—Es el coche más largo que he visto nunca —dijo Boo.
Las chicas estaban de pie frente a la ventana. Scott se acercó para mirar. Al otro lado de la calle había una limusina blanca. Una chica salió de la casa con un vestido corto de fiesta y tacones.
—Esa es Brittany —dijo Pajamae.
—Su padre es rico —añadió Boo.
—¿De veras?
Boo asintió.
—Es un abogado famoso. Tiene su propia valla publicitaria en la autopista.
—¡Guau!
—Va a estudiar fuera el año que viene.
—¿Ah, sí? ¿Dónde?
—En Nueva York.
—¡Cómo mola!
Las chicas contemplaron la escena durante un momento. Se abrió la puerta del conductor y salió un hombre vestido con un traje de cuero negro.
—¿Ese es Carlos? —preguntó Boo.
El conductor las miró, sonrió y las saludó con la mano. Era Carlos.
—Debe ser pluriempleado —comentó Scott.
—¿Pluviempleado? ¿Qué tiene que ver la lluvia con conducir una limusina? —preguntó Pajamae—. Y Carlos odia los funerales.
—¿Los funerales?
Pajamae señaló con el dedo.
—Es una limusina blanca, debe de ser un funeral.
—¿Por qué?
—En los funerales de negros del sur de Dallas siempre hay limusinas blancas.
A Boo pareció impresionarle la noticia.
—No es un funeral. Es el baile de promoción del instituto Hockaday. Brittany estudia ahí. Tiene dieciséis años.
La madre de Brittany, desde el otro lado de la calle, hizo algunas fotos a las tres jóvenes parejas que estaban junto a la limusina. Los chicos vestían trajes oscuros, y las chicas lucían faldas cortas y tacones de aguja.
—El vestido apenas le tapa el culo. Las faldas de mamá eran más largas. Cuando se siente en la limusina, los chicos van a verle la ropa interior.
—Si es que lleva —comentó Boo.
—¿Sin ropa interior? ¿Ni siquiera tanga?
—¿Tanga? —intervino Scott.
—Todas las chicas llevan tanga —explicó Boo—. Salvo nosotras.
Sexo oral y tangas, como si ambas cosas fueran de la mano. Quizá era así. Un hombre no puede criar mujeres. Scott desvió la mirada. No quería pensar en chicas de dieciséis años que usaran tanga o no llevaran nada debajo del vestido corto. A sus hijas solo les quedaban tres años para cumplir los dieciséis. ¿Cómo se educa a unas niñas de trece años en la era de Cincuenta sombras de Grey? ¿Cómo les dices que sean mujeres fuertes e independientes cuando el mundo les está diciendo que sean objetos sexuales?
—Seguro que habrá sexo oral en esa limusina —dijo Pajamae—. Hablarán, hablarán y hablarán.
—Con esos tacones va tambaleándose —dijo Boo—. ¿Cómo va a bailar?
Pajamae agarró a su hermana de la cintura.
—Vamos a bailar.
Las chicas se apartaron de la ventana y empezaron a dar saltos. Scott las observó.
—¿Qué estáis haciendo? —preguntó.
—Estamos bailando.
—Eso no es bailar.
—Sí que lo es.
—No, no lo es. Esto es bailar.
Extendió las manos hacia Pajamae. Ella las miró como si fueran una cosa extraña.
—¿Qué?
—Coge mis manos.
—¿Por qué?
—Para que podamos bailar.
—¿Se baila cogidos de las manos?
—Sí.
—¡Mentira!
—Es un tipo de swing country. El chico y la chica se cogen de las manos.
Le cogió las manos y él la atrajo hacia sí. Dio un paso doble, luego la alejó y la hizo girar bajo su brazo. Le enseñó unos cuantos pasos de swing.
—¿Así es como baila la gente vieja?
—Así es.
Boo puso música country en el teléfono y se unió a ellos de un salto. Scott les enseñó todos los pasos que podía recordar. Las chicas reían de felicidad. Él adoraba ese sonido.
