Ingrid V. Herrera - Lo que todo gato quiere

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¿Chicos guapos que se convierten en vampiros? Vamos, ¡eso ya pasó de moda! Además, realmente no creo que alguien sea guapo todo lleno de sangre ¡puaj! ¿Chicos fuertes que se convierten en lobos? Táchalo. ¿Demonios sexys? ¿ Ángeles encantadores? ¿Qué es esto? ¿Una loca película épica? No. Mejor sal a pasear, y quizás te encuentres con un gato que te cambie la vida. La vida de Ginger jamás hubiera sido digna de contarse en una novela, hasta que se encuentra con un extraño gato callejero al que decide adoptar y al mismo tiempo mantenerlo oculto de la vista de sus restrictivos padres. La estrategia parece ir de maravilla hasta que un día despierta y se da cuenta de que algo no anda bien: ahí donde debería estar el gato, hay un chico dormido ¡y totalmente desnudo! Ahora, las experiencias de Ginger se vuelven dignas de contar al tratar de descubrir qué ha pasado con su gato y qué secreto oculta ese chico que ha aparecido en su lugar; haciendo que sus días transcurran en una inolvidable historia espolvoreada de romance y risas.

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Al ver la cara de horror que puso Ginger, se detuvo a media frase. Sebastian se sentó en una silla, con asiento de peluche de color rosa, que contrastaba de forma ridícula con su masculinidad.

Ginger se tumbó en la cama, sobre su estómago, y recargó su barbilla en las manos. Lo observó atiborrarse de comida, tan fascinada como si estuviera contemplando los fuegos artificiales de Disneyland.

Y es que, lo era todo.

Cada gesto que hacía, por más pequeño que fuera, Dios, era como ver a una pantera. La forma en la que se lamía el labio superior para limpiarse los restos de melón, su mirada de satisfacción y de concentración al comer, la…

De pronto, notó que la ropa le quedaba un poco corta, en particular, la camisa de manga larga.

Oh, la lá.

La tenía ceñida a los músculos de los brazos, a los hombros anchos, al pecho, al six-pack del abdomen, a todo. Solo le faltaba ver qué tal tenía la espalda. Ginger rio por su pensamiento, probablemente, estaba muy bien…

¡Y no! Ya basta.

Ginger sacudió la cabeza. Se estaba distrayendo con cosas que jamás hubiera pensado que su mente era capaz de proyectar.

Sebastian terminó de comer con una felina sonrisa en sus sonrosados labios y dijo:

—Gracias, es lo más delicioso que he probado desde… pues, desde siempre.

Se palpó el estómago como si estuviera a punto de reventar cuando en realidad lo notaba más plano que nada.

—Sebastian, he querido preguntar —comenzó en un tono demasiado formal, muy típico de Ginger—. ¿Cómo es que tú…? Bueno, ya sabes…

—Al grano, Gina…

—Ginger —corrigió.

A ella la invadió la vergüenza y Sebastian notó que era muy tímida. Él se levantó de su silla y caminó hacia el ventanal. Sí, así es, hacia el ventanal. No le guardaba rencor, después de todo.

—¿Quieres saber por qué era un gato, pero amanecí como un humano? —preguntó mientras miraba al exterior, ahora transitado. Quiso ahorrarle a Ginger el sufrimiento de tener que hablar.

—Sí —contestó en voz débil. Temía que él no quisiera contestar en caso de que la historia fuera desagradable o que el pasado lo hiciera llorar.

Sí, como no. Ni que fuera ella.

Él se recargó contra el helado cristal y cruzó los tobillos de manera perezosa. Ginger ganó una vista panorámica de su trasero y pensó que estaba como para comérselo.

¡Santo Dios! ¿En qué estaba pensando? Inevitable, pero cierto.

Se obligó a prestarle atención mientras él contestaba.

—Solo sé que ha sido así desde siempre —empezó con un rastro casi imperceptible de nostalgia en la voz.

—¿No lo recuerdas?

Sebastian negó con la cabeza y volteó hacia ella, sus ojos destellaron con el reflejo de la luz.

—No lo entiendo —dijo Ginger un poco más suelta—. ¿Por qué cambias? ¿Tiene que ver con la luna? ¿Alguna fecha en especial? ¿Es tu cumpleaños? ¿El calentamiento global? ¿Es la maldición de los doce horóscopos chinos? ¿Eres un transformista?

Sebastian no podía entender nada de lo que decía a causa de lo rápido que hablaba. Al final, no pudo contener la risa y agitó la mano en un gesto de negación.

—¡Pero qué imaginación! No, no, nada de eso —respondió cuando ella hizo silencio—. Me tomó casi toda la vida descubrir lo que me hacía cambiar. Pensé en todo lo que has dicho, pero, al final, solo es una cosa. —Miró al exterior, al cielo, donde las nubes lloraban y sus lágrimas caían sobre la banqueta—: Es el agua.

