El amor del grupo por la espontaneidad abarcaba incluso su repertorio: jamás tuvieron uno.
Jim Coffman era el propietario de The Underground, que, durante un tiempo, fue el club más de moda de Boston, una caja de zapatos tan pequeña que hasta con un puñado de gente parecía que estaba llena. A los grupos británicos de moda les gustaba The Underground y a menudo renunciaban a actuar en locales más grandes para tocar allí; Burma a menudo ejercían de teloneros. Era un paso natural que Coffman les hiciera de mánager. Con sus contactos con promotores de otras ciudades, Coffman les conseguía conciertos con grupos como The Fall, Human Switchboard, Sonic Youth, Johnny Thunders, Dead Kennedys, Black Flag o Circle Jerks. Como resultado, los miembros del grupo pudieron dejar sus trabajos diurnos, aunque apenas les daba para vivir. Incluso en el momento más álgido de Burma, los miembros del grupo ganaban solo quinientos dólares al mes, si bien por aquel entonces podías pagar ciento veinte dólares al mes de alquiler y comprar ropa chula en tiendas de segunda mano.
—Y estábamos de moda, así que entrábamos gratis en los clubs —añade Miller—. Nos daban birra gratis. Tenías una novia y si tenía comida en la nevera…
En esa época lo que estaba de moda entre los grupos de Boston era tener colores oficiales, como si fueran un club deportivo, y Burma adoptó el naranja fluorescente sobre una capa gris, la combinación de colores del single «Academy». Parecía encarnar las contradicciones del grupo; los aspectos grises y mecánicos, y también la cara fosforescente y sensacional.
Burma se forjó a partir de elementos antagónicos.
—Siempre ha existido esa idea de que si das un toque intelectual al rock & roll, acabarás envenenándolo o algo por el estilo —cuenta Prescott—. Pero no tiene por qué ser así.
En concierto, Mission of Burma no era una unidad artística estoica; era pura energía, con Miller y Conley saltando y corriendo por el escenario, Prescott agitándose viciosamente, a menudo chillando como un sargento de instrucción traumatizado mientras tocaba la batería. Sin embargo, el directo de Burma era como la niñita con el rizo en medio de la frente: cuando eran buenos, eran muy buenos. Y cuando eran malos, eran terribles.
—Pero esa era la naturaleza de la bestia —explica Tristram Lozaw, un crítico y músico de Boston de toda la vida—. Porque asumían riesgos, jamás sabías si ibas a vivir una de las experiencias más espectaculares de tu vida o si iba a ser un caos de ruido incomprensible.
Pese a todo, a Conley no le iba nada lo de tocar en público. «No estoy seguro de por qué estoy en el negocio», reconoció Conley a Matter en 1983. «No me gusta hacer álbumes y jamás me he sentido cómodo encima del escenario. Jamás me ha interesado la idea de ser un artista.»
—Creo que luchaba más contra mi conciencia que ningún otro miembro del grupo. Siempre me he sentido un poco raro encima del escenario: no me resultaba natural —reconoce Conley—. Jamás decía nada por el micrófono. Me sentía incómodo con toda esa gente mirándome.
La fe de Conley en el grupo le permitió sobrellevar sus numerosas giras, pero jamás facilitó las cosas. Empezó a beber para mitigar la ansiedad, una decisión que a la postre tendría consecuencias.
Afines de los 70 se produjo la llegada del fenómeno de la música disco. Los clubs preferían la comodidad, previsibilidad y economía de los DJ mientras aparentemente todos los críticos rendían pleitesía a la nueva palabra en boga: «bailable». Todo eso complicaba todavía más conseguir conciertos para los grupos, sobre todo los grupos no bailables como Burma. Así pues, no resultó sencillo preparar su primera gira nacional: un evento de veintidós días, quince conciertos y once ciudades en invierno de 1980. Una gira como aquella no tenía precedentes en ningún grupo underground de Boston, y lo único que tenían en vinilo era un single.
