13 de mayo de 2017 · 71 likes
Yo siempre veo Eurovisión, lentejuela, caspa, tupé, Profidén, porque hay que ver Eurovisión para saber lo que pasa en el mundo. Usted ve Eurovisión ¿y qué pasa en el mundo? Pues lo contrario de lo que sale en Eurovisión.
No hay mejor forma de tomarle el pulso a la actualidad, aunque sea en negativo. Fíjense: hace algunos años Eurovisión era como un objeto arqueológico, un reducto del pasado que solo generaba interés en cuatro gatos; eran años en los que el proyecto de la Unión Europea iba como un avión, todo recubierto de prestigio. Ahora Eurovisión vive un momento de dulce revival, mientras que la UE se derrumba. En Eurovisión cada vez hay más países (meter a Corea del Norte sería una buena forma de limar asperezas y disfrutar de sus espectáculos comunistas), mientras que en la UE cada día hay menos. Eurovisión y la UE son inversamente proporcionales. Cuando una pierde legitimidad, el otro la gana. Si en los alrededores de la UE miles de personas van formando una alfombra de cadáveres sobre el fondo del mar, en los alrededores de Eurovisión miles de eurofans se van de loca romería (tiene algo de danza macabra). Si las personas cada vez tienen gustos musicales más eclécticos gracias a Spotify, en Eurovisión cada vez suena todo más igual, y más en inglés.
A Eurovisión la gente tendría que llevar su folclore nacional: España joteros y flamencas y Bielorrusia lo que canten y bailen en Bielorrusia. Entonces Eurovisión sería un espectáculo enriquecedor de coros y danzas que nos haría reconocernos en nuestra propia diversidad, como dicen las guías turísticas que hacemos en Lavapiés. Pero lo que nos muestra Eurovisión, sobre todo en los minirreportajes previos a las actuaciones de los artistas, es que todos los países son idénticamente hipsters y misterwonderfulescos; que en todas partes, hasta en Albania, la gente persigue sus sueños y toma rooibos en grandes mesas de madera avejentadas. La apaleada Grecia es indistinguible de la apolínea Dinamarca. Lo mejor de Eurovisión, ya lo saben ustedes, son las votaciones, esa pequeña clase de geopolítica estilo Risk: Portugal y España siempre se votan generosamente, como Venezuela e Irán. Eso sí, Eurovisión tendría que basarse más en la cooperación que en la competición y, por tanto, celebrarse en esperanto.
17 de mayo de 2017 · 37 likes
Ah, los pajarracos, los vi el otro día sobrevolando las señoriales cúpulas del barrio de Goya, se recortaban en negro veloz contra el cielo herido de Madrid al atardecer. No sé lo que son, si vencejos, o gorriones u oscuras golondrinas, el caso es que no se enteran de nada, los pajarillos, uno los mira desde la parada del C1 Circular que viene con retraso, sentado al lado de una maquilladora de El Corte Inglés que acaba la jornada kilométrica y regresa a su hogar en el cinturón sur, y que no se sabe si tiene cara de morir o de matar. Los pájaros lo ignoran todo (y eso que dicen que dentro de cada poema hay un pájaro, y viceversa), están siempre revoloteando en extrañas órbitas espirales en un plano superior de la ciudad: aquí abajo transcurren los problemas humanos y sus soluciones químicas.
Yo creo que esos pájaros acrobático-suicidas que veo son siempre los mismos, que son los que me siguen a mí, que me conocen, y que siempre revuelan a mi alrededor. Cuando cojo el C1 Circular siguen al autobús, pero, es más, cuando cojo el metro ellos siguen la trayectoria del tren subterráneo desde las alturas, al otro lado del asfalto, como atraídos por una extraña fuerza zoológico-magnética. Cuando duermo se echan a dormir justo encima de mi cuerpo, en la azotea, y comen cuando yo como y sufren cuando yo sufro. Cuando vuelo en avión por fin los supero en altura y velocidad, jodeos, alados animales, pero aun así emigran concienzudos hasta llegar a su destino transatlántico, en el que me tomo un daiquiri, que es un pájaro líquido.
