Sin embargo, otras, las menos, la admiraban en secreto. Quizás porque entendían que Francisca era lo que ellas hubieran querido ser, pero no se habían animado. Mientras baldeaban la vereda cuchicheaban sobre el último novio de Francisca y comentaban ese andar soberbio que tenía, esa seducción desfachatada que ellas habían perdido por tener que lavar calzones. ¿Qué no hubieran dado por ser como ella, aunque más no hubiera sido por un momento? La admiración las desgarraba. Y tenían el coraje de admitirlo.
Elena y Nilda se la cruzaron en la verdulería y rompieron el hielo. Caminaron juntas. Entre risitas nerviosas, como una travesura, le pidieron un Derby. Ella les convidó. Tosieron la tos del primer cigarrillo.
—¿Qué me diste, Francisca? Me da todo vueltas.
Francisca se encogió de hombros.
—Es la costumbre, cuando se te pasa el mareo, empezás a disfrutar y entonces entendés para qué fumás.
— ¿Y para qué fumás?
—Mirá, después de dormir a los nenes, salgo al patio, prendo un cigarrillo y ya tenerlo entre mis dedos me cambia el día. No parece mucho, ¿no? Pero yo lo veo como los negros cuando abolieron la esclavitud. Una vez que probaste eso, es un camino de ida.
Entonces, con la premura de lo nunca dicho, hablaron de la vida doméstica, del ahogo que sentían. Se decía que del trabajo a casa y de casa al trabajo, pero para Elena y para Nilda el trabajo y la casa eran lo mismo.
Francisca había tenido que conseguirse una changa cuando su marido se fue, dos años atrás. Hacía la manicura en la peluquería de Teresa. Juntaba unos mangos, mantenía a los hijos, que eran tres, dos nenas y un varón.
—Se fue con otra, Elisa. Supe que armó una familia nueva. Yo ya hice eso del matrimonio y la verdad es que no me gustó. No me enganchan más. Ya sé que en el barrio me llaman puta, que digan lo que quieran. A Evita también le dicen puta.
— ¿No lo extrañas?
—Al principio, un poco. Pero un día me di cuenta de que hacía mucho que estaba harta de esa vida, y entonces me alivié, así que, en secreto, le agradecí al turro ese por su traición y decidí seguir sola. Mis hijos lo extrañan, y tienen razón, pobrecitos, el tipo no les da ni cinco de bola. Pero estamos inventado una familia sin un pelotudo en camiseta que se tira pedos y que en lo único que piensa es en Boca. Yo me divierto y no lo tengo ahí diciéndome “Francisca, ¿qué hiciste todo el día? ¡Esta casa es una pocilga!”. Igual, les digo, alguna cosa linda tenía Antonio, en primavera mi casa siempre olía a jazmines que él me traía. Pero ahora huele a Derby, qué se le va a hacer. Y me encanta. José duerme conmigo dos veces por semana, el tipo me cumple, eso me gusta, arregla la cortina cada vez que se traba y encima cocina un pastel de papas para chuparse los dedos. No necesito que me dé un techo, ya tengo uno. Y si alguna vez se borra, entonces, chicas, al carajo con José. No necesitás ser un macho para cambiar una lamparita.
Hubo escandalizadas risas femeninas.
—¿Y cómo es estar con otros hombres? –preguntó Nilda, tenía la excitación a la vista–. Yo solo conocí a Juan. Me casé a los 19, y acá estoy. No me quejo, eh, nos llevamos bien, es bueno conmigo, me ayuda con la casa, los sábados hacemos las compras, es un padre amoroso –Nilda hizo un silencio–. Lo que pasa es que yo, cuando era chica, me imaginaba otra cosa de la vida.
Francisca hizo una mueca y las miró con el cigarrillo en la boca.
Las chicas tenían el corazón agitado, querían escucharla, saber más.
—Hay que probarlo. Un mismo hombre para siempre es aburrido, pero eso es para mí. Y que Dios me perdone.
Miró al cielo y dio otra pitada al cigarrillo.
Después charlaron como la mayoría de sus vecinas, dijeron que gracias a la Señora pronto iban a poder votar, algo muy importante.
—¿Se imaginan? Yo nunca estuve en un cuarto oscuro, no veo la hora de depositar mi voto en la urna, PERÓN PRESIDENTE–EVITA VICE, yo apoyo al General y a la Señora hasta la muerte –dijo Elena.
