1. Manuel Genaro de Villota, regente de la Audiencia de Charcas y oidor de la de Lima.
2. Juan Bazo Berry, oidor de la Audiencia de Lima.
3. El conde (consorte) de Valle-Hermoso y Casa Palma y marqués de Casa Xara, don Manuel Plácido Berriozábal y Beitia, oidor de las Audiencias de Charcas y Cuzco y alcalde del crimen de Lima.
4. Diego Miguel Bravo de Rivero, marqués de Castelbravo de Rivero, oidor de la Audiencia de Lima.
5. Además de don Manuel José Pardo Rivadeneyra y González, regente de la Audiencia del Cusco.
A estas autoridades que identifica el trabajo de Ruiz Gordejuela habría que agregar la presencia de don José Pareja y Cortés, fiscal de la Audiencia de Lima y dueño de una extensa hacienda y próspera mantequería en la capital (Anna, 1979, p. 37), de don José Ruybal y de don Luis de la Torre y Urrutia, que aparecen en la lista de exiliados registrados en el Consulado de España en Río de Janeiro89. Para todos ellos, como señalamos, Río de Janeiro les significó un lugar de paso, en su afán por observar, desde cierta cercanía, la correlación de fuerzas que se daba en el Perú, albergando todos ellos la esperanza de que, si la suerte cambiaba a favor de los realistas, podrían volver a asumir los cargos políticos que habían estado ejerciendo hasta antes de la Independencia. Así, don Juan de Bazo y Berry, el exiliado oidor de la Audiencia de Lima, además de enfatizar el «estado infeliz» en que había llegado a Río de Janeiro, solicitaba auxilio para «continuar viaje o regresar a Lima, si es reconquistada»90. Bazo y Berry también agregó que él y sus compañeros de travesía «eligieron el partido de abandonar nuestros destinos y sufrir toda clases de incomodidades, antes que faltar a nuestro honor y a la fidelidad tan debida a nuestro soberano».
Pero no fueron solo funcionarios reales los que llegaron a Río de Janeiro. El arzobispo de Lima, don Bartolomé María de las Heras, también hizo su arribo al Brasil, acompañado de dos capellanes, para luego de una breve estancia, continuar viaje a Lisboa. Ya establecido en la capital lusitana, se le proporcionó alojamiento en el monasterio de los Benedictinos, poniéndose en evidencia que el arzobispo contaba escasamente con los medios necesarios para poder trasladarse a Madrid, como era su deseo. Don Bartolomé María de las Heras, nacido en Carmona, Sevilla, era caballero de la Gran Cruz de la real y distinguida orden de Carlos III y de la orden americana de Isabel la Católica; asimismo formaba parte del Consejo de su Majestad como su capellán de honor. En el Perú había servido en 1787 el obispado de Huamanga, y el 14 de diciembre de 1789 fue nombrado para servir la sede del Cusco, de la cual se retiró el 24 de setiembre de 1806 para tomar bajo su cargo la sede de Lima metropolitana. En dicho puesto se encontraba al entrar en la capital San Martín y el Ejército Libertador en julio de 1821: de las Heras abandonaría la capital peruana un par de meses después, en calidad de emigrado.
De acuerdo a un documento oficial sobre la situación política de Lima, fechado en Río de Janeiro el 26 de diciembre de 1821, para esas fechas el señor arzobispo había arribado al Brasil, habiéndole tomado la travesía desde Lima 42 días de navegación. Adicionalmente, se consigna que San Martín había despojado a de las Heras de 30 000 pesos que este tenía depositados en el Consulado de Lima y que, después de muchas súplicas, el Protector le había entregado 8000 pesos para sus gastos de viaje, «ordenándole que no volviese más a Lima». Se agrega que el Arzobispo estaba preparándose para salir hacia su destierro, cuando se presentó en su vivienda «el mulato vil ministro de Estado Monteagudo» y le dijo que tenía que abandonar el Perú en veinticuatro horas, plazo que luego redujo a ocho horas, para después acortarlo a cuatro horas hasta que, finalmente, le pidió a su Ilustrísima que saliera de inmediato, con lo puesto, y solo rescataron algunas de sus pertenencias los dos únicos familiares que lo acompañaron91. Un trato igual de severo fue el que recibió el obispo de Huamanga, don Pedro Gutiérrez Cos, a quien también se embarcó para la península sin mayores preámbulos92.
