Rosa Chacel - Estación. Ida y vuelta

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Estación. Ida y vuelta: краткое содержание, описание и аннотация

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Estación… muestra ya en todo su esplendor las más brillantes facetas del talento de Rosa Chacel: la capacidad de reflexión -muy orteguiana también- sobre conceptos o actitudes (véase por ejemplo el hermoso párrafo que empieza: `Es cobarde temer las sorpresas`), y la emoción y belleza en las descripciones de objetos y paisajes cotidianos: un patio, el silencio, los abrigos…

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Claro que en mi abominación de los fines se salvan los que automáticamente se hacen principios. Ya he llegado, sin darme cuenta, a tener un fin en mi vida. El chico. Y a este otro fin de no tener fines. De aquí puedo partir ahora.

Tan ciegamente se puede llegar a la paternidad de las ideas, que a veces nos creemos hijos de ellas. Tenemos un momento de claridad, y nos transformamos, nos parece nacer de él. Y así me ha sucedido con el chico. Ha sido preciso que se manifestase para que influyese de este modo en mí. ¿Cómo no me daba cuenta de que todo lo que venía viviendo: mi holgazanería, mi despreocupación y mi egoísmo, ha bastado que se anunciase para que diesen principio cosas nuevas, cosas que indudablemente tienen apariencia de fines? De aquí ha partido todo mi divagar acerca de ello.

Lo que se imponía era tener una posición. Mi carrera… Yo no estudié nunca con propósito de hacerme una posición. Bueno, yo no estudié nunca. Pero, sobre todo, no comprendo cómo se puede hacer una posición con mi carrera. Si la he terminado regularmente ha sido porque ella misma me ha seducido algunas veces. En mí había propensión a la defensa contra el libro. Pero a veces era vencido por él, y después de una hora de lucha con mi imaginación indisciplinada, me daba cuenta de que por fin había estudiado algo, lo más inútil, cualquier cosa que por inexplicable simpatía me había obligado a detenerme. Pero ¿cómo sacar partido de eso? Lo que me maravilla era que me aprobasen por ello. Fue siempre tan dudoso, que estaba ya acostumbrado a que suscitasen mi amor propio diciéndome que había nacido para oficinista. Y, a lo mejor, he nacido para eso. Tendré que reconocerlo; lo que me pasaba era que no podía estudiar, porque había nacido para oficinista. ¡Esto es estúpido! Yo no sé por qué no estudiaba. Pero la verdad es que nunca me hicieron mella esas amenazas del Destino. Nunca me he explicado cómo se puede amedrentar a un hombre diciéndole: «Terminarás en oficinista». Para mí esto era lo mismo que decirme: «Terminarás en doctor en cualquier cosa». Lo que no admito, con lo que no he podido transigir, es con lo de terminarás. No sé por qué han de suponer que yo he terminado. Se puede decir de uno que terminó en un hospital o en un manicomio. Y hasta en ellos ha habido muchos interminables. Claro que son sitios a los que se va a terminar. Y estos refugios de la vida social, que son los empleos, también han llegado a tener apariencia de instituciones benéficas, porque a ellos vienen a parar los que requieren un régimen de reposo, en el que, por lo regular, se quedan para siempre. Yo sé que así se interpretará lo mío. Una vida desatinada, y ahora, el Destino cumpliéndose en forma de destino ministerial. El desenlace, el encasillamiento, la clasificación de mi historia vulgar de mal estudiante que tiene un contratiempo con la vecina y recurre a la burocracia, sin terminar el doctorado. Todos verán con desprecio mi historia vulgar. O, mejor dicho, todos vemos con desprecio las historias vulgares de los demás. Sólo yo puedo seguir estimándola. Yo, que la he querido, que la he hecho así de vulgar. Es decir, yo no la quería preconcebidamente así de vulgar. Pero me encuentro tan bien en ella, que comprendo que no podía haber sido de otro modo. ¿Qué sabe nadie cómo he ido yo creándomela, qué secretas satisfacciones he encontrado en ir viviéndola así? ¿Es que puede adivinar nadie mi proceso? Me juzgan como espectáculo, y mi vida, con sus intenciones, naturalmente, sería un fracaso. Pero es que yo no quiero sus intenciones. Lo que yo estimo son las intenciones mías, y sus resultados, aunque quisiera desestimarlos, no podría. Son su propio jugo; no pueden herirme: son lo que ellas dan de sí. Los demás son los que no se dan cuenta de cómo entonan con mi temperamento, de que no hay choque, de que no hay caída. Esto es lo que no sabe nadie: que yo sé todas estas cosas. Creen que yo soy de esos hombres que temen al Destino, de esos seres mal hechos, descontentadizos, que no son aptos para vivir su Destino; que se encuentran molestos en su realización, que se defraudan continuamente, porque tienen en ellos dualismos inconciliables y van unidos a ellos mismos a disgusto, como el ciego y el perro. Refrenando el hombre a su animal y maldiciendo el animal a su hombre. Por eso esperan de todos el fin natural, el de que el ciego apalee al perro. Pero, claro, como su perro está en ellos mismos, eso precisamente es lo que les hiere, lo que consideran su perdición, su deshonra humana. Porque, con esa ceguedad que implica lo humano, no alcanzan a los secretos y amplios y certeros fines de perro, de que participan, estallan en sus reacciones contra lo que ellos llaman Destino. Maldicen al Destino. Porque no quieren ser cuerpo de su Destino. Quieren que sea algo exterior, los otros, lo que está fuera, las circunstancias. Porque creen que están fuera de ellos las circunstancias. Pero yo no me veo, no puedo verme, más que penetrando de mis circunstancias; me busco entre ellas y no me encuentro.

