—Necesito una Corona —dijo Carlos.
—Te acompaño —dijo Louis.
Se levantaron. Louis llevaba un pantalón de vestir y una camisa de manga larga; parecía un luchador profesional fuera de servicio. Carlos llevaba botas negras de cuero y pantalones, una camiseta negra estrecha que le marcaba su cuerpo musculoso y revelaba sus tatuajes, y el pelo negro peinado hacia atrás. Remataba el look con una pulsera ancha de plata en cada muñeca. Parecía un torero mexicano.
—Vamos al puesto de comida —dijo Carlos—. ¿Queréis algo? Invita Louis.
—Cerveza —dijo Bobby.
—Zarzaparrilla —dijo Scott.
—Café con leche —dijo Karen.
—Margarita —dijo Boo.
—Muy graciosa —respondió Carlos.
—Queremos conocimientos —dijo Boo. Pajamae asintió. Carlos se rio.
—¿En un partido de fútbol?
Boo puso los ojos en blanco y se volvió hacia la única persona de la fila que podía ofrecerle ese conocimiento.
—Karen, ¿qué es el sexo oral?
Scott y Bobby saltaron del asiento.
—Os acompañamos —dijo Bobby.
—Desde luego —añadió Scott.
Karen sacudió la cabeza.
—Cobardes.
Los hombres salieron rápidamente y subieron los escalones, pero una vez fuera de peligro, Scott se giró para ver a las chicas vestidas con sus camisetas de los Dallas Cowboys alrededor de Karen; de pronto, Pajamae se irguió con expresión de incredulidad.
—¡No es verdad!
Boo la siguió.
—Voy a vomitar.
Bobby le dio una palmadita a Scott en el hombro.
—Salvados por un pelo.
—Joder con las niñas —dijo Carlos—, no avisan ni nada. Lo sueltan sin más.
Tony Romo lanzó un pase largo para ganar ventaja contra los Gigantes. Los Dallas Cowboys no jugaban en Dallas, y los Gigantes de Nueva York no jugaban en Nueva York. Pero ese día ambos equipos jugaban donde había vivido gente antaño. Pobre gente. La ciudad de Arlington había condenado y derribado noventa hogares para dejar espacio para el estadio. La ciudad de Dallas había tenido la oportunidad de traer a los Cowboys a casa; no habían jugado un partido en Dallas desde 1971, cuando cambiaron el Cotton Bowl por el Estadio de Texas, en Irving. El Cotton Bowl iba a derruirse para construir el estadio de los Cowboys en su lugar. Era una oportunidad única para remodelar el sur de Dallas, para traer gente, dinero y negocios. Pero la política se metió por medio, de modo que Arlington consiguió los Cowboys, y a los pobres los pusieron de patitas en la calle. Era perfectamente legal. Scott lo sabía, porque una vez había condenado los hogares de gente pobre para construir el hotel de Tom Dibrell.
El techo estaba abierto. Dios podía ver a su equipo jugar —los Cowboys contaban con mucha ventaja y aún no habían llegado al intermedio, con lo cual, Dios estaba contento ese día— y Scott podía ver el cielo azul. Pero las luces estaban todavía encendidas. Bobby hizo un ademán con la mano.
—Leí en el Wall Street Journal que el estadio consume más electricidad durante un único partido que toda la capacidad eléctrica que genera Liberia.
—No me gustaría ver la factura.
—Si los Cowboys ganan un partido más, dentro de tres semanas jugarán la Super Bowl justo aquí. Será divertido traer a las chicas y al pequeño Scotty.
—El precio de las entradas supera con creces nuestro nivel salarial. Y no estoy seguro de si me gustaría estar cerca de aquí ese día.
—Los tipos malos están en la cárcel. La Super Bowl está a salvo.
Tres semanas después, jugarían la Super Bowl en ese estadio, en ese campo. Scott observó otra vez el enorme estadio, desde las altas puertas de cristal de la entrada, más allá de cada zona de anotación, hasta el campo de juego, y luego los treinta pisos hasta el agujero del techo. No parecía posible haber construido aquel lugar, y parecía aún menos posible derribarlo con una bomba. Pero, al parecer, querían intentarlo.
—Este lugar será un zoo.
—¿Y no lo es ya?