Si bien Timothy Anna en su libro sobre la caída del gobierno real en el Perú hace explícito que el arzobispo firmó el acta de independencia y luego emigró, de acuerdo a las propias declaraciones de su Ilustrísima, él, sin jurar la independencia, acordó con San Martín que «obedecería lo que se mandase en el orden político y civil, y que en los asuntos sagrados y eclesiásticos, nada se mandaría sin el acuerdo de ambos»93. De las Heras argumentaría posteriormente que el Protector quebró este pacto a los pocos días y comenzó a dar decretos,
[…] para que se cerrasen las casas de exercicios, para que se suspendiesen todos los sacerdotes españoles seculares y regulares, para variar la liturgia y otros, y por haberle representado algunos inconvenientes…me desterró de Lima al pueblo de Chancay, sacándome con soldados que me condujeron y en este paraje me obligó a embarcarme para España con prohibición de que no volviese a Lima…todo quedó abandonado, todo me lo han saqueado y voy caminando a la península con escasas facultades, hallándome a la presente en el Jeneyro (sic), desde donde escribo ésta94.
En efecto, su declaración es fechada en la ciudad de Río de Janeiro, el 31 de diciembre de 1821, a escasos cinco meses de la proclamación de la independencia del Perú.
4. Perfil de algunos funcionarios realistas exiliados en Río de Janeiro
Es interesante constatar que dos de los funcionarios peninsulares que llegaron a Rio de Janeiro habían servido tanto en el virreinato del Río de la Plata como en el virreinato del Perú. Así, el andaluz, Juan Bazo y Berry, nacido en Málaga en 1756, se había desempeñado desde 1777 como teniente asesor de la Intendencia de Trujillo y en 1800 fue nombrado oidor de la Audiencia de Buenos Aires. Por lo tanto, estaba en funciones cuando se produjo la invasión inglesa al puerto bonarense, en 1806-1807, en que le tocó enfrentarse al general Beresford, quien se dice lo insultó en francés durante una discusión (Tavani, 2005, p. 94). En 1809 regresó al Perú al ser nombrado alcalde del crimen de la Audiencia de Lima, donde desempeñó este cargo entre 1816 y 1821, año en que San Martín declaró la independencia. Es interesante observar que dos de sus hermanos también se desempeñaron como oidores, don José fue oidor de la Audiencia de Santa Fe, en 1802; mientras que su hermano don Félix Francisco fue nombrado en 1804 oidor de la Audiencia de Chile (Lohmann Villena, 1974, p. 11).
Por su parte, Manuel Genaro Villota —el otro peninsular que desempeñó cargos en Buenos Aires y Lima— había nacido en Burgos y había servido como fiscal, primero en la Audiencia de Quito y luego en la de Buenos Aires, para finalmente ser trasladado a una plaza de oidor en la Audiencia de Lima. En sus declaraciones se quejaba de que había tenido que cesar en el ejercicio de sus funciones en ambos virreinatos, «por el sistema de independencia adoptado en la primera ciudad [Buenos Aires] en mayo de 1810 y trasladado [el mencionado sistema] a la segunda ciudad [Lima] en julio de 1821», es decir, por haber optado ambos virreinatos por la independencia. En Buenos Aires le tocó vivir la Revolución de Mayo en su calidad de autoridad peninsular, y fue preso y conducido en 1811 a la Isla de la Gran Canaria en unión del propio virrey del Río de la Plata, don Francisco Javier de Elio, y de los ministros de la Real Audiencia bonarense. Posteriormente, al conseguir la plaza de oidor en Lima, con el advenimiento del protectorado, San Martín le propuso continuar en su plaza bajo el nuevo sistema o salir expulsado del territorio del Perú. Villota optó entonces por lo segundo porque, en sus palabras, «negóse con firmeza a prestar el juramento que se le exigía incompatible con sus primeros y más sagrados deberes»95.
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