Carolina Sanín - Somos luces abismales

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"En el papel, escribo de izquierda a derecha. De occidente a oriente. Cada oración que escribo es un intento por ir a mi lugar; al lugar donde comienza el día. Cada tarea con la que ocupo el espacio es una manera de decir que estoy aquí y que ya no estoy aquí; que estoy yendo incansablemente hacia allá, de donde vengo. Es una manera de interpretar la expulsión, el tiempo". Las historias de
Somos luces abismales componen un todo brillante y conmovedor por los temas que encaran, por sus problemas, por las bellísimas simetrías que proponen. Carolina Sanín escribe en un idioma singular que es el suyo y el de Colombia, y lo vuelve familiar para nosotros. Porque «Escribir en español americano», dice, «es estar perdido y pedir redobladamente un lugar donde se pueda hablar».

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SOMOS LUCES ABISMALES

CAROLINA SANÍN

Índice Cubierta Portada SOMOS LUCES ABISMALES CAROLINA SANÍN - фото 1

Índice

Cubierta

Portada SOMOS LUCES ABISMALES CAROLINA SANÍN

Dedicatoria Para Ramiro Sanín, mi padre, y Martha Paz, mi madre.

El sosiego

Un potro

El pesebre

Las alturas

Nidos y tumbas

Nombres y ríos

Las Pléyades

Composición con héroe

Nota

Sobre la autora

Créditos

Para Ramiro Sanín, mi padre, y Martha Paz, mi madre.

El sosiego

Últimamente cuando Ánima, mi perra, se me pierde –cuando me llega la hora de dormir y no sé si ella está enrollada en su frazada, o si está acostada en el cojín grande de la sala, o si ya se metió en mi cama–, me pongo a caminar por toda la casa, diciendo: “¡Ánima! ¿Dónde está Ánima? ¡Se me escapó! ¿Se habrá ido a París? ¿Se habrá ido a conocer París? ¡Ay, qué preocupación, Ánima sola en París! ¿Qué habrá ido a hacer a París?”.

Cuando en Bogotá tiene lugar esa escena, en Bogotá es medianoche.

A esa hora, en el París de Francia está amaneciendo el día siguiente.

Siempre, en cada momento de mi vida, hay otra como yo que está en el otro lado de la Tierra: en Indonesia, que es la antípoda geográfica de donde vivo, o en París. Otra está bajo la luna mientras yo soy visible bajo el sol; otra duerme mientras estoy despierta, y trabaja mientras duermo. En eso, tan regular y simple –en esa condición de condiciones–, está mi inquietud. En ese misterio del lugar vivo sin descanso.

Vivo en un cuerpo esférico que da vueltas sin parar en el infinito abismo, sobre sí mismo y alrededor de una estrella: alumbrándose con su luz y retrayéndose a esa luz. Y al mismo tiempo es cierto que no vivo en ningún cuerpo esférico: vivo en un plano, pues la Tierra, redonda como una cabeza, es también plana como una mesa. Todos lo sabemos. La Tierra es plana y arrugada como un papel que se hubiera apretado dentro del puño y que luego la palma abierta hubiera vuelto a alisar.

En la Tierra existe un occidente, y aun un occidente del occidente, que es donde yo vivo. El día llega a esta parte después de que ha llegado a casi todas las demás. O sea que yo vivo después: en el futuro de esas otras partes. O sea que vivo antes: en el día que en esas partes ya pasó, pero en el que suceden cosas que el ayer de allá no vio.

Al oriente de donde vivo está Cádiz, y más al oriente está París, y más al oriente está Uruk, y, más aún, Benarés. Y en el oriente del oriente está o estuvo el jardín de Edén, de donde París y Bogotá y yo (y no sé si mi perra) vivimos expulsadas. Allá –en el jardín– amanece primero y todo aparece primero: el amor que aún no tengo y la oración que no he escrito. Y de allá todo llega hasta aquí, a la prolongación de su día: a su futuro, que es su pasado transformado.

En la Tierra que es plana como una mesa, el jardín del oriente del oriente está en el extremo más lejano a mí. En la Tierra que es redonda como una cabeza, el oriente del oriente está aquí mismo: en el occidente de occidente.

En el papel, escribo de izquierda a derecha. De occidente a oriente. Cada oración que escribo es un intento por ir a mi lugar; al lugar donde comienza el día. Cada tarea con la que ocupo el espacio es una manera de decir que estoy aquí y que ya no estoy aquí; que estoy yendo incansablemente hacia allá, de donde vengo. Es una manera de interpretar la expulsión, el tiempo.

