Ana María Suárez Piñeiro - Roma antigua

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Roma ha ejercido una influencia sin par, indeleble y duradera, en nuestras sociedades y, en paralelo, su historia y civilización no han dejado ni por un momento de cautivarnos, tanto en la esfera académica como en la cultura popular. Jamás ha perdido Roma un ápice de actualidad; además, la arqueología permite, con relativa frecuencia, descubrir nuevos hallazgos o completar hitos de una cultura que continúa deslumbrándonos.En verdad la historia de Roma aún nos importa y sentimos la necesidad de conocerla y comprenderla, ya que somos parte de ella. Su dificultad estriba, en buena medida, en su extensión cronológica y espacial: alrededor de 1.200 años y un territorio que abarca varios continentes. Proponemos aquí recorrer un largo viaje por los acontecimientos y procesos esenciales que determinan su historia, un itinerario que arranca, a mediados del siglo VIII a.C., en una simple aldea de pastores situada en el monte Palatino y culmina en el Imperio que, tras dominar todo el mar Mediterráneo, acabó sucumbiendo, solo en su mitad occidental, en el siglo V d.C.Desde unos orígenes tan humildes, nada hacía presagiar el futuro desarrollo de este Estado. Roma antigua desvela y detalla las claves de esta expansión extraordinariamente veloz y contundente, capaz de integrar en una nueva entidad política a las grandes culturas mediterráneas (el mundo heleno-macedónico, la cultura cartaginesa, Egipto, Siria…). Y veremos también cómo este éxito abrirá, en buena medida, el camino hacia su propia disolución.

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Varios autores, como Livio, Dionisio, Diodoro o Estrabón, señalan con claridad una serie de préstamos etruscos. Entre ellos estarían vestimentas e insignias de reyes, ropajes y accesorios del triumphator, instrumentos musicales y su uso en la guerra y ceremonias públicas; prácticas rituales durante la fundación de la ciudad; el arte adivinatorio mediante la observación de las vísceras de animales sacrificados, o el diseño arquitectónico (el «estilo toscano» de Vitruvio) que habría dejado huella en la construcción de templos y tumbas. Aun aceptando estos elementos, los autores «antiestruscos» los minusvaloran por su carácter formal o simbólico, carente de trascendencia sobre la vida social o política romana. Por otro lado, esta misma tradición no marca el hiato que acabamos de indicar; no distingue fases. Recordemos que para los propios romanos su monarquía trascurre en progresión continua, y solo se rompe al final por la crueldad del último gobernante. Y estas fuentes tampoco presentan de manera explícita el dominio de Etruria. Tarquinio Prisco es descrito como inmigrante, hijo de un refugiado corintio, no como un conquistador etrusco. Sin embargo, esta dificultad sería salvada por los partidarios de la etrusquización de Roma, caso de A. Alföldi, recurriendo al interés de las fuentes por ocultar la verdad. Como vemos, pues, los textos pueden ser interpretados tanto para sostener la influencia etrusca como para limitarla, de manera que la tradición no resuelve la incógnita.

Por su parte, la arqueología no prueba una presencia dominante de elementos etruscos en Roma. Las inscripciones etruscas son escasas, los contactos entre Roma y Etruria son anteriores a la llegada de Tarquinio y sus sucesores, y tampoco parecen intensificarse de manera decisiva en esta fase avanzada de la monarquía. Además, elementos habitualmente atribuidos a la impronta etrusca pueden ser cuestionados. Por ejemplo, la sustitución de las cabañas por casas con cimientos de piedra y techos de teja parece probarse con mayor rotundidad en Roma y el Lacio que en la propia Etruria. Lo mismo cabría decir de obras de ingeniería hidráulica, como los canales de drenaje (cunicu­li) para sanear zonas pantanosas en ,áreas rurales del sur de Etruria, que, de igual modo, se constatan en el Lacio y son restos difíciles de datar.

Aparte de estas innovaciones materiales, atribuidas de manera casi sistemática por buena parte de la historiografía a la mano etrusca, habría que señalar otro aporte: la humanización de las divinidades ro­manas que, en origen, serían simples abstracciones impersonales. Con el tiempo, estas abstracciones tomarían forma de diosas y dioses por influencia exterior. No obstante, surgen de nuevo discrepancias, por cuanto hay quien considera que la inspiración determinante sería la helena, al derivar las representaciones etruscas y romanas de algunas deidades de la iconografía y del panteón griegos. Y esta influencia habría sido ejercida de modo directo, desde el periodo arcaico, sin la necesidad de intermediarios de ningún tipo, como serían los habitantes de Etruria. En este sentido, un hallazgo arqueológico parece atestiguar que la primitiva religión romana no fue necesariamente anicónica. En el santuario de Vulcano, ya citado e identificado por F. Coarelli en el niger Lapis del Comicio, apareció un depósito votivo con una copa ática decorada con un Hefesto. Ello vendría a señalar que los romanos de en torno al año 600 identificarían ya la imagen de Vulcano con Hefesto.

