Sabía que en cuanto se acercara, lo asustaría y el animal saldría corriendo hacia recoveco más cercano, por lo que trató de amortiguar el sonido de sus pasos. A pesar de sus esfuerzos, las puntiagudas orejas del gato comenzaron a girar y retorcerse como una antena que trata de sintonizar la señal. Cuando encontró la «frecuencia» de los pasos, miró sobre su espalda y la enfocó.
Ginger se detuvo en seco y se quedó congelada, sin mover un solo músculo, no quería que saliera huyendo. El gato fijó su felina y afilada mirada en ella. Tenía unos impresionantes ojos azul turquesa que parecían realzarse en 3D sobre su pelaje negro.
Con la arrogante elegancia que suele caracterizar a los gatos, se levantó y giró hacia ella agitando la cola de un lado a otro.
Oh, no. Ginger no era tonta, veía demasiado Animal Planet como para saber que la mirada fija y la cola danzante eran gestos equivalentes al de una serpiente que hacía sonar su cascabel.
El gato adelantó una pata. Ginger retrocedió un pie y después, con mucho cuidado, rodeó al minino para poder pasar como si de un precipicio se tratara. El gato giró la cabeza en su dirección y la siguió con la mirada.
Con un estremecedor escalofrío, Ginger cruzó la siguiente calle, ya se encontraba más cerca de su casa.
—Miauu.
Ella reprimió un grito y dio un respingo. El carnicero tenía razón. Tal vez sí era la mascota del demonio.
Ahí estaba esa bola de pelo negra, mirándola directo a los ojos. Ronroneaba y movía lentamente la cola, de derecha a izquierda. Se acercó con parsimonia hacia ella. Ginger tenía miedo de pensar que, si corría, él se le engancharía en la pierna.
—No, no, no. No te muevas —le suplicó mientras ella retrocedía los pasos que daba el gato— gatito, lindo gatito… ay, Dios, me das miedo.
Tras su espalda, escuchó el pitido de los autos. Había llegado hasta el cordón de la calle y no podía seguir retrocediendo o la aplastarían como a un sapo.
El gato se acercó tanto a ella que casi se podían tocar. Levantó el lomo y se enroscó en la pierna de Ginger: restregándose.
Ella soltó el aire que había acumulado en su interior. Después de todo, no iba a morir asesinada por un gato.
Se puso en cuclillas y le extendió su mano con la palma abierta hacia arriba. El animal la olisqueó un momento y luego restregó su sonrosada nariz y su mejilla contra ella. Ginger rascó tras sus orejas y le deslizó la mano sobre el lomo provocando que el gato se arqueara.
Gin se rio.
—Eres muy lindo —afirmó.
Él maulló, como diciendo «lo sé», y cerró sus preciosos ojos azules mientras ella le rascaba el cuello. Su pelaje estaba mojado, pero era muy suave.
Pronto, Ginger tocó algo extraño bajo el pelo de su cuello.
—Vaya, ¿qué tienes aquí amigo?
Se agachó un poco más y sus dedos jalaron una enredada cadena, pero de delicados eslabones, dorada.
—¡No puede ser! ¿Cómo es que tú tienes cosas de oro y mis padres solo me dan… plástico?
El gato protestó porque ella había dejado de acariciarlo y Ginger le frotó la barbilla con una mano mientras que, con la otra, le daba vueltas a la cadena y sentía la vibración de su ronroneo bajo los dedos.
Se encontró con un pequeño óvalo dorado que tenía un escudo grabado en una cara y un nombre, en la otra.
—«Se… Sebastian» —leyó—. ¿Te llamas Sebastian?
—Miau.
—No te ofendas, ¿quieres? Pero normalmente a los animales se les pone nombres ridículos como Skipie, Pulgas, Manchas, Rex o algo así, pero ¿Sebastian? ¿Quién es tu dueño? ¿Paris Hilton?
Un trueno golpeó el cielo, un relámpago lo iluminó y las nubes soltaron la lluvia.
—Ay, no.
Ginger no lo pensó ni dos veces: tomó la cabeza de Escorpi con una mano, a Sebastian, el gato, con otra y se echó a correr. Sus pisadas salpicaban el agua de los charcos.
