Ingrid V. Herrera - Lo que todo gato quiere

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¿Chicos guapos que se convierten en vampiros? Vamos, ¡eso ya pasó de moda! Además, realmente no creo que alguien sea guapo todo lleno de sangre ¡puaj! ¿Chicos fuertes que se convierten en lobos? Táchalo. ¿Demonios sexys? ¿ Ángeles encantadores? ¿Qué es esto? ¿Una loca película épica? No. Mejor sal a pasear, y quizás te encuentres con un gato que te cambie la vida. La vida de Ginger jamás hubiera sido digna de contarse en una novela, hasta que se encuentra con un extraño gato callejero al que decide adoptar y al mismo tiempo mantenerlo oculto de la vista de sus restrictivos padres. La estrategia parece ir de maravilla hasta que un día despierta y se da cuenta de que algo no anda bien: ahí donde debería estar el gato, hay un chico dormido ¡y totalmente desnudo! Ahora, las experiencias de Ginger se vuelven dignas de contar al tratar de descubrir qué ha pasado con su gato y qué secreto oculta ese chico que ha aparecido en su lugar; haciendo que sus días transcurran en una inolvidable historia espolvoreada de romance y risas.

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Los espectadores a favor de Dancey High chillaban en las gradas con excitación. Los perdedores de Abbott High tuvieron que salir discretamente para no ser abucheados, sin embargo, nadie se fijaba en ellos, todos estaban ocupados por los festejos.

Todos, menos la mascota del equipo.

La pobre persona dentro del pobre disfraz mal hecho, de un escorpión, corría por el campo mientras era perseguida por una horda de jugadores que querían lanzársele encima para festejar…

Oh, no. La persona que estaba ahí dentro no se la estaba pasando bien, nada bien, y no le hacía ninguna gracia que los gorilas quisieran matarla.

—Oh, parece que Escorpi no quiere un abrazo. ¡Vamos, animemos a Escorpi! —exclamó el locutor y su voz salió por los potentes altavoces distribuidos en las esquinas del campo.

Enseguida, la porrista capitana lideró la porra en contra de Escorpi.

Era una perra.

—¡ES-COR-PI, ES-COR-PI, ES-COR-PI!

En las gradas, la corearon. Eso era un complot, era alta traición.

Ese pobre disfraz de ahí…

La persona que corría por su vida a lo largo de todo el lodoso campo, la que ahora se encontraba en el suelo y a la que le aplastaban los jugadores, uno por uno…

Era la pobre de Ginger.

Todos estallaron en bulla y aplausos. Cuando Ginger pensó que ya no podía respirar más, que ya se estaba ahogando con su propio sudor y que el calor de los diez cuerpos la neutralizaba, oyó el silbato del entrenador.

—Ya basta, aléjense de ella. Déjenla respirar, fue suficiente: bien hecho, chicos.

Los jugadores se bajaron de Ginger y ella sintió cómo, de a poco, se reacomodaron sus órganos. Estaba enterrada en el pasto y en el lodo del campo. El entrenador Callahan tuvo que tirar de ella para sacarla mientras la chica tosía el pasto que se había tragado.

Él le zafó la cabeza de escorpión de un tirón, y encontró a una Ginger moribunda a causa del calor. Tenía el cabello pelirrojo apelmazado por la traspiración, sus pálidas mejillas estaban sonrojadas y los parpados inferiores se veían hundidos por la deshidratación.

—¿Estás bien? —le preguntó al tiempo en que le daba una palmada en la mejilla.

Ginger sintió dolor, pero sabía que eso era lo más delicado que el entrenador podía ser. Como no pudo contestar, porque tosió más tierra, asintió con la cabeza.

—Qué bueno —afirmó el hombre y se fue a festejar con sus chicos.

Pronto, la dejaron sola en el campo. Se sacudió la tierra y el pasto pegado de su disfraz de escorpión que, viéndolo de lejos, parecía más un camarón debilucho.

Ginger había aceptado ser la mascota porque quería estar cerca de los jugadores, bueno, en realidad, quería ser porrista, pero sabía que ni aunque Keyra y sus secuaces estuvieran drogadas y ebrias la aceptarían.

Solo bastaba con mirarla en el pasillo, frente a su sobrio casillero, cuando todos los demás estaban personalizados; bastaba con ver la forma en que llenaba sus delgaditos brazos con libros mientras que los demás no cargaban ni con el aire; tan solo bastaba con ver su forma de vestir, al estilo estereotipo de bibliotecaria, con lentes que se oscurecen con la luz del sol y con su cabello rebelde pulcramente peinado en una trenza francesa.

