Carolina Sanín - Somos luces abismales

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"En el papel, escribo de izquierda a derecha. De occidente a oriente. Cada oración que escribo es un intento por ir a mi lugar; al lugar donde comienza el día. Cada tarea con la que ocupo el espacio es una manera de decir que estoy aquí y que ya no estoy aquí; que estoy yendo incansablemente hacia allá, de donde vengo. Es una manera de interpretar la expulsión, el tiempo". Las historias de
Somos luces abismales componen un todo brillante y conmovedor por los temas que encaran, por sus problemas, por las bellísimas simetrías que proponen. Carolina Sanín escribe en un idioma singular que es el suyo y el de Colombia, y lo vuelve familiar para nosotros. Porque «Escribir en español americano», dice, «es estar perdido y pedir redobladamente un lugar donde se pueda hablar».

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Yo sola, conmigo, igual a todos.

En medio del cuerpo de Dios.

Estoy en París un mes después de imaginar que mi perra estaba allá.

Estoy en París realmente –pero “realmente” es también como Dalia (que en realidad se llama Ánima) estuvo en París la otra noche mientras se escondía en nuestra casa–. Estoy en París materialmente, pues.

Estoy aquí mientras cae la noche; de pie frente a Nuestra Señora de París, cuando en mi casa, en Bogotá, es el mediodía. Entré en la catedral justo antes de que el sacerdote levantara la hostia, y me quedé hasta después de que la misa terminara. Tuve cuidado para ser la última en salir. Los ujieres apuraban a los visitantes hacia la puerta porque había llegado la hora del cierre, y yo caminaba paso entre paso para rezagarme y poder ser, por un segundo, quien más dentro estaba de la catedral. Para ser la última y decirme: “La vi sola”.

Ya afuera, me vuelvo hacia la fachada de la iglesia y levanto los ojos. Arriba, a la izquierda, está esculpido san Dionisio. Me digo que ese hombre, que lleva sobre el pecho su cabeza, es mi patrón: el polo al que me mueve la necesidad; lo que nunca he podido ser (¿o a lo mejor he podido por un instante?). Mi santo: lo ajeno a mis acciones. Mi antípoda. Mi realidad.

San Dionisio, patrón de París, decapitado, carga su cabeza –la Tierra redonda– entre las manos. La lleva a la altura del corazón. Está de pie, flanqueado por dos ángeles. Un ángel de piedra mira la cabeza cortada. El otro mira de reojo y hacia abajo y a lo lejos, la cabeza, o el suelo, o el horizonte.

La cabeza cercenada mira hacia adelante. La sostiene cuidadosamente su antiguo dueño –su antiguo cuerpo–: por el mentón con la mano derecha, y por la sien izquierda con la mano izquierda. El halo de santidad ha quedado detrás del cuello talado.

Desde el lugar del corazón los ojos lanzan sus rayos de luz, no de luz sino de piedra. La cabeza sosegada le da ojos al corazón.

Después de que lo decapitaran –dice la leyenda–, Dionisio se levantó y recogió la cabeza que había sido suya. Anduvo hacia el norte llevándola bajo el brazo. Al cabo de un largo camino se detuvo donde iba a ser enterrado y donde se levantaría una iglesia con su nombre. Le entregó la cabeza a una mujer y se dejó caer.

Un potro

En medio de una carretera rural había un potro muy joven que estaba solo. Un potrico. Tal vez yo nunca había visto un potro de esa edad. Había visto muchas veces un potro de esa edad junto a la yegua, celosa y altiva, medio desentendida de él en apariencia, ensimismada, pero en realidad entendiéndolo del todo, únicamente: con el potro sujeto, y él con ella adentro. Eso lo había visto, ese conjunto, pero no un potro delante de mí, solo y entero, recortado contra el mundo, con los cascos en la tierra y el cuerpo en el aire, así.

Los animales nos hacemos visibles en el desamparo: somos luces abismales.

(Luces abismales: hay una caída larga que es una herida en la tierra, y abajo, entre la bruma, en el fondo –quién sabe si sea el fondo–, brilla una luz pequeña y firme, que concentra. Entonces la bajada es un camino y uno cae para remontarla haciéndose, bajo la luz, visible).

El potro que vi estaba sin madre en la carretera de polvo, suelto, audaz, cautivado, temeroso. ¿De dónde había salido? ¿Exploraba? ¿Escapaba de la libertad que da el amparo?

Se mostraba.

