No tienes coche?». El coche, en su familia, era lo más, el signo de que se había «llegado». De que se dormía en el Elíseo. Que se tenía éxito. «No, no tengo coche porque en París está de moda ir andando». «Ah, bueno…», habían dicho y habían hundido sus narices en sus solapas negras para reírse en voz baja «no tiene coche, ¡no tiene coche! ¡Menuda gorda inútil!».

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