3. Una cara en la ventana de hielo
Al cabo de unas horas, algo despertó a Mila de un sueño profundo y la joven abrió los ojos con un grito ahogado. Se quedó tumbada mientras el latido de su corazón se ralentizaba, escuchando los sonidos de sus hermanos, que dormían. Era una de las cosas que le gustaban de vivir en un invierno permanente: dormían todos juntos en la cocina sobre unos camastros al calor de la chimenea. Sanna, que tenía doce años cuando empezó el invierno, hablaba con nostalgia de cómo, tiempo atrás, había tenido su propia habitación para el verano, con cortinas de algodón muy finas; pero ahora la puerta de las habitaciones de verano, con las paredes más delgadas y las ventanas más grandes, estaba tapiada. Además, Mila no se imaginaba durmiendo sola.
Escuchó los ligeros ronquidos de Pípa junto a la oreja y la profunda respiración de Sanna al otro lado, con el pelo negro azulado como las alas de un cuervo, desparramado sobre la almohada de paja, como siempre. Sin embargo, al otro lado de su hermana, faltaban las respiraciones superficiales de Oskar.
Mila se incorporó con cuidado y las pesadas pieles le resbalaron por el cuerpo. Sintió frío de inmediato, a pesar de llevar el nuevo camisón de invierno que Sanna había vuelto a rellenar con musgo la semana anterior. Incluso tan cerca del fuego, su aliento creaba pequeñas nubes de vaho, como un dragón de una de las historias de papá.
«Papá». Pronunció la palabra en silencio, por primera vez en meses. Se había establecido una especie de norma implícita entre los hermanos de no hablar de él, aunque estuviera presente por toda la casa, desde los pantalones que por fin le iban bien a Oskar, hasta las hachas de leñador junto a la chimenea, con las empuñaduras suavizadas por el uso.
Cuando el desconocido había preguntado por él, los recuerdos habían vuelto en cascada. Evocarlo era doloroso. Olía a savia y a humo de leña. Tenía los ojos azules como el hielo, igual que Sanna, y una risa y un corazón salvajes, pero también era amable. Ni siquiera su padre había sido tan osado como el hombre de afuera.
Se sintió vacía, como una mano que cae después de estar acostumbrada a que la sostengan, y, por primera vez en mucho tiempo, quiso hacer cosas que le recordaran a él y no que la hicieran olvidar. Tal vez, al día siguiente, cuando el desconocido y sus acompañantes se hubieran marchado, podrían ir hasta el árbol corazón y sentarse a contar historias, como hacían antes.
Pensó en el oso del estandarte del hombre. Papá les había contado cuentos sobre Bjørn, el espíritu oso que protegía los árboles, y Eld, el oso solitario que se enamoró del sol. Unas historias tristes y bonitas que no se parecían en nada al desconocido.
Se fijó en la oscura ventana de hielo y se tapó la boca con la mano para no gritar. Había una cara enorme y distorsionada en la ventana. El fuego la iluminaba de forma grotesca y la hacía parecer muy ancha y repugnante, como si no tuviera bordes. Unos ojos dorados brillaban en la luz parpadeante. Y delante de la ventana…
—¿Oskar? —susurró.
La cara del desconocido desapareció y Oskar se volvió desde donde estaba mirando. Mila salió de la cama y se acercó a él, descalza y encogida al pisar las partes frías del suelo donde ya casi no quedaban juncos. Se detuvo a poca distancia de su hermano. Parecía que habían pasado años desde el abrazo. Ahora la distancia crecía entre ellos. Estaba muy pálido y tenía los ojos completamente abiertos y vidriosos.
—Oskar, ¿qué hacías?
—Los observaba —dijo en voz baja y seca.
—¿Qué hacen?
—Nada.
Mila se estiró para mirar por encima del hombro.
—Estabas hablando con ellos.
—No, qué va.
Se movió para impedirle ver. Tenía un poco de sudor en el labio superior. Parecía febril.
—¿Quieres un poco de caldo? ¿Despierto a Sanna?
—No —dijo, sin apenas contener la ira—. Vuelve a la cama.
