—Eres tú —susurró con la vista perdida en algún remolino de la alfombra.
Sebastian observó en silencio el debate interno que tenía Ginger. Luego de un momento de pensamientos implícitos en el aire, ella levantó sus ojos verdes y lo miró. Dijo algo que dejó a Sebastian desconcertado.
—Yo que tú, me quito de ahí.
Sebastian frunció el entrecejo, confundido.
—¿Por qué lo dices? —preguntó, cauteloso de la respuesta.
—Porque todo Londres está viendo tu trasero.
Sebastian apretó más la cortina contra su cuerpo y miró por encima de su hombro.
Tras de sí, había una ventana. No, no era una ventana. ¡Era un monstruoso ventanal del infierno y su trasero estaba pegado al cristal como una mejilla!
Alarmado, lo primero que hizo fue mirar hacia la banqueta. Sus pulmones se desinflaron de alivio cuando comprobó que no había moros en la costa: ni autos ni personas ni nada…
Hasta que dirigió la mirada hacia las escalinatas de la casa y vio a la mujer del correo con la mandíbula desencajada, con los ojos salidos de sus órbitas y con la correspondencia suspendida en el aire, a medio camino de entrar en el buzón.
Sebastian se dio la vuelta hasta quedar enrollado en la cortina. Merecía el premio mayor a la vergüenza.
Ginger intentó con todas sus ganas contener la risa, pero no la pudo controlar y se convirtió en una carcajada que trató de amortiguar contra una almohada.
Sebastian gruñó y soltó un par de palabrotas.
—Maldición, no puedo vivir así —murmuró para sí mismo— ¿No tienes ropa que me prestes? No sé, de algún hermano, padre, novio…
Ginger hizo una mueca al oír esa última parte... «Novio»: era la palabra que más le gustaba y la que menos usaba, porque no tenía.
¡Qué mundo tan cruel!
—Veré que puedo hacer, pero eres más alto que mi papá, así que no prometo la gran cosa.
—Sí, sí. Lo que sea, pero que sea ahora… por favor.
Ginger sonrió enternecida.
Sebastian era grande y delgado, pero musculoso. Tenía una espalda que parecía entrenada para patear traseros en el rugby. Además, su apariencia era la de un chico malo, de esos que dicen: «Tú. Yo. A la salida. Te espero. Madrazos» y, sin embargo, era indefenso como un gatito.
Después de dejar a Sebastian cambiándose en el cuarto y advertirle, de nuevo, que no se le ocurriera siquiera mirar fuera del pasillo, Ginger bajó a desayunar.
Al pie de la escalera la esperaba Honey, meneaba la cola con ahínco, aunque adoptó una actitud más cautelosa al olfatear su pierna. De seguro debía notar el olor gatuno que desprendía la piel de Sebastian.
—Chist, no vayas a delatarme Honey. —Le dio unas palmadas en la cabeza y entró en el comedor.
Adentro, sus padres ya estaban sentados a la mesa, cosa que no le sorprendía porque así era su ajetreado ritmo de vida: trabajar mucho, dormir solo dos segundos, desayunar, trabajar y adiós.
Su padre estaba en la cabecera del comedor, frente a la chimenea, oculto por el Times y bebiendo de su taza de café. Su madre, por otro lado, enviaba mensajes de texto donde de seguro avisaba de que llegaría en quince minutos a la cirugía programada que tenía en el hospital.
No notaron a Ginger hasta que arrastró la silla para sentarse.
—Buenos días, cielo —dijo su madre con una sonrisa dulce.
Su padre bajó el periódico un momento y la saludó con un gesto que hizo al levantar su taza de café tamaño familiar.
—Vaya, ya era hora de que la bella holgazana se despertara. —Entró Kamy con una bandeja plateada y le ofreció a Ginger un plato con melón y miel—. ¿Pudiste eliminar a la cucaracha?
Ginger casi se atraganta con el pedazo de melón:
—Cuca... ¿cucaracha? —repitió—. Ah, sí. Debiste verla, era enorme.