Ginger no dio crédito. De todas las cosas vudúes que se le habían ocurrido, ¿el agua era la respuesta? Ay, por favor, eso era… ¡Ridículo!

Hizo un gesto escéptico.

—¿Cómo puede hacerte eso? Si es tan…

—… inofensiva —concluyó él.

Ginger se sentó al filo de la cama, expectante. Nunca esperó que Sebastian la imitara y se acercara a la cama para sentarse junto a ella. Estaban tan cerca que sus muslos se rozaron. Ella sintió que su espacio estaba siendo violado, jamás de los jamases un chico se le había aproximado de esa manera; no sabía que el simple roce de la tela de su ropa con la de Sebastian pudiera desatar semejante cóctel de sensaciones dentro de su cuerpo.

Sebastian puso las manos hacia atrás, enterrándolas en el colchón, y miró las molduras del techo que estaban alrededor del pequeño candelabro de la habitación de Ginger.

—Sucede cada vez que llueve y yo no me refugio. ¡Puff! En un momento estoy comiendo un hot dog —ahuecó su mano con la forma de un hot dog invisible— y al otro… —inclinó la mano, como si dejara caer el hot dog— estoy en cuatro patas sobre un charco.

Ginger se fascinó con la escena que se formó en su mente. Se imaginó a un Sebastian pequeño convirtiéndose en un gatito indefenso que no podía caminar, con los ojos cerrados, sin que se le hayan abierto aún, arrastrándose por algún callejón mugroso y húmedo.

Miró su ancha espalda y tuvo el desesperante impulso de frotar una mano en ella para consolarlo por todas esas veces que había llovido. Hasta donde sabía, Londres era la ciudad más lluviosa del mundo, lo que significaba un montón de transformaciones a lo largo de su vida.

—Si el agua te hace cambiar cómo regresas a… ser tú.

—¿Tú que crees? —preguntó.

Giró los ojos hacia ella, tenía la mirada sensualmente afilada y una sonrisa en los labios. Dios, ella no lo pudo soportar. A Ginger se le nubló la conciencia por un momento.

Se dio unos golpecitos en la barbilla con el dedo y torció la boca, algo que siempre hacía durante los exámenes de matemáticas.

—Veamos, si el agua te moja, te conviertes. Y lo contrario…

—Ya estás cerca —dijo él, como si pudiera oler lo que ella estaba pensando.

—Lo seco.

—¿Cómo dices? —inquirió.

—Vuelves a tu forma humana una vez que te secas —respondió.

Los ojos de Ginger brillaban de emoción, la misma emoción que le producía ser la primera en resolver los dichosos problemas de matemáticas… que después le copiaban como buitres de carroña sobre un bisonte muerto, claro.

—Por eso, anoche, cambiaste porque… —miró la calefacción empotrada entre la pared y el piso—, porque yo encendí la calefacción y te secaste más rápido —culminó enarcando una ceja—. ¿No es así?

Ambos bajaron la vista y se dieron cuenta de su posición. Mientras Ginger hablaba, no se dio cuenta de que, de forma inconsciente, se inclinó más y más sobre Sebastian. Lo dejó al borde de estar tumbado sobre la cama.

Movido por la inercia, sus ojos aterrizaron justo en los labios entreabiertos de Ginger y cuando su cerebro logró entender lo que su cuerpo quería hacer se disparó la alarma contra incendios que se imaginaba había en su interior y retrocedió.

—Vaya… eres… —carraspeó— muy lista.

«Muy bonita», pensó.

Ginger tardó más tiempo en reaccionar y, cuando lo hizo, se sonrojó hasta el cuero cabelludo. Se levantó de un salto, buscó sus gafas con la idea de ocultar su rostro. Luego, comenzó a ordenar con torpeza el basurero que era su habitación, como si así pudiera construir un escudo protector entre ellos.

Porque él la afectaba.

Su mirada profunda la afectaba como no tenía idea.

—Y dime —pronunció Ginger mientras se retiraba un mechón de la cara al agacharse para recoger una camiseta—; si sabes que el agua te hace ser gato, ¿por qué no te compras una sombrilla o tratas de evitarla?

En ese momento no veía la expresión de Sebastian, pero pudo sentir que su rostro se torció con una mueca.

—No es tan fácil. Tarde o temprano también tengo que bañarme, ¿no? Eso no es algo que me guste hacer. Si las cosas fueran diferentes para mí, sería sencillo quedarme horas bajo una ducha, por el simple placer de que el agua caliente relaje mis músculos… Pero no lo son, así que odio el agua, tanto como los gatos de verdad.

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