Bruno Padín Portela - La traición en la historia de España

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La nómina de traidores que pueblan la historia de España desde la Antigüedad clásica hasta hoy es extensa. Sus vidas y sus traiciones componen un nutrido mosaico sobre el que se ha construido una identidad resiliente y esencialista, y una historia de héroes y villanos sobre la que acomodarnos.
Traidores a la nación, como el conde Don Julián, traidores épicos y justos, como El Cid, traidores al rey, como Antonio Pérez, o a su sangre, como el príncipe Carlos, desleales todos. Pero también colectivos, movimientos sediciosos que buscan romper el orden natural, el agazapado enemigo interno que todo lo enturbia: judíos –luego convertidos en marranos–, moriscos, comuneros, catalanes y, ya en la época contemporánea, los masones y su sociedad secreta, los liberales y afrancesados, y los comunistas eternamente conjurados.
Estos dos modelos, el traidor políticamente activo y el enemigo oculto, pasarán de la historiografía española a las tres historiografías nacionalistas: la gallega, con su enfrentamiento entre el celta y el romano o el español; la vasca, con su reivindicación de la pureza de sangre; y la historiografía catalana, con su contraste entre catalanes y españoles. Todos estos temas pueden verse a lo largo de este libro, en el que la traición y el traidor aparecen como una especie de maldición en la historia de España.

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Pero existía otra tradición, más antigua, que quizá respondía más satisfactoriamente al relato de la condesa traidora. Se trata de lo que Apiano de Alejandría, un historiador romano de origen griego, y Justino, autor de una Historiarum Philippicarum libri XLIV en la que recogía los pasajes más importantes de las Historiae Philippicae, obra principal de Pompeyo Trogo, describen en sus respectivos libros. La escena se desarrolla en el siglo II. a.C. en Siria y tiene como protagonistas al matrimonio formado por Demetrio II y Cleopatra. Las versiones de Apiano y Justino difieren en lo que respecta a Demetrio, que encuentra la muerte de modo distinto [71]. La personalidad de la condesa traidora la encarnaría Cleopatra Tea, que concita todo el protagonismo del episodio. Es ella quien mata a uno de sus hijos, Seleuco [72], y la que intenta envenenar al otro, Antíoco. Se describe a una Cleopatra llevada por unas ansias desmedidas de poder y ambición, capaz de traicionar a su marido y de matar a sus hijos. Por supuesto, se incluye en ambos relatos el célebre suceso del envenenamiento. Cuando Antíoco regresa de una campaña militar, Cleopatra le ofrece una copa envenenada que Antíoco, prevenido, rechaza, exhortando a su madre a beberla. Tras hacerlo, Cleopatra muere [73]. Vemos que esta estructura es análoga a la que encontramos en la leyenda de la condesa traidora, pues la acción incluye tanto al padre como a los hijos. Se ajusta mejor porque en la versión de Paulo Diácono, aunque es cierto que incorpora el envenenamiento, las acciones se circunscriben exclusivamente a los dos maridos de Rosamunda. Menéndez Pidal sugirió que esta tradición de raigambre clásica pudo haber sido ampliamente conocida en la Edad Media, porque Justino fue confundido a menudo con San Justino [74].

La leyenda de la condesa traidora ofrece, asimismo, otra perspectiva que nos permite profundizar en la situación de las mujeres en la Edad Media. Patricia E. Grieve ha señalado en este sentido que García Fernández y sus mujeres se intercambian los ámbitos a los que en principio estarían destinados. En el caso de García es claro, se trata del ámbito público, porque es el encargado de gobernar el condado de Castilla, mientras que, en cuanto a Argentina y Sancha, su labor se restringe a la esfera privada [75]. Esta situación, que en principio no presentaría problemas, va cambiando cuando García, impulsado por el gran interés de restaurar un honor dañado por el adulterio, abandona sus funciones políticas. Parte hacia Francia para vengar algo que pertenece, de acuerdo con Grieve, al ámbito privado. Al convertirse en el «private man» que define Grieve, García descuida el ámbito público, se vuelve más débil y, finalmente, termina pagando esa negligencia con su vida. Es cierto que García deja dos alcaldes de modo temporal al frente del condado y que ello podría implicar debilidad ante los ataques musulmanes, pero conviene tener en cuenta que García estaba obligado, como hemos dicho unas páginas atrás, a vengar el agravio y a hacerlo personalmente [76]. La traición de su mujer lo imposibilitaba ante sus súbditos y lo limitaba mucho en sus funciones públicas o incluso en la defensa del cristianismo.