De este modo, hay quien rebaja de manera considerable la impronta que Etruria habría dejado sobre la Roma monárquica. En particular sobresale T. J. Cornell, declaradamente «antiestrusco» y «filogriego», quien prefiere señalar elementos helenos como catalizadores directos del desarrollo romano sin necesidad de buscar intermediarios. Este autor reivindica la helenización directa de Roma y, para superar el posible papel desempeñado por los etruscos, propone la existencia de una koiné cultural entre Etruria, Roma, el Lacio y la Campania, que implicaría intercambio de bienes, ideas y personas, y en la que resultaría imposible identificar qué influencias son anteriores o determinantes. También A. Duplá resalta las similitudes materiales registradas en el desarrollo de las ciudades de Italia central (Lacio, Etruria, Campania) tanto latinas como etruscas o griegas.

En cuanto a la presencia griega, es cierto que en la tradición literaria hallamos de manera recurrente elementos helenos, por ejemplo personajes como Demarato (aristócrata corintio, padre del primer Tarquinio); el mismo Pitágoras se presenta como maestro de Numa (aunque este sea dos siglos anterior) y el propio Rómulo no es más que un descendiente de Eneas, con el interludio de la dinastía de reyes albanos. En este sentido, los intelectuales griegos buscarían explicar el extraordinario desarrollo romano a partir de sus relaciones con el mundo heleno (sobre todo, de la Magna Grecia). Pero T. J. Cor­nell va más allá y califica a los tres últimos monarcas de tiranos, a la manera griega, por el carácter popular y antiaristocrático de sus gobiernos. Por su puesto, su opinión ha sido convenientemente contestada. Por ejemplo, J. Martínez-Pinna (2009) estima que esta última interpretación equivaldría a convertir Roma en una «provincia política» de Grecia, al plantear su evolución en paralelo al arcaísmo griego, cuando habría más diferencias que similitudes entre reyes romanos y tiranos griegos. Es decir, al negar el influjo etrusco algunos proyectan una sombra helena demasiado alargada y, a nuestro entender, innecesaria.

En suma, tenemos partidarios de la influencia decisiva de la cultura etrusca sobre Roma, otros que la matizan e, incluso, algunos que la minimizan recurriendo al influjo directo ejercido por las comunidades griegas. En nuestra opinión, la existencia de diversos elementos sociales y culturales de tradición helena es indudable, pero resulta complejo desentrañar la vía de llegada de estas influencias. En cualquier caso, la impronta «orientalizante» es rotunda y el resultado, más que las vías para alcanzar este, nos parece prioritario. Los etruscos serían los mejor situados sobre el terreno por su proximidad física y los intensos contactos mantenidos. Además, sus comunidades disfrutaron en el centro de Italia, en las fases clave de desarrollo de la Roma monárquica, de una posición privilegiada a nivel político, económico o cultural.

Los reyes romanos

El primero es Rómulo (753-717 a.C.), quien aparece como rey fundador, el gran hacedor u oikistés. Por esa condición, a él corresponde fijar los límites sagrados de la ciudad en el Palatino, la Roma quadrata, y crear las bases de la constitución política del nuevo Estado: las tres primeras tribus, las curias y el Senado, integrado por 100 patres, de quienes descenderían los patricios. Según las fuentes antiguas, en un principio la población romana estaba dividida en tres tribus: Ramnes, Ticies y Lúceres. Debido a la falta de información, esta división tripartita del cuerpo cívico ha propiciado múltiples interpretaciones para explicar su origen y alcance. Hay quien ha visto en los nombres de las tribus estirpes o líneas familiares: Ramnes derivaría de Rómulo; Ticies, de Tito Tacio; y Lúceres podría derivarse de Lucumón, guerrero etrusco afín a Rómulo. Esta lectura incluso serviría para identificar tres grupos étnicos distintos: romanos, sabinos y etruscos, respectivamente. No obstante, los textos, Varrón en concreto, identifican las tribus con distritos territoriales. En cualquier caso, estas tendrían un papel esencial para formar los órganos de gobierno y los cuerpos militares. Cada tribu se subdividía en diez curias (para un total de treinta) y, de esta división inicial, dependería la organización militar, puesto que cada tribu aportaría 100 jinetes y 1.000 hombres, hasta componer un ejército de 300 soldados de caballería y 3.000 de infantería.

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