—Eso, hasta la muerte –dijeron las otras dos a coro, se sorprendieron, se miraron, y empezaron a reír a carcajadas.
Después cambiaron los temas, los bueyes perdidos aparecieron como siempre, dijeron que era un invierno frío, y también comentaron la última película de Carlos Schlieper, Cosas de mujer. Se despidieron con un beso, y Nilda propuso ir a la plaza con los chicos el domingo a la tarde.
Cuando Francisca entró a su casa, dejó el changuito con las compras en la cocina y se fue al baño.
La bombacha seguía limpia.
Preparó fideos, gritó “a comer”, los chicos llegaron corriendo, parlotearon y comieron como potros felices. Después los acostó, salió al patio, suspiró, prendió un Derby. Contó las estrellas, canturreó Cambalache, terminó el cigarrillo, lo pisó, se fue a la cama.
Ya se dormía cuando pensó:
—No quiero ser madre otra vez.
El domingo, después de la siesta, se encontraron en la plaza. Llevaron bizcochitos de grasa, mate, una Crush. Mientras los chicos jugaban a la mancha, ellas charlaban, la conversación fluía, los temas se atropellaban, hablaban, se escuchaban, desmenuzaban cada palabra que salía de cada boca, no dejaban de contenerse y aconsejarse, de compartir lo silenciado por pudor o por la creencia de que hay cosas que no se ventilan. Dijeron groserías, hablaron de sexo, se retorcieron de la risa, fumaron, se abrazaron, las lágrimas vinieron solas.
Se hicieron las ocho.
—Chicos, a casa, vamos, a despedirse. Cinco minutos más y listo, es tarde –gritó Elena, que ya juntaba las cosas.
Francisca le agarró la mano a Nilda, la miró a los ojos, le dijo:
—Creo que estoy embarazada.
Elena escuchó y volvió la mirada para donde estaban las dos mujeres.
—Bueno, bueno, jueguen un rato más –dijo, y se metió en la conversación.
—¿Estás embarazada? ¡Qué alegría, Francisca! ¡Felicitaciones! –dijeron casi en automático y se le acercaron para abrazarla.
Francisca les mostró una palma, se fue para atrás, no quería abrazos.
—No entienden. No voy a tener otro hijo, necesito que me ayuden.
La miraban.
—No es momento, no tengo plata, pero tampoco es eso, yo, la verdad, no tengo ganas. A José no voy a contarle. Estamos tan bien así –las miró–. Yo creí que con todo lo que hablamos me iban a entender. Todo ese blablá de la libertad, el deseo, el fastidio con el encierro, ir y venir a mi antojo. Yo no conseguí nada por mí misma. Y estoy cansada para empezar de nuevo con los pañales. Che, no me miren así, por favor.
Elena agarró sus cosas, les pegó un grito a los hijos, miró a Francisca:
—Con esto no puedo, lo que tenés adentro tuyo es un tesoro, y que estés pensando en sacártelo, ay, Dios, no, no. Perdoname.
Se fue Elena.
Nilda la abrazó y le susurró al oído:
—Yo te voy a ayudar, hermana.
Le dio un beso como nunca antes le había dado a una mujer y buscó a sus hijos que seguían en las hamacas.
Francisca se quedó sola, se apretó el entrecejo con los dedos, hizo fuerza para no llorar. Prendió un cigarrillo, le dio una pitada larga. Miró al frente, un grupo de chicos jugaban a la pelota. Atrás, en un viejo paredón una pintada decía “Perón–Eva Perón. La fórmula de la Patria”. Agarró a los nenes, se fueron a casa. Los mandó a bañarse y puso a Juanita Larrauri en el tocadiscos.
Bailó Evita Capitana en la cocina mientras hacía milanesas con puré.
Al día siguiente se despertó temprano, llevó a los hijos al colegio y se fue a lo de Teresa. A media mañana apareció Nilda, se paró frente al mostrador y le dijo a la empleada que quería hacerse las manos.
—Con Francisca, por favor.
Francisca sacó los elementos de manicura, empezó a limarle las uñas. Charlaron del rumor: parecía que el domingo siguiente, Día del niño, la Fundación Eva Perón iría al barrio a repartir regalos.
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