Sancha, sin embargo, en tanto que «public woman», interfiere cada vez más en un espacio del que sería totalmente ajena. Las mujeres desempeñan en este tipo de relatos un papel central, en contraposición con el carácter secundario que en la Edad Media poseen [77]. De hecho, se trata de personajes que son fundamentales en términos de desarrollo de la trama; sin su presencia tan acusada sería imposible entender esta narración épica. En este sentido Vera C. Lingl destacó que la presencia en la épica española de esta tipología de mujer, con caracteres tan dominantes, demostraría que el género no se podría definir como misógino. Según Lingl, Sancha tendría todo el control de la situación y García Fernández solo sería necesario para ejecutar el asesinato, ya que esto, como hemos dicho antes, lo haría lícito [78]. Esto lleva a Lingl a concluir que «its female characters deserve to be studied as much as their male counterparts» [79].

Por último, nos centraremos brevemente en comentar dos rasgos esenciales que rodean toda esta narración y que frecuentemente tienden a entremezclarse: la lujuria y el adulterio. El hecho de que las mujeres dominen la acción de los poemas que se insertan en las tradiciones épicas medievales, o de que el erotismo desempeñe un papel elemental en las mismas, es atípico si exceptuamos, como podemos imaginar a la luz de lo visto hasta ahora, y como ha señalado Deyermond, la épica española [80]. La sexualidad tiene una impronta muy acentuada en el transcurso del relato, sobre todo a partir de la versión contenida en la Estoria, donde este componente se agudiza claramente. Detalla, entre otros, el encuentro inmediato que se produce entre García Fernández y Sancha antes de que el primero matase a la adúltera y al amante: «Mando pensar del et meterle en so cámara y aquella misma noche albergaron amos a dos de so uno et reçibieronse por marido et por muger» [81]. No debemos pensar que la proliferación de escenas sexuales se limita a esta, ya que es frecuente en todo el ciclo de los condes de Castilla.

La condesa es, por definición, lujuriosa y adúltera. A lo largo de la historia española se cuentan numerosos episodios en los que las conductas lujuriosas son el preludio a auténticos desastres. Podemos llamar la atención de nuevo sobre la «pérdida de España», época dominada por un ambiente de vicio y decadencia. Lo que sucede es que en la mayoría de ocasiones la lujuria atañe a los hombres, generalmente monarcas o nobles y no, como sucede en esta ocasión, a mujeres. La lujuria es un deseo excesivo de placer sexual que, si se satisface estando casada, se convierte en adulterio. Pero, ¿qué implicaciones conllevan la lujuria y el adulterio? En primer lugar, hay que decir que nos movemos en un periodo en el que existe una auténtica aversión al sexo. Esta se convierte, en efecto, en una característica central del pensamiento cristiano en el siglo X. Incluso el sexo marital se concibe como una especie de concesión, es decir, Dios permite a las personas casadas tener sexo, pero con fines exclusivamente reproductores, nunca por placer.

La mujer tenía reservada su presencia a las instituciones de parentesco. Reyna Pastor ha analizado que el hecho diferencial que caracterizaba a las mujeres era el de la conyugalidad, porque otorgaba a la mujer ese estatus que la transformaba «en la reproductora, la que engendra y cría un hijo, en la que, por ello, trasmite la herencia» [82]. La continencia periódica fue un tema que los monjes y los clérigos trataron de imponer a los esposos y que se observa especialmente bien entre los siglos VI-XI, donde se multiplicaron los tiempos de continencia obligatoria [83]. Parece claro que la imposición de reglas como esta representaba un factor de ordenación moral y de la propia vida conyugal en el contexto de una sociedad muy preocupada por el sexo.

James A. Brundage indicó que en la Alta Edad Media el adulterio constituía un crimen exclusivamente femenino, aunque algunos códigos legales penaban también el adulterio masculino en algunas circunstancias [84]. Ya en el Concilio de Elvira, a principios del siglo V, encontramos cánones que regulan esta conducta. Uno de ellos, titulado De foeminis quae usque ad mortem cum alienis viris adulterant, sanciona que a aquellas mujeres que hasta la hora de su muerte cometiesen adulterio con el esposo de otra no se les daría la comunión en toda la vida. Solo se podría recuperar cuando lo abandonase e hiciese una penitencia durante diez años [85]. Este es el patrón que sigue la leyenda de la condesa traidora, puesto que se trata de un pecado que comete ella y, además, lo lleva hasta sus últimos días, cuando García Fernández la mata. Lactancio, que escribió en época cercana al Concilio de Elvira, sostenía en las Divinae Institutiones, tratado en siete libros en los que se exponen los principios de la doctrina cristiana, que Dios dio la pasión a los hombres para propagar la especie. Las pasiones, según Lactancio, no pueden ser extirpadas del hombre, sino que deben ser moderadas, y es por ello que sostenía que si la virtud consistía en contener la pasión corporal, «necesariamente carecerá de virtud quien no tiene pasiones para frenar, y consecuentemente, cuando no hay vicios, no hay lugar para la virtud, como no hay lugar para la victoria cuando no hay adversario alguno» (Div. Inst. VI, 15, 6). Podemos sumar la influencia de los Penitenciales en la formación de la doctrina católica en los siglos altomedievales. No es en modo alguno casual que las ofensas sexuales representasen la categoría de comportamiento que más largamente trataban [86].

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