Mila levantó la barbilla y lo miró con los ojos entrecerrados.
—¿Qué pasa?
Una sombra, como una anguila que parpadea bajo la superficie de un lago, atravesó la cara de su hermano. De repente, parecía más viejo. No era él mismo.
Mila levantó la mano para tocar el extraño bulto de la mejilla de Oskar, pero él la agarró por la muñeca con fuerza y hundió los dedos fríos en su cálida piel. Jadeó y lloró cuando sintió dolor. Él se le acercó.
—Vuelve a la cama, Mila.
Un pinchazo en la sien se sumó al dolor de la muñeca cuando la soltó. Con la respiración agitada, hizo lo que le ordenó, se volvió a meter entre sus hermanas y se tapó la cabeza con las mantas para intentar calmarse. Una manita sujetó la suya y se percató de que Pípa también estaba despierta. Removió las mantas hasta que se encontró con los ojos brillantes de la pequeña en la oscuridad.
—¿Qué le pasa a Oskar? —susurró Pípa.
Como respuesta, se llevó un dedo a los labios. No quería que ni su hermano ni el desconocido las oyeran.
¡Arriba!
Alguien le apartó de golpe las pieles a Mila. Gritó y levantó los puños para protegerse, pero tan solo era Sanna.
—Venga, Mila, levanta.
La luz tenía el tono gris pálido de las mañanas, y su hermana mayor llevaba la ropa de trabajo, el broche de Geir sobre el corazón y el pelo negro recogido en un moño tirante. Entrecerró los ojos y tensó la mandíbula, irritada.
—¿Qué…? —intentó preguntar Pípa, todavía aferrada a la mano de Mila.
—Los hombres se han ido —dijo Sanna con brusquedad.
—Qué bien —respondió Mila, temblando, mientras trataba de taparse con las mantas.
Sanna soltó una risa amarga.
—Nuestro hermano también.
Mila sintió una punzada de terror en el pecho.
—¿Oskar se ha ido? —chilló Pípa.
Mila se frotó los ojos para espabilarse más deprisa.
—A lo mejor los ha seguido hasta la frontera de Stavgar para asegurarse de que se marchaban. O ha ido al árbol corazón…
Sanna la miró fijamente.
—¿Por qué iba a ir allí?
—El hombre —balbució Mila, dudosa—. Ayer nos preguntó por nuestro padre y me hizo pensar en él. A lo mejor le ha pasado lo mismo a Oskar y por eso ha ido hasta allí.
—Nos dijo que no fuéramos nunca —advirtió Pípa, muy seria.
—Ya sabes cómo es, no escucha los consejos de nadie, ni siquiera los suyos —comentó Mila—. A lo mejor ha salido temprano a comprobar las trampas.
Sanna puso los ojos en blanco y el dolor que Mila sentía en el pecho se convirtió en fastidio. ¿Por qué su hermana no estaba más preocupada?
—¿Deberíamos ir a comprobarlo? —preguntó mientras corría hacia el fuego, donde colgaba su túnica para protegerse del frío de la mañana. Se la puso por la cabeza, le dio tres vueltas al cinturón y lo anudó por los extremos antes de ponerse las mallas de lana. Estaban calientes y humeantes. Respiró hondo, más tranquila—. Puedo llevarme a Dusha con el trineo y…
Sanna soltó otra risa extraña y entrecortada. Mila se acercó a ella.
—¿Qué te hace tanta gracia?
—Nada, no tiene ninguna gracia —respondió su hermana con un largo suspiro y echó los hombros hacia atrás. «Es muy guapa», pensó Mila a pesar del enfado, algo distante—. Pero deberíamos haberlo visto venir.
—¿El qué? —preguntó Pípa, pero Sanna se dio la vuelta y descolgó el cubo para la nieve del gancho que había junto a la chimenea.
—Voy a por nieve fresca. Poned más juncos aquí, se están esparciendo.
—¿Qué deberíamos haber visto venir? —volvió a preguntar Pípa, pero Mila se limitó a negar con la cabeza. La mención de los juncos le recordó la sensación de caminar descalza sobre el suelo helado y la extraña conversación con Oskar.
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