En cuanto a su relación con los dioses, se le atribuye la erección de dos templos, pero las fuentes parecen privarle del reconocimiento pleno de su compromiso con las divinidades. Así, levantó el templo Dius Fidius, dios de juramentos y pactos, con lo que Tarquinio estaría manifestando su respeto por las normas del derecho divino, pero no lo consagró (no se hizo hasta el año 466 a.C.). Del mismo modo, el gran templo de Júpiter en el Capitolio, que representa, como divinidad cívica de Roma, una extraordinaria manifestación de poder del rey y, al tiempo, de afirmación de hegemonía de la ciudad sobre el Lacio, fue dedicado por el magistrado republicano M. Horacio en el primer año de la República. En este mismo sentido se sitúa la introducción de los libros sibilinos, no exenta tampoco de una interpretación negativa por parte de la tradición. Según se nos narra, una anciana le ofreció los libros al rey, quien los rechazó por considerar elevado su precio. Ante la negativa regia, la mujer los fue quemando hasta que solo quedaron tres y entonces el monarca aceptó abonar el precio inicial por consejo de los augures. Estos libros contenían recomendaciones y preceptos para conjurar aquellos prodigios que supusiesen una amenaza para la ciudad. Por esta razón constituyen una garantía para la seguridad romana y merecen ser guardados en el santuario Capitolino. Así mismo cabe en la tradición el relato de una consulta que el Soberbio realiza a Delfos (confusa en cuanto a su motivación, bien el temor que provocó en el rey la visión de una serpiente en palacio, o bien la ofrenda de parte de un botín) y que sostiene la imagen de prodigios negativos que envuelven la figura de este monarca, en contraste con sus antecesores.
El capítulo más tratado por los autores clásicos es su política exterior, en la que Tarquinio sí sale bien parado. Tanto Livio como Dionisio insisten en el papel que este desempeñó a la hora de imponer, por primera vez, la hegemonía romana en el Lacio, plasmada, además, de manera formal mediante la reunión de representantes latinos en el lucus Ferentinae, bosque sagrado dedicado a Ferentina, en Aricia. En este sentido, hay que anotar que las comunidades itálicas formaron ligas, basadas en alianzas defensivas, cuyos representantes solían reunirse en un santuario o cerca de él, caso del lucus Ferentinae, los latinos, o del fanum Voltumnae, los etruscos (S. Bourdin analiza con detalle esta cuestión). Las fuentes hablan de un nomen Latinum, al que Plinio el Viejo atribuía 30 populi albenses, y Roma, tras la destrucción de Alba Longa, reclamó la hegemonía sobre esta liga. En cualquier caso, la posición hegemónica de Roma quedó luego sancionada por el tratado que esta firmó con Cartago en el 507 a.C. Polibio cita este acuerdo como el primero de los diversos pactos romano-cartagineses conservados en unas tablas de bronce en el templo de Júpiter Capitolino. En él ambos estados acordaron mantener relaciones amistosas y no emprender acciones contra sus mutuos intereses. En concreto, los cartagineses aceptaron no actuar contra varias comunidades del Lacio, entre ellas Terracina, situada a unos 100 km al sur de Roma. Quedaba así reconocida la hegemonía romana sobre la región.
