Bruno Padín Portela - La traición en la historia de España

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La nómina de traidores que pueblan la historia de España desde la Antigüedad clásica hasta hoy es extensa. Sus vidas y sus traiciones componen un nutrido mosaico sobre el que se ha construido una identidad resiliente y esencialista, y una historia de héroes y villanos sobre la que acomodarnos.
Traidores a la nación, como el conde Don Julián, traidores épicos y justos, como El Cid, traidores al rey, como Antonio Pérez, o a su sangre, como el príncipe Carlos, desleales todos. Pero también colectivos, movimientos sediciosos que buscan romper el orden natural, el agazapado enemigo interno que todo lo enturbia: judíos –luego convertidos en marranos–, moriscos, comuneros, catalanes y, ya en la época contemporánea, los masones y su sociedad secreta, los liberales y afrancesados, y los comunistas eternamente conjurados.
Estos dos modelos, el traidor políticamente activo y el enemigo oculto, pasarán de la historiografía española a las tres historiografías nacionalistas: la gallega, con su enfrentamiento entre el celta y el romano o el español; la vasca, con su reivindicación de la pureza de sangre; y la historiografía catalana, con su contraste entre catalanes y españoles. Todos estos temas pueden verse a lo largo de este libro, en el que la traición y el traidor aparecen como una especie de maldición en la historia de España.

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Omitimos por infundado y fabuloso el cuento del envenenamiento de su madre y los amores de esta, que refiere el P. Mariana, con aquello de haberse aficionado á ella cierto moro principal, «hombre muy dado á deshonestidades y membrudo». El mismo Mariana, tan poco escrupuloso en prohijar esta clase de consejas, añade después de haberla referido: «es verdad que para dar este cuento por cierto no hallo fundamentos bastantes». Mariana llama doña Oña á la madre de Sancho, siendo su verdadero nombre doña Aba [61].

En el último nivel del tratamiento de la leyenda se encontrarían eruditos como Rafael Altamira, quien, en su monumental Historia de España y de la civilización española, no describe este hecho. No es extraño, porque siempre desechó la mayoría de fábulas que recorrieron durante siglos la historiografía española. Esto tiene que ver también con la creciente importancia que adquiere la crítica histórica, basada en el análisis de documentos y monumentos, pilar fundamental en el nacimiento de la historia como ciencia en el siglo XIX. Los estudios sobre García Fernández conocieron, sin embargo, un gran impulso con la publicación que en el primer tercio del siglo XX les dedicó Menéndez Pidal dentro del volumen de Historia y epopeya.

Ahora bien, una vez visto que el tratamiento historiográfico fue desigual, podríamos plantearnos varias cuestiones que guardan relación con la historicidad de la leyenda, posibles analogías con otros episodios recogidos en autores antiguos y medievales, el supuesto levantamiento de Sancho contra su padre o el papel de aspectos como la ambición, la lujuria o el adulterio en el relato y su traducción en el seno de una sociedad profundamente cristiana. Parece claro que es la Najerense la que facilita el núcleo a partir del cual el resto de crónicas e historias o bien incorporan elementos nuevos o, como sucede con el Toledano, que escribe un siglo más tarde, ofrecen un texto mucho más sencillo y menos recargado. La leyenda, sin embargo, tendió a enriquecerse paulatinamente con intrigas palaciegas que tendrían su punto culminante en la Estoria de España, favoreciendo un descrédito de la historia por no contener ningún rasgo que pudiese ser considerado histórico por la crítica, y, a la vez, una trama cada vez más compleja. Alan Deyermond llegó a decir que «esta curiosa narración (…) tiene menos conexión con la historia que ningún otro poema del ciclo de los Condes (menos aún que Los siete infantes de Lara)» [62].

En general hay acuerdo entre los especialistas a la hora de admitir que el texto alfonsí, al menos en los capítulos protagonizados por García Fernández, la condesa y Sancho García, debe mucho al género novelesco [63]. Así lo manifestó Menéndez Pidal, que distinguía tres etapas diferentes en el desarrollo de la leyenda. En primer lugar estaría la versión del siglo XIII, que se correspondería esencialmente con la Estoria de España y se mostraría del todo novelesca. En el siguiente nivel encontraríamos la Najerense, un siglo anterior, que «respondería muy satisfactoriamente al realismo histórico de la vieja epopeya española». Esto lo lleva a concluir, y aquí se dispondría el tercer nivel, que esa leyenda ya existiría en el siglo XI, cuando Aba no sería todavía envenenadora y los elementos históricos predominarían más que los ficticios [64].

