Propuso que nos conoceríamos sin técnicas ni tácticas, sin armaduras, sin conceptos. Dijo que entre nosotros no habría trucos; pero se olvidó de mencionar las estrategias. Yo, al comienzo jugué limpio y me lancé sobre su vida como la más impulsiva ave de rapiña. Ella me frenó y luego me coloqué la armadura. El frenar indica control, indica que pensaba los movimientos.
Luego fueron sus labios, su cabello y sus gestos los que impulsaron la sed, los que querían algo que aún no comprendo, los que sugerían que me quite la armadura para atacar desnudo. Bastó un par de besos y el encuentro de dos bocas en la fría noche. Eso. El mal pasó en una danza de seducción y el insomnio para que nos sentáramos a charlar. Hubo café, cigarros, discusiones literarias, preguntas agudas y existenciales. Fue un gusto que la noche nos acarreara a ese refugio. También hablamos de su ambición y mi fracaso y me aconsejó que busque, que no me rinda. Me alentó, me dio un positivismo propio de una incansable luchadora pero al despedirme dijo: “que el destino diga”. Esa unión de sílabas sonaba a un eco confuso y contradictorio.
No debió mirar lo que soy, debió mirar el resultado. Yo no hago más que construir fracasos.
Sacó a la superficie un secreto, me asombró, descubrió algo que no habían visto pero modifiqué la respuesta y el tema se desarmó en algo trivial.
Dijo: “no quiero ser una más” y algo frustrada “fue tan fácil”. Creo que buscaba una trama, quería misterio, la sensación del vilo a través del tiempo, por la intensidad de su personalidad.
Aunque también pienso que era su juego. No sé qué logró en esa noche pero sus deseos la superaron. Sé que actuaba, era el papel de un personaje erótico y sublime. Sé que reía y se excitaba. No sé qué logró, yo también había perdido el control y me sentí invadido por su encanto.
Y yo qué logré. No lo sé, quizás su generosidad.
Acepté su mano a esa invitación del vértigo y cuando comenzábamos el viaje, recostada y tapándose el rostro dijo: “no sé si está bien”. Yo pienso lo mismo... Es su piel el desequilibrio que ahora tengo.
Se habrá arrepentido creyendo que hubiera sido mejor no hacerlo y admirarme en el área literaria, en esas metáforas, sin el cuerpo, desde lejos.
Hubiera sido mejor no rozar la piel, de esa forma sería más intenso. Lo platónico a los ambiciosos vuelve locos, el hambre de lo potencial es más confortable que el logro en sí. Pero me entregó ese nido de pétalos de rosas y los gemidos. Fueron sus mejores elogios de la noche.
Lo siento si consideró algo más. No me voy a jugar por quien no lo hará por mí. Lo siento si sintió lo que sentí y no se lo voy a decir pero es mi naturaleza. No busqué su sexo, ella me lo entregó y lo acepté, lo acepté por la locura que vi, por la belleza en la que caí, por el potencial que no explotó, por el erotismo y esas respuestas que guarda en su colección como una nenita orgullosa. Por esa danza de seducción y por ese no sé qué.
Hubiera querido que no sea fácil. Ella en un momento me lo reprochó pero creí escuchar su histeria; su arrogancia tampoco ayudó, no me dejó ir, su generosidad me dio lo que no debía y si hubiera pretendido que me lo de, no lo iba a hacer.
Confiaba en su encanto, en su cabello de felina, en la perfección de su rostro, en sus suaves labios, en el gusto de su cuerpo, en ese veneno que ha atrapado a muchos. Se fiaba en las virtudes que no caería. Y si fue verdad el miedo, entonces no temíamos a la piel, temíamos al miedo porque nos controla y estábamos acostumbrados a lo contrario.
Me motivó invitándome a conocer sus “paraísos artificiales” y el placer es una hermosa sensación y en los movimientos calculados, camuflados como naturales, me retiré diciendo: “solo fueron tristes besos en la resaca de la noche” y me detuvo porque no quería que sean tristes. En esa noche que se desarmaba en el día le tomé cariño como nunca antes lo había hecho con alguien, creo que por todo lo que encontré y el delirio. Y espero que se haya dado cuenta que no poseo las características que ella requería en un amante, que no tengo más que lo que inventó, como toda loca y ciega admiradora.
Le tomé cariño a esa nena caprichosa. No quiero (sé que ella tampoco) el fervor interno ni el síndrome de amar aunque al placer de su entrega no me niego ni a su alucinación de náufrago poeta, y aunque parezca contradictorio no lo es, porque en una pareja, dime solitario lector, ¿Quién es el amante cuando ambos toman distancia y ninguno quiere apostar todo, ninguno quiere ceder todo?
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