Kelly Clarkson cantaba en un escenario que se había colocado en la línea de mediocampo; la enorme pantalla ampliaba su cara. Los fans bailaban en los pasillos y cantaban al unísono. Hawkers ofrecía cerveza, perritos calientes, algodón de azúcar y cerveza; el aroma de las palomitas y los nachos inundaba el aire. Pajamae daba saltos delante de su asiento. Boo jugaba con el pequeño Scotty. Karen se tomaba su café. Carlos y Louis apuntaban con los binoculares a las animadoras. Bobby sonreía como un hombre en paz con el mundo, hasta que Karen le colocó al pequeño Scotty en el regazo.
—Te toca —dijo.
—Joder.
Scott retrocedió al olerlo. Bobby no se alteró; todavía estaba acostumbrado a la caca de bebé.
—Sabes, Scotty, puede que nuestras vidas en el juzgado sean aburridas, pero son unas buenas vidas. Es una vida mejor que la que podría haber soñado. Para ser dos arrendatarios de Highland Park, nuestras vidas son la leche.
—Sí que lo son, Bobby.
Scott sonreía como un hombre en paz con el mundo. Chocó su puño con el del pequeño Scotty justo cuando el bolsillo de Bobby empezó a cantar Sweet Home Alabama.
—¿Qué es eso?
—Mi teléfono.
Descolgó. Escuchó. Colgó. Se recostó en el asiento.
—¡Mierda!
—Dale al chico un pañal limpio.
—No, no es el pequeño Scotty. Es la llamada.
—¿Quién era?
—El magistrado de Porter.
El juez Porter era el juez decano del distrito.
—¿Y?
Bobby dejó escapar un largo suspiro.
—La lectura de cargos es a las diez.
—¿Qué lectura de cargos?
—Omar al Mustafá y sus veinte colaboradores.
—¿Necesita tu ayuda?
Bobby negó con la cabeza.
—La necesitas tú.
—¿Por qué?
Miró a Scott.
—Porque tú eres el juez presidente, Scotty.
Capítulo 6
Lunes, 18 de enero
Veinte días antes de la Super Bowl
El sol empezaba a asomarse por encima del horizonte mientras Scott subía Preston Road en dirección al norte, dejando atrás las propiedades valladas de Tom Dibrell, el antiguo cliente rico de Scott, Jean McCall, la viuda del senador, y Jerry Jones. Un Lincoln Town negro salió por las puertas justo delante de Scott; el conductor era el propio Jerry. Le dedicó una sonrisa a Scott y se alejó en el coche; ese día era un hombre feliz, y con razón. Según la revista Forbes, su equipo de fútbol era la franquicia deportiva más valiosa del mundo con cuatro mil millones de dólares. Por si no fuera poco, si su equipo ganaba un partido más, jugaría en la Super Bowl por primera vez en veinte años. En otra época, esa habría sido la mayor noticia en Dallas, pero esta no era como otras épocas.
El Estado Islámico había desembarcado en Dallas.
Scott había presidido, quizás, unos cien casos criminales en el último año; la mayoría habían acabado rápido con un acuerdo conciliatorio. La mayor parte de los acusados eran culpables. Un caso criminal en la corte federal seguía un procedimiento fijo, ya fuera un caso de fraude fiscal o terrorismo: formulación de cargos, arresto, lectura de cargos, audiencia de detención, vista previa al juicio, veredicto y sentencia condenatoria o puesta en libertad. Existía una rutina prefijada para los casos criminales. Un caso de terrorismo no sería rutinario, pero ese día —lectura de cargos y detención— lo sería: los abogados harían una comparecencia o serían asignados, se leerían los derechos constitucionales y cargos penales, se harían declaraciones y se establecerían unas condiciones para salvaguardar el derecho de solicitar libertad condicional mientras el juicio estuviera pendiente; o bien el gobierno pediría la presión preventiva, celebrarían una audiencia de detención y se decidiría si los acusados se quedaban en la cárcel o salían bajo libertad condicional. Un gran jurado federal había imputado a los acusados por conspirar para usar un arma de destrucción masiva; sin duda, las pruebas contra ellos eran contundentes. A Scott no dudaba de que permanecerían en prisión hasta el veredicto.
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