Al llegar a su calle, sintió que las fuerzas le faltaban y la lluvia le borraba el camino a su de por sí miope vista.
Subió las tres escalinatas de la entrada y, antes de aplastar la yema de su dedo contra el timbre, se acordó del gato que llevaba rebotando bajo el brazo.
El pobre se había empapado de nuevo y sacudía la cabeza haciendo tintinear su collar. A Ginger no se le había ocurrido qué diablos era lo que iba a hacer con él.
Sus padres no la dejarían tener otra mascota y, menos, un gato. Su madre les tenía alergia porque soltaban demasiado pelo.
Un trueno volvió a viciar el sonido de la lluvia que repiqueteaba en la calle adoquinada y Ginger tomó su decisión: ella no tenía corazón para dejarlo ahí afuera en la tempestad. Quizá si lo escondía muy bien, en algún rincón de su habitación, su madre no se daría cuenta. Además, recordó que ese día tenía que hacer guardia en el hospital donde trabajaba y que su padre tenía una cirugía programada para altas horas de la noche, así que…
Metió la bola de pelos en la cabeza de Escorpi, consciente de que no estaría cómodo. Sebastian siseó irritado.
—Shh, cállate solo será un momento.
Pulsó el timbre repetidas veces, sabía que con una bastaba, pero a ella le daba placer irritar a toda su familia mientras lo hacía.
Del otro lado de la puerta, se oyeron pasos apresurados acompañados por el repiqueteo de pezuñas y varios ladridos.
—¡Honey, perro malo, no arañes la puerta! … ¡Gin! Santo Dios. ¡Mira cómo vienes cariño! Entra, qué esperas. ¿Que llegue Navidad?
La señora Kaminsky, o Kamy, la empujó dentro del calor de la casa. Ella era su niñera desde tenía uso de razón y, con los años, la señora se convirtió en parte de la familia.
A Ginger le fascinaba llegar a su casa y tener como recibimiento el olor dulzón de las galletas de mantequilla que se cocinaban en el horno, sentir el calor proveniente de la chimenea encendida en la sala y que «la hora clásica» saliera del viejo radio de su padre. En ese momento, sonaba la canción de Frank Sinatra, Singin’ in the Rain, que era muy apropiada para la ocasión.
Mientras Kamy subía las escaleras en busca de una toalla caliente, Honey, el perro labrador de la familia que tenía su nombre por color miel de su pelaje, olfateó a Ginger frenéticamente. Debía percibir el olor de Sebastian.
Sebastian, a su vez, debía percibir a Honey porque los pelos de su lomo se erizaron y el perro comenzó a gruñir por lo bajo.
Cuando Kamy bajó con la toalla, trató de despojar a Ginger de su «uniforme».
—¡No! Es decir, no te preocupes. Yo me encargo, subiré a cambiarme.
—Como quieras —dijo Kamy con una mirada perspicaz—, pero no te vayas a resbalar, Ginger, por favor, tus padres ya tienen suficiente trabajo en el hospital como para atender otra pierna rota.
Ginger salió de cambiarse y, al abrir la puerta de su habitación, se encontró con Sebastian que estaba empapando el hermoso edredón rosa que cubría su cama. El gato se acicalaba tras las orejas con una pata que ensalivaba.
—Gato malo, bájate de ahí. —Lo ahuyentó con las manos y él fue hacia el piso.
Sebastian la observaba mientras ella iba de un lado a otro buscando en los cajones trapos viejos o rotos, sin embargo, solo que encontró viejas bragas agujeradas.
—… y, por favor, por ningún motivo quiero que salgas de esta habitación. ¿Entiendes?
...
¿Qué se suponía que iba a entender? Era un gato y no entendía la mayoría de las palabras humanas.
—… porque si mi madre te llega a ver, Dios, no sé ni lo que pueda pasar. —Se detuvo contemplativa—. No, sí sé. Estallará la Tercera Guerra Mundial —exclamó haciendo un ademán de explosión con sus manos.
Encendió la calefacción empotrada cerca del suelo y se arrastró con dificultad bajo la cama. Estaba claro que no servía para el ejército, pero tenía que cumplir con la peligrosa misión de hacer una camita para el gato con el montón de bragas.
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