Luego, llenó un tazón con leche y otro con agua y, por último, trajo una misteriosa caja de zapatos.
Se agachó frente a Sebastian y le inclinó la caja para que asomara la cabeza. Estaba llena de arena medio mojada y tenía una que otra hierba del jardín.
—Escucha: esto —señaló dentro de la caja con un dedo— es para que hagas tus necesidades. Ya sabes, eres un gato y los gatos escarban —hizo ademán de escarbar sin tocar la tierra— para hacer pis o hacer poop —Se levantó y volvió a escabullirse bajo la cama para colocar la caja—. Lo dejaré aquí y espero que recuerdes todo lo que te he dicho.
Sebastian pareció no entender una sola palabra, pero caminó cauteloso a la braga-cama, olisqueó el detergente con el que estaban lavadas, escarbó un poco para ahuecarlas, dio un par de vueltas alrededor de sí y se hizo un ovillo ronroneante y negro al envolverse con su cola.
Ginger lo observó un momento hasta que sus párpados pesaron como el plomo y se metió en la cama.
Capítulo 2
No todo lo que
maulla es un minino
A la mañana, Ginger se despertó con el agradable sonido de las gotas de lluvia que querían traspasar el cristal de su ventana.
Con eso y con otro sonido.
Cuando la señora Kaminsky no tomaba sus pastillas para los ronquidos antes de dormir, pues… roncaba; pero ¡santo cielo!, esa vez superaba el límite de los decibeles. El sonido era demasiado intenso y rasposo, parecía que roncaba con todas sus fuerzas pulmonares o que…
De pronto, Ginger se abrazó a la almohada y la aprisionó contra su pecho. Con lentitud, asomó la cabeza al borde de la cama. Había una sábana tirada en el suelo sobre la que se podían distinguir dos bultos extraños.
Con mucha cautela, tomó la sábana de un extremo y la jaló hacia arriba para descubrir dos largas, velludas, desnudas y fuertes piernas que sobresalían por debajo de la cama.
—¡Aaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaaahhhhhh! —gritó Ginger y retrocedió sobre sus cobertores mientras se aferraba con las uñas a la almohada.
Sintió un golpe bajo en la cama que hizo levantar un poco el colchón del lado donde tenía su trasero. Se levantó tambaleante y trató de subirse a la cabecera de la cama. Parecía una damisela en una isla rodeada por tiburones.
—¡Auch!
Los golpes en la puerta la sobresaltaron.
—Ginger, ¿qué pasa ahí dentro? ¿Por qué gritaste? ¿Estás bien? —dijo Kamy con la voz amortiguada tras la puerta de madera.
—Ah… sí. Fue solo una cucaracha —tranquilizó.
Tremenda cucarachona, más bien.
—Ay, Ginger, pues mátala, corazón. Espero que no hayas despertado a tus padres, llegaron hace un par de horas.
—Está bien, yo me ocupo, Kamy.
Cuando los arrastrados pasos de Kamy se alejaron por el pasillo, Ginger volvió a asomarse por el borde de la cama, pero ya no había nada.
Era como si todo lo que sus padres le habían dicho sobre el «Coco» se estuviera volviendo realidad. Se asomó por las otras orillas, pero tampoco encontró algo.
Quería bajarse de la cama y salir corriendo por la puerta, pero tenía miedo de que, si lo hacía, alguien pudiera jalarle el pie y quisiera arrastrarla bajo la cama con quien quiera que estuviese ahí.
—¡Oh, no!
Sebastian.
¡Sebastian estaba ahí! Se lo habían comido.
—Oh, Dios.
Ginger se estremeció de solo pensarlo.
Logró saltar hasta una silla cercana y tomar una larga regla de madera entre sus manos a modo de arma blanca. Aunque no lograra verse peligrosa, porque las manos le temblaban como maracas, le daba algo de fuerza mental.
Subió a su escritorio; la puerta ya la tenía a un lado. Luego, bajó un pie después de otro y, despacio, pegó la mejilla a la alfombra para ver bien qué diablos era lo que habitaba bajo su cama. ¿Acaso sería una bestia?