Tengo mi destino, que yo prefiero llamar camino. Por él iré con todas mis circunstancias y con todas nuestras consecuencias. Eso, las consecuencias, serán la realización de mi Destino. Pero eso ya lo veremos al final. O, mejor lo verán. Yo no veré mi Destino; mientras yo lo vea será camino. Los que miran a los otros desde su Destino les amargan la vida con sus miradas codiciosas, de reclusos. En cambio, en el camino es grato mirarse. Es grato mirar y ser mirado. Nada de afectar indiferencia por la mirada ajena. Hace un momento me indignaba que tomasen mi vida como espectáculo. Pero ¿por qué no? ¿Con qué les pagaría entonces? ¡Qué fácil es incurrir en la observación ventajista, aun siendo de temperamento refractario a ella! ¿Por qué me he contagiado yo de esto? No; puedo asegurar que, sinceramente, no lo he sentido nunca. Es una cosa que se le pega a uno de los demás. Se quedan inevitablemente en la cabeza sus estribillos atrabiliarios: «¡Yo no consiento…!».«¡A mí que no me vengan…!» Pero yo he gozado siempre con el intercambio. Claro que lo que no he hecho, ni haré, es modificar mis direcciones por complacer a los que miran. Tengo mi norma personal, que estoy decidido a imponer. Porque esa es la verdadera satisfacción, ese contradecir, ese resistir la corriente. Darles lo que piden sería estúpido… Y, sin embargo, ¿por qué no ha de haber también encanto en darles lo que piden? ¿No es magnífico esto de saber lo que piden, o más bien lo que necesitan, mejor que ellos mismos? Porque, habiendo llegado a este estado de desinterés, ¿no es estúpido anteponerse, dar una importancia capital a la propia realización y ser indiferente a las otras? Esta es otra rutina de los opacos, y todo menos eso, ¡todo menos la opacidad! Yo sé muy bien que me he complacido a veces en la realización de cosas para mí absolutamente irreales. Eran los otros los que las pedían, y casi también las hacían. Había una mutua satisfacción en cooperar, sobre todo por ser sin previo acuerdo.

El encontrarme aquella mañana con aquella chica comunista y darme por acompañarla y por llevar a su pequeño en brazos… Yo lo hubiera asegurado sin titubear. Ella aquel día habría salido de su casa tan incompleta como siempre. Una mujer sola con un chico es una trinidad descabalada. Sin embargo, se la veía llena de indefinida esperanza, dispuesta a contentarse con cualquier pequeña felicidad que se le presentara. Y yo no sabía apenas nada de ella. Sabía que era comunista porque habíamos hablado un par de veces. Y me lo explicaba, pareciéndome consecuencia lógica de ello, lo de que tuviera aquel chico. Yo veía que en ella era aquél su comunismo, su comunión. Y me sentí junto a ella, como nunca, profundamente comunista. Acaso lo eran todos aquella mañana. Lo era la mañana misma, llena de efusiva y común cordialidad. Era la mañana diáfana que otros llamarían eucarística y yo prefiero llamar comunística. En ella era preciso que una pareja joven jugase con un niño en un paseo. Todos los que pasaban lo aprobaban. Venían dispuestos a aprobarlo, a comulgar en ello. Y no pasó ninguno que supiese la verdad del caso; porque si hubiese pasado un conocido hubiera visto que les hacíamos comulgar con ruedas de molino. Pero no, la verdad de la cosa era la verdad de que estábamos todos comunicados. Por encima de pequeñas verdades discordes creamos aquella verdad ideal, no menos verdadera; porque en aquel momento era eso de lo que se trataba. Había llegado a desinteresarnos todo lo particular. Es decir, nos sentíamos partes, participantes de un momento, estado, sentimiento común. Distantes, aisladas de esta corriente que nos penetraba estaban las otras verdades, olvidadas. La de que entre la chica y yo no había la menor relación; la de que no éramos nosotros, una muchacha triste y un malgastador del tiempo, los más a propósito para elevar el ánimo de los transeúntes con la ternura de nuestra escena familiar. Al encontrarnos prescindimos, instantánea e inconscientemente, de nuestras respectivas personalidades. Empezó a preocuparnos la personalidad de nuestro conjunto. Empezamos a sentir como única e inminente realidad el aspecto de aquella unión, ocasionada por habernos encontrado en el mismo camino mañanero y haber seguido un rato al mismo paso. Nos sentimos creados por la apreciación ajena. Las miradas de los demás nos incitaron, nos iniciaron en aquel camino idílico. Nos obligaron, nos comprometieron, con una insinuación irresistible, que no tiene nunca el torpe, el práctico consejo. Los que pasaban no sabían nada, creaban aquella verdad que necesitaban, y nosotros no pudimos defraudarles. Perfeccionamos nuestras actitudes con blanda convergencia, hicimos paraditas riéndonos y cambiándonos el chico de unos brazos a otros. Hicimos toda la mañana.

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