La historiografía moderna ha discutido largamente sobre este tema y todavía ahora encontramos hipótesis divergentes que tratan básicamente de identificar quién fue Zaida. Destaca la discusión mantenida entre Jaime de Salazar y Alberto Montaner. Salazar había identificado a Isabel, la cuarta esposa de Alfonso, con Zaida [110]. Basa Salazar su hipótesis, sobre todo, en tres documentos. En el primero aparece la pareja real suscribiendo un documento que también confirma Sancho con fecha 25 de febrero de 1103. Cree Salazar que si esta Isabel no fuese Zaida de ningún modo permitiría la presencia de Sancho pretendiéndose heredero. El segundo es el Tumbo de Lorenzana, de fecha 27 de marzo de 1106. Alfonso confirma una donación de la condesa Aldonza Muñoz «eiusdemque Helisabeth regina sub maritali copula legaliter aderente»; en otras palabras, pone de manifiesto que Isabel se encontraba unida con el monarca mediante legítimo matrimonio. Razona Salazar que esa fórmula solo podría tener sentido en el caso de que «esa reina con anterioridad no hubiese estado unida al rey de modo legal». La última prueba es un documento de la Catedral de Astorga, fechado en 14 de abril de 1107, donde Alfonso «cum uxore mea Elisabet et filio nostro Sancio», concede fueros a los pobladores de Riba de Tera y Valverde. Este sería el documento definitivo que probaría, según Salazar, que Zaida e Isabel, cuarta esposa de Alfonso, eran la misma persona.
Montaner hace depender la primera prueba de Salazar del peso que se le quiera otorgar a Isabel en la política regia y añade que sería poco probable que «las aspiraciones personales de la reina pudiesen contrapesar la oportunidad política de la decisión» [111]. Invalida Montaner, asimismo, el documento de Lorenzana porque lo considera una simple «amplificatio retórica de los habituales coniux, uxor o dilectissi mauxor empleados por la cancillería regia, y cuyo único objetivo sería solemnizar la intervención de los monarcas en los documentos». Montaner, en fin, se apoya en Pelayo de Oviedo, contemporáneo de Alfonso VI que, recordemos, cuenta entre las concubinas del monarca a Zaida.
En lo que parece haber acuerdo entre los investigadores es en el modo en que Zaida llega a la corte de Alfonso. Los almorávides habían sitiado Córdoba, al mando de la cual se encontraba al-Mamun. En pleno asedio, el gobernante cordobés habría mandado, como medida de precaución, a Zaida y a sus hijos a Almodóvar del Río. Zaida, después, debió buscar protección, junto con sus hijos, en la corte de Alfonso VI, donde se convertirían al cristianismo y ella se bautizaría como Isabel. Por ese tiempo Zaida sería concubina del rey y nacería el infante Sancho, muerto cuando todavía era adolescente, como es sabido, en la Batalla de Uclés de 1108 [112].
Aunque sea incorrecta la filiación que ofrecen las crónicas y las historias generales que hemos analizado, todas coinciden en señalar que a Alfonso se le ofreció Zaida cuando estaba casado. Las historias admiten de modo implícito que ella, al menos por un tiempo, tuvo necesariamente que ser concubina del rey. Si nos preguntamos por el papel que las concubinas desempeñaron y la consideración que la Iglesia tenía sobre esa práctica veremos que, como han expuesto algunos autores, como J. A. Brundage, mantuvo una actitud ambivalente. Una opinión sostenía que el concubinato significaba una forma alternativa de matrimonio, creada porque el derecho civil prohibía los matrimonios entre personas de ciertas clases sociales. Otra, por ejemplo, defendía que el concubinato era inmoral porque envolvería la idea de una relación sexual, más o menos continuada, que no estaría santificada mediante la sagrada institución del matrimonio [113].