Louis Chalon, siguiendo a Menéndez Pidal, señaló que hay varios aspectos recogidos en la Estoria que no concordaban con la realidad histórica. García Fernández, por ejemplo, había tenido una mujer llamada Aba, hija del conde Ramón II de Ribagorza y descendiente de los condes de Tolosa. Además, el nombre de Argentina se encuentra en la poesía novelesca francesa y es totalmente desconocido en la onomástica española. El de Sancha, que menciona la Estoria, podría explicarse, según Chalon, por una confusión con el nombre de la madre del conde, doña Sancha de Navarra [65]. Si esto es así, ¿qué explicación podríamos dar a la profunda aversión que el pueblo cristiano sentía hacia la condesa? Menéndez Pidal encuentra la respuesta en virtud de su origen. Aba, al ser pirenaica, habría sido muy propensa a una alianza con Almanzor, a pactar y transigir con los musulmanes, favoreciendo de ese modo que los castellanos no la viesen con buenos ojos, puesto que caería sobre ella cierto halo de sospecha por temor a una traición [66].

Menéndez Pidal, siempre preocupado por trazar desde sus orígenes el genio del carácter español, no podía dejar pasar la oportunidad de reafirmar que en la leyenda de la condesa traidora se apreciaban signos inequívocos de una cierta conciencia nacional. Así, afirma Pidal que esta leyenda simbolizaba, en realidad, la oposición existente entre «las ideas políticas relajadas que una princesa pirenaica quiso implantar en Castilla y el alto sentido nacional, la constancia defensiva de los condes castellanos» [67]. ¿Qué suponía esto? Otro jalón más que incorporar al esencialismo español, el cual demostraba la pervivencia de una serie de singularidades inherentes al ser español que ya se habían puesto de manifiesto en la Antigüedad mediante las figuras de Viriato y Sertorio y las conocidas resistencias de Sagunto y Numancia, y que volvería a encarnarse después en el Cid como personaje arquetípico del carácter patrio. Por otro lado, no debe extrañar que sean condes castellanos los protagonistas, ya que, dentro de la concepción pidalina de la historia, Castilla ocupaba un lugar preeminente, en tanto que eje vertebrador en la construcción de España.

En cuanto al episodio del envenenamiento, Menéndez Pidal encontró analogías en Apiano, Justino y Paulo Diácono, autores de los que el anónimo cronista podría haber tomado la inspiración. William P. Shepard creyó en 1908 que el envenenamiento había sido una invención del arzobispo Rodrigo Jiménez de Rada, quien a su vez lo habría tomado de otros episodios semejantes, lo cual había podido lograr gracias a sus vastas lecturas y al hecho de que, por ejemplo, Paulo Diácono, quien nos cuenta la historia de Rosamunda y Helmequis en su obra principal, la Historia gentis Langoberdorum, era bien conocido en época medieval [68]. Conviene tener en cuenta que en el momento en que Shepard llega a esa conclusión Cirot no había publicado su edición de la Najerense, probando que la leyenda existía con más de un siglo de anterioridad al Toledano.

Describamos ahora brevemente lo que dice este reconocido monje benedictino que vivió en el siglo VIII. Alboíno, antiguo rey longobardo, había vencido al rey de los gépidos y tomado como mujer a la hija de su líder, Cunimundo. Alboíno le había ofrecido a Rosamunda una copa, pero al darse cuenta de que se trataba de la que había elaborado con el cráneo de Cunimundo, su padre, debido al rencor que le provoca ese hecho, concibe asesinar a su marido «para vengar la muerte de su padre, y de inmediato trazó un plan para matar al rey de acuerdo con Helmequis, que era scilpor del rey». Entonces, y con la ayuda de otro hombre llamado Peredeo, ataron la espada de Alboíno para que no pudiese cogerla y Rosamunda hizo entrar a Helmequis, el asesino, para que cumpliese su labor. Murió Alboíno, como refiere Paulo Diácono, por la «maquinación de una sola mujerzuela» [69]. Tras el asesinato de Alboíno, Longino, prefecto de Rávena, aconsejó a Rosamunda que matara a Helmequis y se casara con él. Ella aceptó, le preparó una copa de veneno y, cuando Helmequis se percató de que estaba envenenada, desenvainó su espada sobre Rosamunda y la obligó a beberse lo que quedaba: «Así, por juicio de Dios omnipotente, los malvadísimos asesinos murieron al mismo tiempo» [70]. Aparecen, pues, elementos claves como la traición, la ambición, la honra, la venganza o la lujuria (que trataremos más detenidamente después), mientras que algunas acciones, como el hecho de emplear la espada, se verían reflejadas después en la Estoria de España.

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