Todo lo que su miope vista logró ver desde esa distancia fue un ovillo de piel humana que apenas cabía ahí debajo y que se sobaba la cabeza. Aprovechando que el humanoide no le prestaba atención, Ginger se acercó a rastras, con la regla en mano.
Cuando estuvo más o menos cerca para que su arma alcanzara a «esa» cosa, le picó las costillas con la punta.
—¡Ay! —el individuo dio un respingo y volvió a golpearse la cabeza con la base del colchón. Volteó y sus ojos se encontraron con los de Ginger, que enseguida se abrieron como dos platos de tamaño familiar.
Él salió de debajo de la cama y se movió hacia atrás con gran agilidad. Cuando se levantó, Ginger solo pudo verle de los pies hasta la mitad de las pantorrillas. Ella lo imitó y se levantó; no dio crédito a lo que tenía frente a sí.
Antes de que Ginger soltara la regla, que cayó con un rebote sordo sobre la alfombra, y se cubriera los ojos con las manos, lo vio; no hubo duda de que lo vio…
Había un hombre completamente desnudo del otro lado de su cama.
Por poco, ella se orina por el miedo.
—¡Dios mío! —exclamó. ¿Qué otra cosa podía hacer más que invocar a Dios?
—¡Lo siento! —el hombre retrocedió más y se topó con una cortina púrpura de diseño floral que usó como toga romana para cubrirse los atributos masculinos... esos que ya sabemos cuáles son.
—¿Quién diablos eres tú? —preguntó Ginger mientras se tapaba los ojos con una mano y con la otra tanteaba el piso en busca de la regla.
—¿Yo? ¡Yo soy yo!
—Ah, no me digas —dijo en tono sarcástico—. Pues será mejor que salgas de aquí antes de que te muela a palos —se acercó lo más amenazante que pudo y blandió la regla con ambas manos como si fuera un bate de béisbol.
El hombre, cuando vio que ella estaba más cerca, extendió una mano como escudo y suplicó por su vida.
—¡No, por favor!
—¿Por favor? ¿Cómo te atreves a decir «por favor»?
—Diablos. ¿Qué te pasa? ¿Tienes memoria de pez? ¡Soy yo! Recuerda, demonios. Me recogiste ayer. Soy Sebastian.
«Sebastian. Sebastian. Sebastian».
A Ginger se le paralizó la sangre, se le coaguló y luego se le secó.
Estaba petrificada.
Confundida.
Acorralada.
No estaba segura de poder creer semejante cosa; la parte racional de su cerebro se aferraba a negarlo y a salir corriendo para pedir por ayuda, sin embargo, Ginger era demasiado incrédula y fácil de influenciar.
Aun así, no había forma racional en la cual pudiera creerle a ese sujeto. No obstante, algo en el cerebro de Ginger hizo clic; una neurona se conectó con otra y en una milésima de segundo recordó el día de ayer.
La bola de pelos que huía del carnicero, la bola de pelos que la miró de forma penetrante, la misma bola de pelos que acarició, la que se le restregó en la pierna mientras ronroneaba, la que acogió en su casa de contrabando y le explicó todas aquellas cosas vergonzosas de la caja de arena: ¿Cómo le dijo? Ah, sí. Pis y poop.
Sus mejillas se encendieron y luego, jadeante, se fijó en la fina cadena de oro que colgaba de su cuello. El óvalo descansaba en el hueco entre sus dos clavículas.
«Sebastian».
—Soy yo —repitió.
Su profunda voz distaba mucho del maullido agudo con el que lo había conocido. Ginger levantó la vista y lo miró a la cara. Casi le da una segunda era de hielo en la sangre al ver lo embriagadoramente atractivo que era.
Aún lucía rasgos felinos, sobre todo, en la forma de sus ojos, en su intenso color azul —en el que cualquiera podría ahogarse feliz—, en la intensidad de su mirada y, principalmente, en el cabello: negro azabache, brillante a contra luz y de apariencia suave. Ginger se preguntó si sería igual que el pelaje del gatito si enterraba la mano en él.
La era de hielo se derritió y dio paso al calentamiento global en sus mejillas. Soltó la regla y se llevó una mano a la frente. Arrastró los pies hasta el borde de la cama, necesitaba sentarse para no desmayarse en el suelo.
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