Las generaciones que vivieron entre el cambio de milenio y la aparición del Decretum de Graciano redactado hacia 1140 experimentaron una transformación radical en la cultura europea occidental. Brundage ha demostrado que las compilaciones canónicas durante este periodo, que es en el que se sitúa el reinado de Alfonso VI, favorecieron el rigorismo moral, considerando que el sexo y otras prácticas placenteras estaban contaminados por el mal y significaban, a su vez, una poderosa fuente de pecado. Distingue Brundage siete principios esenciales que debía cumplir el modelo eclesiástico matrimonial. Hallamos dos, sin embargo, que nos interesan especialmente: el cuarto, que dice que el matrimonio representa el único tipo legal de relación sexual, y que el concubinato debía ser eliminado incluso entre los laicos; y el quinto, que contempla que toda actividad sexual fuera del matrimonio tenía que ser castigada mediante sanciones que se decidirían en base a la jurisdicción eclesiástica [114]. De acuerdo con la legislación recogida en los cánones parece claro que el concubinato equivalía a una práctica directamente ilegal.
Más allá de su supuesto concubinato o de su condición de esposa legítima existen dos aspectos que creemos mucho más relevantes. El primero es la coexistencia entre cristianos y musulmanes. Américo Castro, un filólogo e historiador exiliado, publicó en 1948 un libro, España en su historia. Cristianos, moros y judíos [115], que le habría de valer un célebre debate con Claudio Sánchez-Albornoz [116], en el que defendía un nuevo planteamiento acerca de la influencia de la interacción entre las tres religiones dominantes en la Edad Media. Sostenía Castro que la identidad española se configuraba a partir de la integración de las tres culturas durante la época medieval, tesis que rechazó totalmente Sánchez-Albornoz, quien consideraba que los orígenes del ser español debían buscarse ya en los pueblos prerromanos. Castro lo sintetizó así:
La historia entre los siglos X y XV fué una contextura cristiano-islámico-judía. No es posible fragmentar esa historia en comportamientos estancos, ni escindirla en corrientes paralelas y sincrónicas, porque cada uno de los tres grupos raciales estaba incluso existencialmente en las circunstancias proyectadas por los otros dos. Ni tampoco captaríamos dicha realidad sólo agrupando datos y sucesos, u objetivándola como un fenómeno cultural. Hay que intentar, aun a riesgo de no conseguirlo y de perderse, hacer sentir la proyección de las vidas de los unos en las de los otros, pues así y no de otro modo fué la historia [117].
Por último, deberíamos encuadrar el papel desempeñado por Zaida dentro de un ámbito más global, como es el del universo mental imperante en la Edad Media. Son mujeres que han de ser custodiadas en el doble sentido de la protección y de la vigilancia [118]. Las mujeres son, según esta idea, a menudo prenda de intercambio, es decir, su importancia viene dada, naturalmente y como ha quedado claro a lo largo de estas líneas, por su capacidad de asegurar la descendencia y por su importancia a la hora de llegar a acuerdos económicos o de sellar alianzas políticas.
[1]V. Infantes, «Las Historias caballerescas en la imprenta Toledana (II). Manuscrito, impreso y transmisión: Toledo, 1480-1519», en M. Freixas y S. Iriso (eds.), Actas del VIII Congreso Internacional de la Asociación Hispánica de Literatura Medieval. Santander, 22-26 de septiembre de 1999, vol. 1, Santander, Consejería de Cultura del Gobierno de Cantabria, 2000, p. 312.
[2]R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, vol. 2, Madrid, Centro de Estudios Históricos, 1934, p. 103.
[3]V. Infantes, «El abad don Juan de Montemayor: la historia de un cantar», en S. Fortuño y T. Martínez (eds.), Actes del VII Congrés de L’Associació Hispànica de Literatura Medieval, Castelló de la Plana, 22-26 de setembre de 1997, vol. 2, Castelló de la Plana, Publicaciones de la Universitat Jaume I, 1999, p. 255.
[4]R. Menéndez Pidal, La leyenda del abad don Juan de Montemayor, Band 2, Dresden, Gesselschaft für Romanische Literatur, 1903. A esta obra hay que sumarle el capítulo que le dedica en R. Menéndez Pidal, Historia y epopeya, pp. 101-182.
Читать дальше