George se frotó el cuello.
—¿Cómo se le corta a alguien la cabeza?
—Porque te dejan en la sección de cosméticos y no te dicen a dónde van.
Ambos se giraron hacia la segunda… no, tercera esposa de George y la contemplaron del mismo modo en que los hombres habían contemplado a Rebecca. Era un maniquí enfundado en unas mallas de yoga: en forma, tonificada y rubia, perfecta de un modo demasiado perfecto, como si la hubieran retocado. Al lado de George, parecía tan joven como para ser su hija. Lo cual quería decir que era una esposa trofeo en Highland Park.
—Eso es un por qué, no un cómo —dijo George.
Su esposa puso los ojos en blanco y luego miró a Scott de arriba abajo, del mismo modo en que miraría al nuevo encargado de la piscina.
—Cariño, este es el juez A. Scott Fenney.
—¿Tribunal Estatal? —preguntó.
—Federal.
—Ay —exclamó como si estuviera impresionada.
En ese sentido también era igual que Rebecca; entendía la diferencia entre los jueces estatales y federales. Los grandes bufetes como el de su marido dominaban a los jueces estatales, pero temían a los federales. En momentos así, Scott disfrutaba mucho de ser juez federal. La joven señora Delaney frunció el ceño sin que se formara ninguna arruga.
—¿Fenney? ¿Eres pariente de Rebecca Fenney?
—Ya no. Nos divorciamos hace tres años.
—Era tan preciosa y tan atlética. La conocía del club. Le encantaba el golf y… ay, sí, ya me acuerdo. —De repente le vino todo a la mente—. Huyó… eh, se mudó, ¿verdad?
George se puso lívido y buscó desesperadamente un plan de escape.
—Vaya, juez, tu hija jugó genial anoche. Mi nieta es una Daisy. Tiffany. ¿Cómo se llama? ¿Pajama?
—A Galveston, ¿verdad? —siguió hablando la señora Delaney—. ¿Y hubo un asesinato? ¿O algo así?
—Pajamae, Pa-shu-may —dijo dirigiéndose a George, después se giró hacia ella y añadió—: Algo así. Era inocente.
—Ah, bien —exclamó la señora Delaney como si Scott hubiera dicho que ganó el concurso a la mejor tarta en la escuela.
—¿Pajamae? —George frunció el ceño—. ¿Qué es eso, francés?
—Negro.
—Ah.
—¿Y dónde está? —preguntó la señora Delaney.
—En la sección de frutas y verduras.
—¿Rebecca está aquí?
—No, Pajamae está en la sección de frutas y verduras.
—¿Dónde está Rebecca?
—En alguna parte con un hombre.
La mueca de George evidenciaba su conflicto interno: los trofeos estaban solo para exhibirlos; no debían hablar a destiempo. O mejor aún: nunca. Tomó su carne y su trofeo y se los llevó, pero antes hizo un gesto con la mano por encima del hombro.
—Me alegro de verte, juez.
Scott tuvo su trofeo una vez, a Rebecca. La había exhibido. Se había sentido orgulloso de que lo vieran con ella. La había considerado en cierto modo algo de su propiedad. Como si fuera su dueño. Como si la hubiera comprado. Pero los trofeos se parecen mucho a los políticos: rara vez permanecen comprados. Su trofeo desde luego no.
Metió los pollos en la cesta y se marchó.
Scott se encontró con las chicas en la cola de la caja. Su cesta contenía los pollos, bisonte picado, leche, nata, yogur, huevos, beicon canadiense, avena, muesli, pan integral, mantequilla de cacahuete, jamón, queso, pepinillos para Pajamae y condimentos para las enchiladas de Consuelo. La cesta de ellas estaba llena de lechuga y otros vegetales (que él temió que acabasen en sus batidos matutinos), tomates, aguacates, plátanos, pepinos, fresas, arándanos, helado y media sección de vitaminas y suplementos.
—¿Qué es todo eso?
Boo colocó un recipiente de plástico en la cinta.
—Aceite de pescado con Omega 3. Aceite de peces de agua fría, como el salmón. Se ha demostrado que protege el corazón.
—¿Y esto?