Increíblemente, la gira la realizaron en un jet. Eastern Airlines ofreció una tarifa plana de trescientos dólares para viajes ilimitados dentro de Estados Unidos a lo largo de un mes. La pega era que siempre tenían que salir de Atlanta. Así pues, aunque viajaran de San Francisco a Seattle, tenían que pasar por Atlanta. Y, como tenían que recorrer los cuatro rincones del país, tuvieron que soportar todo tipo de climas extremos: una tormenta de nieve en Milwaukee, un calor abrasador en Austin…
—Una auténtica locura —asegura Miller, aún alucinado por el disparate que supuso todo aquello.
Acabaron conociendo muy bien a los chicos de Burma en el vestíbulo oriental del aeropuerto de Atlanta. Prácticamente todos los días el grupo entraba con las fundas de los instrumentos, cada vez más demacrados, se agenciaban un trozo libre de suelo e intentaban dormir un poco.
—Todo aquello ahora parece una especie de sueño febril —cuenta Conley.
La distribución del disco no había sido precisamente ejemplar.
—Cuando llegábamos a las ciudades —dice Conley—, todo el mundo decía: «Hemos oído hablar de vuestro single… ¿Dónde podemos conseguirlo?».
No había modo de acceder a información de márketing tan esencial como, por ejemplo, si las tiendas tendrían suficientes discos cuando el grupo viniera a tocar a la ciudad o si, una vez en las tiendas, se vendían; simplemente, el dispositivo todavía no se había creado.
—Era como una nueva frontera —explica Coffman—. La música indie consistía en hacer todo lo que podías y en llamar a quien conocías.
Coffman confiaba en promotores locales para que ayudaran al grupo a llegar a la tienda de discos local adecuada, a la emisora de radio adecuada, al crítico adecuado.
—Todo el mundo se limitaba a apañárselas solo —cuenta Coffman, y añade que compartir la información era clave para sobrevivir—. Entonces, no había demasiados secretos: todo el mundo intentaba echar una mano a los demás.
Tocaban en clubs con aforo para doscientas personas. En ocasiones, pequeños artículos en la prensa nacional sobre el grupo habían llegado a esas ciudades, a veces urbanitas locales habían conseguido copias de revistas neoyorquinas de moda como New York Rocker o Village Voice. Cuando aquello ocurría, el local presentaba un lleno razonable. Cuando no sucedía, uno de los mejores grupos de rock estadounidenses superaba en número a su público.
—Si las cosas hubieran continuado así siempre, creo que no habríamos seguido tanto tiempo como lo hicimos —explica Prescott—. Pero había momentos en los que sabías que conectabas con la gente.
En Mineápolis tocaron dos noches y consiguieron que fuera tanta gente como para ganar la astronómica suma de ochocientos dólares. Los teloneros eran un grupo local muy poco conocido llamado Hüsker Dü. («Lo más asombroso que recuerdo de ellos —explica Bob Mould, guitarrista de Hüsker Dü— fue cuando mientras me daba un paseo durante la prueba de sonido vi cómo Clint Conley enchufaba su máquina de afeitar en la parte posterior del amplificador y se afeitaba. Y yo en plan: “¡Estos tipos son tan auténticos, son geniales!”.»)
Telonearon a Black Flag en Nueva York. Semejante cartel hoy se consideraría una pareja extraña, pero en el diminuto mundo del indie rock nadie pestañeó. Burma y Black Flag tenían estilos afines; ambos grupos tocaban fuerte, alto y ruidoso.
El grupo consiguió «conciertos bien pagados» en grandes ciudades y ciudades universitarias, aunque luego estaban todos los conciertos en los largos períodos intermedios. En estos casos, lo habitual era que nadie hubiera oído hablar del grupo, salvo el pobre idiota de turno que había contratado el concierto, por lo que inevitablemente solo acudían cuatro gatos. Como cuando tocaron en Montgomery, Alabama.
Читать дальше