—Kamy, ¿hay cucarachas en la casa? —preguntó la madre de Gin con la cara horrorizada.
—No lo creo, nunca me he topado con ninguna.
—Loren, tranquilízate, no te van a comer viva, pero en todo caso llamaré a un exterminador —dijo su padre en tono distraído sin bajar el periódico.
—Derek, ¡no es cualquier cosa! ¿Qué tal si uno de esos bichos muerde a Ginger? Todavía no supera todas sus alergias...
Cielos, ¿las cucarachas mordían? Ginger no lo sabía, pero la verdad era que no le tenía miedo los bichos; es más, hubo un tiempo en que los coleccionaba, muertos, bajo su cama. Si su madre se hubiera enterado: bienvenida, Tercera Guerra Mundial.
La tenían encerrada en una bola de cristal, esterilizada y al vacío, que funcionó mientras era una niña, pero ahora, con casi dieciocho, le acarreaba problemas.
Todavía no había dado su primer beso, todavía no tenía novio, todavía era virgen y todavía no podía encajar en ningún lugar ni sentarse en una mesa de la cafetería con alguien a quien considerara su amigo.
Entonces recordó al tipo que escondía en su habitación.
A Sebastian.
Tenía muchas preguntas que hacerle y no sabía por dónde empezar. ¿Cómo es que se evoluciona de gato a humano en una sola noche? ¿Los humanos vendrían del gato y no del mono?
Cielos, vivía engañada. Maldita escuela.
Mientras pensaba en todas las posibilidades sobre el origen del mundo y la inmortalidad de las cucarachas, Ginger se sobresaltó. Su madre le dio un beso de despedida en la frente y su padre le revolvió el cabello como si fuera un niño. Con algo de suerte, no los vería hasta la mañana siguiente, tenía tiempo suficiente para pensar en qué hacer con el chico que estaba en su habitación.
Momento…
¡Había un chico en su habitación! ¡Uno de verdad! ¿Por qué no lo había pensado antes? Impulsivamente, se miró el pecho; todavía llevaba puesta su enorme pijama rosa de los Care Bears. Alargó el cuello hasta verse en el espejo que estaba sobre la chimenea y se horrorizó con lo que vio.
Su cabello era un desastre. De un lado, parecía que tenía un nido de avestruz y, del otro, parecía que la había lamido un
camello.
Se levantó de un salto y dejó el melón a medias, luego, corrió al baño más cercano. Sabía que no conquistaba ni a su perro, pero no podía permitirse que un chico tan guapo como Sebastian la viera en esas fachas.
Trató de alisarse el cabello con un poco de agua del grifo, se sonó la nariz, lavó sus dientes hasta que las encías se le enrojecieron y, como no podía subir a su habitación vestida de esa manera, corrió al cuarto de lavado. Revolvió con frenesí la ropa limpia que estaba en el cesto hasta que dio con unos pantalones de mezclilla ajustados, con una blusa de tirantes de color azul y con un suéter rosa con el cierre en la parte de adelante.
Ginger se escabulló en la cocina donde Kamy tarareaba London Bridge is Falling Down y logró rescatar el melón que no se había comido del refrigerador.
—¿Qué haces?
Sebastian la miró por encima de su hombro, tenía un bigote de leche embarrado en la cara. Luego se giró y dejó ver el tazón que Ginger le había dejado la noche anterior, bajo la cama.
—Me moría de hambre —explicó.
Ginger cerró la puerta tras su espalda y sonrió con ternura, seguía pareciendo un gato hasta por la forma que tenía de encoger los hombros.
—Eso no es comida. Mira —le extendió el plato con melón—, traje esto para ti.
Sebastian se acercó con un caminar lento, felino, elegante, preciso. Tomó el plato, lo olisqueó un poco y lo aceptó.
—Vamos, no seas quisquilloso.
—No lo soy, me cuido de no comer cosas envenenadas —al notar la ofensa en esas palabras, añadió—. No digo que esto esté envenenado, es solo que —se embutió un pedazo de fruta y habló con la boca llena— me ha tocado comer ratones envenena…
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