Cuando el renglón se acaba, no le doy vuelta al papel –o al computador– para seguir por el otro lado. Como si el otro lado del mundo no existiera –como si no hubiéramos descubierto y probado que navegando sin parar se vuelve al punto de partida–, no sigo adelante, sino que bajo al renglón siguiente, por el mismo lado de la hoja. Me devuelvo al extremo occidental e intento otra oración, nuevamente de izquierda a derecha. Una y otra vez. Y sigo, de arriba abajo: de norte a sur, de la cabeza de la página a los pies. Como si todo el tiempo se perdiera.

Trabajo en la Tierra plana. Insisto en la Tierra plana. Viajo por la Tierra redonda. Creo en la Tierra redonda. Imagino la Tierra redonda. En ese doblez del pensamiento está mi inquietud. Entre esos dos modos de existir, vivo sin descanso.

Medio minuto después de llamar a mi perra, la encuentro y agradezco que haya regresado de París. Le pregunto para qué fue allá. Qué encontró. Si había muchos orines para oler. Que qué tal las palomas. Los ratones. Los papeles untados de comida en la basura.

No es veraz mi uso del presente, ni que diga “últimamente cuando Ánima, mi perra, se me pierde”, como si describiera un hábito que he tomado, pues solo dos veces he jugado a que Ánima está en París. Me extrañé al jugarlo anoche por primera vez. Me extrañé porque tuve un instante de sosiego: me detuve. La pregunta por Ánima en mi casa y en París –su búsqueda en los lugares que ella había dejado en el pasado y su inmediato regreso del futuro– hizo que por un momento yo me sintiera ocupando la Tierra entera. Sentí que estaba en mi lugar: quieta. En el presente conjugado.

París y Bogotá estaban ambas en mi medianoche.

La tierra flotaba en la noche central.

Ánima y yo nos encontrábamos más allá, infinitamente afuera y lejos, y más acá, cerca y adentro.

Me extrañó mi juego, como dije, y entonces volví a jugarlo enseguida y lo filmé con el teléfono. Fue la segunda vez que lo jugué y fue la última. En el video pregunto nuevamente que dónde está Ánima, si acaso está en París, y entonces levanto las cobijas de mi cama y ahí la encuentro, en su guarida. Ella bate la cola contra la sábana y me mira con esa mirada suya que va de abajo arriba, mirada de interrogativo tedio que es la misma que yo creo muchas veces tener y dar. “Aquí está Ánima. ¡Está aquí!”.

Luego el tiempo vuelve a correr como acostumbra.

En París comienza la mañana, y nosotras dos nos vamos a dormir.

Cuando imagino que Ánima se fue a otro continente que coincide con mi casa, veo a Ánima dentro de mí, y yo me pongo dentro de ella: en esa ninguna parte, esa antípoda y ese nuevo mundo que es el animal con el que vivo.

Voy en su cuerpo de perra salchicha, tan determinado, con las patas cortas, la mancha blanca en el pecho, la manchita negra de la cola, las orejas como alas que se cierran al ruido. Mi vida –visible, invisible– puede salirse momentáneamente de toda ley: no solo de la rotación, de la gravedad y de las horas, sino también de la convención que determina que mi perra y yo somos dos. En esa unión se extrema mi libertad.

Tal vez Ánima no me responde cuando la llamo antes de dormir porque allá donde estamos tenemos otro nombre. O no tenemos ninguno.

Cada noche conmigo, a mi lado, al mismo tiempo que yo, mi perra se va al sueño.

Se queda dormida entre mis pies, si me acuesto bocarriba. Mis pies se quedan dormidos con ella.

Cuando me acuesto de lado, se ampara contra mi pecho, junto a mi cabeza; en mi cueva y mi pared.

Nos sumimos juntas. Nos profundizamos.

Ella casi siempre quiere estar donde estoy yo.

Eso digo, pero no sé cómo será para Ánima la distinción entre dos lugares que ocupa. Tampoco es atinado decir que ella quiere algo. Habría que decir, más bien, que va. Pues querer y hacer parecen ser en ella una sola acción. Mi perra se mueve hacia las cosas directamente; es atraída por ellas, irresistiblemente llevada, sin dejar de estar en su lugar.

Aquí la tengo, sin entenderla, en la cama conmigo.

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