Respecto a la política interior, las fuentes ofrecen poca información. De ella obtenemos la imagen de un monarca cruel y despótico que provocó el rechazo tanto de la aristocracia como de la plebe. De esta manera, persiguió a sus oponentes, que sufrieron todo tipo de castigos (pena capital, exilio o confiscación de bienes), redujo la composición del Senado, al que ninguneaba, y se rodeó solamente de familiares y amigos. Y de forma similar actuaría con la plebe, a la que sometería a duras levas. La arrogancia de Tarquinio acabó por convertir en enemigos suyos a todos los poderosos de Roma. Estos esperaron la oportunidad para rebelarse, que se presentó en mitad de una guerra, en el año 509 a.C. Según la tradición, el monarca había abandonado la pacífica política de alianza con las otras ciudades latinas practicada por Servio. Por el contrario, obligó a someterse a las más próximas y les hizo la guerra a los volscos, pueblo que habitaba la región suroriental del Lacio. Mientras seguía la guerra, su hijo, Sexto, abusó brutalmente de Lucrecia, esposa de un primo del rey, Tarquinio Colatino. Lucrecia se suicidó y el escándalo provocado por el suceso suscitó una rebelión, liderada por Colatino y Lucio Junio Bruto, sobrino del monarca. También intervino el padre de la joven, Espurio Lucrecio, y un amigo de este muy influyente, P. Valerio Publícola. Bruto tenía buenas razones para ser enemigo de los Tarquinios, pues estos habían dado muerte a su padre y a su hermano mayor. El rey, que estaba luchando contra Árdea, intentó regresar a la ciudad, pero no pudo franquear las puertas y hubo de marchar al exilio. En estas circunstancias, Bruto y Colatino serían elegidos cónsules, con lo que la caída de la monarquía habría dado paso de manera inmediata a las primeras magistraturas de elección anual. El monarca huiría a Etruria para pedir ayuda en varias ciudades, logrando que Porsena, rey de Clusio, marchase contra Roma, para sitiarla sin éxito (508 a.C.). Tarquinio no desistiría en su empeño de recuperar el trono y, por medio de su yerno, Octavio Mamilio de Túsculo, movilizaría a la Liga Latina contra Roma para acabar siendo derrotado.
Así, pues, se relata el fin de la monarquía mediante una narración compleja y con tintes legendarios, por la cual Tarquinio es expulsado de la ciudad por un grupo de aristócratas airados ante la tropelía cometida por su hijo. La tradición presenta el final del último rey como un golpe de Estado incruento provocado por razones internas. No obstante, parece que los estudios arqueológicos del periodo contradicen esta visión y proyectan una imagen de destrucción y, por tanto, de mayor violencia. Quizá el papel de Porsena fuese distinto; podríamos considerarlo, tras su conquista de Roma, el verdadero responsable de la expulsión de Tarquinio. Una vez que Porsena fue derrotado en Aricia (504 a.C.), quedaba ya abierto el escenario para el enfrentamiento entre Roma y las demás comunidades latinas.
No obstante, algunos estudiosos prefieren no recurrir a este episodio y optan por explicar la transición de la Monarquía a la República como un proceso largo que no precisaría un acontecimiento revolucionario como este. En realidad, poco importa que los hechos sean del todo ciertos; lo significativo es conocer cómo se produce la evolución al nuevo sistema político. Tampoco el año en sí tendría mayor trascendencia, y podemos asumirlo como una fecha convencional más, al igual que la de la fundación. Lo relevante es el periodo, y no hay duda de que el proceso tiene lugar a finales del siglo VI a.C., quizás en los años 509 o 507.
Parece deducirse con bastante claridad que el final de Tarquinio fue provocado por la actuación de grandes familias opuestas al rey. En este episodio no habría pesado el origen etrusco del monarca, sino el carácter tiránico y populista de su poder. Por otra parte, las ciudades etruscas y del Lacio abandonaban por estas fechas el régimen monárquico; mientras, las griegas promovían la creación de órganos democráticos, de ahí la generalización de ejércitos de hoplitas. Roma se encontraba en un contexto similar, con familias patricias tradicionales que se enfrentaban con otras nuevas que aspiraban a disponer de análoga representación política. Además, en la ciudad etrusca de Clusio, el rey Porsena emprendió el proyecto de adueñarse del Lacio. Ante la presión tributaria impuesta por este, las comunidades de la Liga Latina se sublevaron y lo expulsaron. Porsena, pues, no buscaría restablecer a Tarquinio en el poder y con su intervención, simplemente, habría acelerado el proceso. El final de Tarquinio escribe también el epílogo del sistema monárquico que había dado ya antes, sin duda alguna, muestras evidentes de agotamiento.
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