Puso otro recipiente en la cinta.
—Resveratrol. Extracto de las pieles de la uva. Obtienes los beneficios del vino tinto sin emborracharte.
Colocó más recipientes en la cinta. Scott los comprobó todos.
—¿Coenzima Q-10?
—Hay estudios prometedores que afirman que reduce el colesterol. Como no quieres tomar estatina…
—¿Vitamina D?
—No te da mucho el sol en el juzgado.
—¿Lisina?
—Estimula el sistema inmunológico y reduce el estrés, ya que no tienes sexo…
—¿Es seguro?
—No con la tal Penny.
Ella y Pajamae se rieron y chocaron sus puños.
—La lisina —dijo Scott.
—A menos que estés embarazado o dando el pecho.
Scott refunfuñó y cogió el siguiente recipiente.
—Palma enana americana.
—Se supone que es bueno para la próstata, sea lo que sea eso.
Pajamae miró a Scott y se encogió de hombros como diciendo «Vete tú a saber». Y el último recipiente.
—Melatonina.
—Para ayudarte a dormir. Sé que te cuesta.
—¿Cómo lo sabes?
—Te oigo.
Volvió a refunfuñar e hizo unos cálculos rápidos.
—Boo, esto suma más de cien dólares.
—La buena salud no tiene precio.
—No con un salario de juez.
—¿Es juez? —preguntó la cajera. También tenía los brazos tatuados y piercings en el cuerpo—. A lo mejor puede ayudarme. Me arrestaron por posesión de marihuana.
—Soy juez federal. Solo te veré si eres capo de la droga.
—Qué lata.
—A veces. —Se giró hacia su hija—. Devuelve la mitad de estas cosas.
Miró a su hermana alzando las manos.
—Es como pedirle peras al olmo.
Pajamae se encogió de hombros. Boo dejó cuatro frascos en la cinta y se marchó con otros tres refunfuñando en voz baja.
Scott empujó el carro lleno de bolsas de la compra (reutilizadas a partir de productos reciclados) hacia la salida. La puerta automática se abrió de golpe, y aparecieron un viento frío y una cara familiar. La de Sid Greenberg.
—¡Scott! ¿Cómo estás?
—Sid.
Se estrecharon la mano. Sid le presentó a su mujer y luego le dijo a ella que se reunirían en la tienda. Ella entró justo cuando salían las chicas. Ellas reconocían a un abogado en cuanto lo veían.
—Bobby me ha contado lo que dijiste.
Todos querían hablar de la trama de la Super Bowl; pero Sid quería hablar de su caso pendiente. Scott le había enseñado al chico a concentrarse.
—Sid, no podemos tener una reunión ex parte en Whole Foods. Pero lo dije en serio.
—Tú lo hiciste.
—Fue un error.
—No puedes sancionarme.
—Puedo y lo haré. Puedes apelar a mi orden, pero yo puedo dictarla.
—Scott…
—Si insistes en hablar de trabajo, llámame juez.
—Juez, si no hago este tipo de cosas, no representaré a mi cliente fervorosamente, tal y como requieren nuestras normas éticas.
Tenía razón. Un poco. Las normas éticas parecían requerir unas maniobras legales así.
—La corte federal espera de sus abogados que se adhieran a un estándar de conducta ética más elevado.
—Me enseñaste todo lo que sé.
—Y tú te quedaste con mi despacho, mi secretaria y mi coche. —Scott hizo un gesto hacia el aparcamiento—. ¿Está ahí el Ferrari?
Sid asintió.
—Disfrútalo.
—Lo hago.
Scott salió y se encontró el Ferrari aparcado junto al Expedition. Todos los recuerdos lo invadieron, como cuando alguien se reencuentra con un antiguo amor que lo dejó por un hombre más joven.
—¿Cuánto habrá costado el trayecto? —preguntó Pajamae.
Eran casi las cinco. Se habían pasado el resto del día en casa. Esteban había recogido a Consuelo y a María a la una. Pajamae había estado viendo el baloncesto en la tele, Boo había leído Los juegos del hambre y Scott había leído el informe del estado en el caso de inmigración. Pertenecía al tribunal federal.
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