Quizá cada uno de nosotros tenga sus propios pájaros y cuando morimos se queden volando sobre nuestra tumba, y si nos incineran y tiran nuestras cenizas por ahí, y son desperdigadas por el viento, también se desperdigan ellos, los pájaros, y se les rompen todos los huesos y caen, cataplof, sobre la tierra, muertos.
18 de mayo de 2017 · 162 likes
La imagen de un ejecutivo comiéndose una ensalada envasada o un sándwich sintético siempre me resulta grotesca. Se puede ver en los alrededores de las zonas negociantes y financieras, o en el AVE, donde lo estoy viendo ahora. A los ejecutivos les gusta alimentarse así y que los vean hacerlo, forma parte desde los años ochenta de la idiosincrasia del yupi, igual que el cinturón de balas forma parte de la del jevi.
Ahí lo llevo, al ejecutivo, con el pelo engominado, el smartphone humeante en una mano y el tenedor de plástico de la ensalada (New Yorker con beicon de Florette) en la otra. Da la imagen de ser un tipo sano, porque come verde, y de ser un tipo ocupado, porque no tiene tiempo de zamparse un grasiento menú del día con dos platos, postre, café y lo que surja.
A mí me da la imagen de un tío esclavizado por sus rutinas laborales (como todos, por lo demás, aunque nuestro trabajo pronto lo harán los robots y nosotros estaremos en el arroyo) que antepone esas llamadas, esos guasaps, esas cotizaciones bancarias a su propia salud y su siestica, y eso que es rico: es una ambición antihedonista, contrabiológica, calvinista, rara.
También me llama gastronómicamente la atención la relación entre comida, bebida y trabajo. Antes, en los productos culturales que reflejaban el curro nadie comía: ni Jack Lemmon comía en la alienante oficina de El apartamento, ni José Luis López Vázquez en las grises oficinas franquistas. Luego, desde USA, se implantó esa imagen del ingeridor laboral, amante de la comida basura, patatas de bolsa, perrito caliente, sándwich cutre, bebedor de grandes mugs de café, cómo no, americano. La taza de marras llegó hasta las mesas de los presentadores de late nite (que en realidad la tenían vacía o llena de whisky), y la máquina de café, donde se cotillea y conspira, se convirtió en epicentro de comedietas de ficción.
Ahora, cada vez que aparece una oficina, o una comisaría, o una redacción en una serie o película la gente come y bebe, y hasta cruza los pies encima de la mesa, eso le da un toque de informalidad muy chulo al capitalismo, al capitalismo cool, al capitalismo con rostro humano que se queda a currar hasta la madrugada, pide una pizza y la comparte con la limpiadora afroamericana, el único ser vivo que queda en el rascacielos. En la Unión Soviética no había migas.
20 de mayo de 2017 · 89 likes
Aquí me llaman Rey Gaviotu.
Estamos en la isla de Tabarca, una isla mínima a una hora en barco de Alicante. Es tan pequeña que desde una punta se ve la otra. Hay un puñado de restaurantes (donde sirven un plato tradicional llamado caldero), un espacio natural protegido (poblado de posidonia oceánica) con una casa en ruinas en medio, un faro, un fortín militar y un par de tiendas. Si quieres tabaco por la tarde, cuando todo cierra y el lugar se queda desierto, hay un par de ancianitos que te lo venden en el salón de su casa mientras ven Pasapalabra, como si fuera droga.
—En invierno solo vivimos aquí quince personas, incluyendo al ATS —dice la tabernera, que expone fotos originales de Elvis haciendo la mili; se las regaló una amiga alemana—. Son meses muy duros, este año hubo cuatro temporales y nos quedamos días incomunicados. Así que hay que tener reservas.
La cobertura es escasa y el wifi va fatal, así que publico esto como quien envía un télex desde la guerra de los Balcanes. En verano ya viene todo el turisteo y hasta han abierto un hotel-boutique (¿gentrificación en Tabarca?), pero ahora hay poquísima gente y muchísimos gatos que pululan por todo el trazado ortogonal del minúsculo pueblo, unos ciento cuarenta felinos me dicen, diez por persona. Están por todas partes, moviéndose sinuosamente, haciendo poco ruido. Es como si fueran los espíritus de los tabarqueños muertos. El pueblín, blanco y polvoriento, bien podría ser escenario de un wéstern crepuscular o la Comala de Juan Rulfo, por aquello del calor y los difuntos.
Читать дальше