Estaba en medio del camino, pero también andaba por el borde: entre perderse y hacerse soberano; entre querer campear y no querer. Tenía el poder de irse, pero no el poder para seguir.

Consumía su fuerza en visibilidad.

La fuerza aparecía

y se escondía.

A un lado de la carretera, detrás de unos alambres de púas, había un cultivo de papa florecido de morado. Al otro lado, detrás de otra alambrada, pastaba un rebaño de ovejas blancas carinegras. El potro no estaba ni con ellas ni con las flores de la papa. Estaba en el centro y era un mundo aparte. No estaba con nosotras, pero nosotras, tan pronto como lo vimos, nos pasamos a su órbita: ovejas, flores, papas enterradas, mi madre y yo, y el carro en el que íbamos: ojos prendidos a la crin.

—¡Un potrico!

Apareció solo, como un milagro, después de que tomamos una curva.

Los milagros son lo más solo que existe.

Parecía que el mundo pudiera hacer cualquier cosa con el potro.

Parecía que, en el potro, nuestro mundo se hubiera hecho.

Algo inquieto y frágil es apabullante.

Mi madre y yo veníamos de una tierra que tengo en Analema, en la montaña. Ella, antes de la curva, había dicho: “¿Y si ponemos en la huerta rabanitos?”, y yo entendí que decía: “¿Y si paramos en La Huerta Rabanitos?”. Pensé que ese era el nombre de un restaurante que ella conocía y donde quería que almorzáramos. Me dije que qué nombre más ridículo, pero tierno además de ridículo. ¿Y qué tal que un aeropuerto se llamara así, Aeropuerto Internacional Huerta Rabanitos? Lo imaginé como un aeropuerto de vereda, pero internacional, y allá quedó abajo en el valle, imaginado, cuando dimos la curva y se nos apareció trotando el potro flaco.

Nos detuvimos en el carro.

El potro se detuvo.

Se volvió y nos dio la frente.

Detrás de nosotras se apeó un motociclista.

Al sentir el movimiento, el potro dio la cola y volvió a trotar para alejarse.

Una vez más se detuvo.

Era abrupto.

—¡Qué divino!

Ni siquiera pareció quedarse quieto cuando paró como para sentir lo que hacía y saber dónde lo hacía. En él todo se agitaba. Pensé en un motor. Las ovejas se asomaron a la cerca. Él relinchó y allá contestó la yegua, donde no podíamos verla. ¡Madre! , ¡madre! ¡Hijo! , ¡hijo! O: ¡Aquí estoy! , ¡aquí estoy! ¿Dónde? , ¿dónde? O: ¡Soy yo! , ¡soy yo! ¿Quién? , ¿quién? O la yegua lo llamó primero, preguntó primero, y fue él quien contestó.

Tal vez el potro era el eco de la madre, y tal vez ella era el eco de su eco.

Mi madre temió que el motociclista lo raptara:

—Quedémonos aquí.

No habríamos podido pasar adelante, pues ahí estaba el potro, aterrado, en medio del camino.

Dio unos pasos hacia el carro.

Yo estaba haciendo un día de campo entre semana porque acababa de salir a vacaciones. La noche anterior había entregado las notas finales para la universidad, después de pasar el día corrigiendo trabajos de estudiantes. Ellos nunca recogen las últimas correcciones del semestre. Se han ido cuando los profesores las dejamos en la secretaría, y no vuelven hasta agosto, cuando ya se han olvidado. Los trabajos quedan archivados para siempre, o van a parar a la basura. Por eso no valdría la pena esmerarse en los comentarios; bastaría con leer, poner la nota y escribir una observación por si acaso hay quien la lea. Sin embargo, yo me senté a examinar cada oración de los cuentos que recibí al final del Taller de Narrativa. En mi oficina, mientras me demoraba, me preguntaba por qué bregaba así: Estoy haciendo un día de nada . Revisé palabra por palabra, sugerí construcciones alternativas, escribí comentarios en los márgenes y luego una crítica larga al final de cada texto. ¿Qué hago al hacer esto? Veía pasar el tiempo. O hacía de cuenta que las horas no pasaban. Era algo que nadie iba a ver y a nadie iba a servirle. ¿Esto es el trabajo duro, o es lo contrario del trabajo?

Al día siguiente, vi el potro.

El relincho de la madre parecía venir de una finca que acabábamos de dejar atrás en la carretera, pero también de otra de más adelante, por cuyo lado no habíamos pasado todavía. Al potro lo llamaban una madre y otra madre, la suya y no la suya, la de antes y una de después.

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