Ginger era la marginada tesorera de Dancey High, a la que, si se le caía un libro, se lo pateaban; si se le caían los lentes, se los rompían; si entraba a un salón bajo su función de tesorera escolar y decía «atención, por favor», hacían de todo menos escucharla. Incluso, solían robarle la tarea para copiarse y después la encontraba arrugada y manchada de vete a saber qué.

Ah, y encima quería ser porrista, pero era la mascota.

No importaba. De esa manera, podía estar cerca de los jugadores y las porristas.

Estaba todo bien.

En serio…

Tal vez.

Ginger puso la cabeza de Escorpi bajo su brazo y caminó cojeando hacia el exclusivo vestidor de las porristas que era uno de los privilegios —en realidad, el único— que gozaba: entrar en la sede de lo fashion, las minibragas y los cuerpos talla cero.

Cada vez que Ginger entraba en ese lugar, las demás se callaban de golpe como si estuvieran hablando de ella, no obstante, desechó la idea porque eso sería un honor. No hablaban de ella, se burlaban de ella. Le metían el pie cuando pasaba o le esbozaban muecas de náuseas, como si fuera un cubo de basura al tope de moscas. La repelían.

Sin embargo, esta vez habían llegado lejos.

Al abrir su casillero, Ginger no encontró su ropa.

Con creciente alarma, notó que ni siquiera estaba su mochila. Y si no estaba su mochila, no estaba su cartera, y si no estaba su cartera, no tenía dinero, y si no tenía dinero, no podría tomar el metro.

Tenía que caminar de regreso a su casa. ¿Y si llovía? Era un hecho que llovería ¿Y si se hacía de noche? Bueno, ya era de noche. ¿Y si la asaltaban? Qué diablos, no podrían hacerlo porque no llevaba nada más que su virginidad, por lo tanto, podrían…

—O-oigan chicas —murmuró.

Nadie le hizo caso, todas estaban admirando la talla de sostén que utilizaba Keyra Stevens.

—Disculpen… ¿han visto mi…?

Terminaron de vestirse y entre fuertes carcajadas salieron azotando la puerta. Dejaron a Ginger sola con su alma.

Todo lo que quería era quitarse el disfraz, pero no podía irse en ropa interior… sí, así es, todo lo que traía puesto era su ropa interior.

Sin más retraso, salió del vestidor y se metió en los pasillos, empujó las puertas de cristal de la salida. La masa de alumnos se congregaba en el aparcamiento y todos comenzaron a irse en sus autos, listos para celebrar y hacer escándalo en otro lado. Ginger se vio tentada a pedir aventón, pero ¿a quién? No tenía amigos.

Mientras caminaba por la calle Baker, mantenía la cabeza gacha, aunque eso no evitaba que los transeúntes la miraran con desconcierto y los más pequeños la señalaran:

—¡Mira, mami, un camarón!

No había par de ojos que no se torciera hacia ella. Las miradas la ponían nerviosa y la hacían caminar más aprisa.

Ginger zigzagueaba para evitar los charcos de la lluvia anterior. Había llovido durante el partido y, aun así, eso no impidió que siguieran adelante, lo cual no fue favorecedor para ella porque Escorpi terminó oliendo como perro mojado.

Una gota explotó en su respingona y pecosa nariz. Miró al cielo y divisó unas grandes nubes grises que contrastaban con la oscuridad parcial que antecede a la noche. La gente ya se disponía a cerrar los locales, cuando Ginger cruzaba por una zona de callejones.

Comenzó a sudar con solo imaginarse la clase de maleantes que podrían estar a la espera de una víctima, tras los mugrosos contenedores de basura, y pensó en todas las señoritas que fueron víctimas de Jack el Destripador. Ginger estaba en una situación parecida a la que estuvieron todas ellas antes del crimen, salvo que por el disfraz distaba mucho de parecer prostituta.

Un estrepitoso ruido detuvo su corazón y, luego, lo hizo latir muy rápido. Sonó como si varios baldes metálicos cayeran al suelo.

Una mancha negra pasó como una exhalación por los pies de Ginger, seguida por un hombre gordo que salía a tumbos por la puerta trasera de un callejón mientras agitaba una escoba en el aire.

—Maldito bicho, ¡vuelve a meterte con mis carnes y te convertirás en una hamburguesa! —masculló el hombre que vestía un mandil blanco manchado de sangre y grasa.

El carnicero se limpió el sudor de la frente con su peludo y gordo brazo y se embarró de sangre. Después, miró a Ginger de arriba abajo tratando de descifrar de qué diablos iba disfrazada.

—Oye niña, si ves a esa mascota del demonio, tráemelo, ¿entiendes?

Ginger asintió enérgicamente con la cabeza y siguió su camino con rapidez. Antes de llegar a la esquina, en la entrada de otro callejón, vio que un gato de pelaje negro y brillante le daba la espalda.

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