—¡Me encanta! A. Scott, no tenía ni idea de que sabías bailar.
Sabía.
A. Scott Fenney era muy conservador a la hora de bailar y cocinar a la parrilla. Tenía experiencia. El carbón de leña era sencillo, anticuado, inocente. El gas era moderno y sofisticado. El carbón era arte: medir el calor a partir del color de las cenizas. El gas era ciencia: doscientos grados según marcaba el termómetro. Cualquiera podía hacer eso. No se precisaba ninguna habilidad. El carbón se remontaba a los tiempos antiguos. A una era y un lugar más sencillos. Cuando la vida era más lenta. Menos cara. Menos complicada. A una era en que las niñas de trece años no llevaban tangas y la gente no tramaba volar estadios de fútbol.
A menudo echaba de menos esos tiempos.
Lo cual le hacía sentir como si fuera su padre. Echando de menos los viejos tiempos. Tal vez no los buenos tiempos a los que se remontaba la generación de su padre —los años cincuenta y sesenta no fueron tan buenos para las minorías y las mujeres— sino los buenos tiempos antes de que te cachearan y te hicieran desnudarte para volar en avión o antes de que pusieran detectores de metal a la entrada de los colegios o, desde luego, antes del 11-S.
Esa tarde la temperatura no solo había superado los diez grados, sino los quince. Había sido un sábado glorioso. Scott estaba sentado en el patio trasero, bebiéndose su cerveza semanal, contemplando el atardecer y esperando a que las cenizas de la barbacoa se pusieran blancas. En su vida anterior tuvo un patio trasero con una parrilla integrada que parecía sacada de una revista tipo «hogares de ricos y famosos». A menudo se sentaba en el patio a beberse una cerveza y observar la piscina a medida y la extensión de césped bien cortado por unos mexicanos; allí podía recorrer treinta y seis metros desde el patio hasta la valla trasera. Pero esta piscina que veía ahora era más pequeña que la enorme bañera de la mansión de Beverly Drive; él mismo cortaba el césped, y podía escupir por encima de la valla trasera desde donde estaba sentado en ese momento. Observó el paisaje durante un rato, y pensó que quizá en primavera plantaría mirtos a lo largo de la valla trasera. Mirtos con flores amarillas.
—Me encanta el capitán —dijo Boo.
Scott estaba sentado en medio del sofá, y las chicas a ambos lados. Estaban comiendo hamburguesas y alubias al estilo inglés y boniatos fritos sobre unas bandejas plegables mientras veían Persuasión en el pequeño televisor. Él y Rebecca nunca habían visto películas con Boo los sábados por la noche. Los sábados por la noche Rebecca trabajaba, siempre subiendo diligentemente en la escala social. Ahora a Scott le gustaban las dos pequeñas mujeres de su vida. Había perdido una esposa y ganado una hija.
—¿Las demás chicas de vuestra edad ven películas con sus padres los sábados por la noche?
—No —dijo Boo—. Van a fiestas.
—¿Vosotras queréis ir a fiestas?
—¿Con ellas? No.
—¿Os alegráis de estar en casa conmigo?
—Sí.
Pajamae asintió y dijo:
—¿Podemos tomar batido de malta ya?
—Podemos.
Boo pausó la película. Llevaron los platos a la cocina. Las chicas enjuagaron los platos y los metieron en el lavaplatos mientras Scott preparaba los batidos. Mezcló en la batidora helado de vainilla, batido de chocolate, extracto de vainilla y malta. El batido de chocolate en lugar del sirope de chocolate era la clave para conseguir un buen batido de malta y chocolate. Pajamae probó el resultado con una cuchara.
—Más helado, creo —dijo.
Scott añadió más helado y les dio a probar de nuevo. Le dieron su aprobación. Sirvió el batido y volvieron al sofá. Boo volvió a poner la película. El amor no correspondido no tardó en ser correspondido.
—Mira cómo corre esa chica —dijo Pajamae—. Esta vez no va a perder a su hombre.
—«He recibido vuestra proposición» —citó Boo—. ¡Dios, qué romántico!
Читать дальше