Edgar Allan Poe - Cuentos completos

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El autor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) ocupa un lugar relevante en el panteón de los escritores más admirados, imitados y estudiados de la literatura universal. Considerado por muchos como un precursor del cuento corto y de terror como género literario, Edgar Allan Poe escribió también poesía, ensayos y crítica literaria. Fascinado con lo macabro y con un especial talento para ello, Poe también exploró diversos temas y tonos en su obra, con relatos detectivescos, humorísticos, históricos y hasta crónicas periodísticas. Su obra ha inspirado innumerables homenajes e influenciado el estilo de autores como H. P. Lovecraft y Arthur Conan Doyle.Con una vida marcada por la tragedia Poe logró dejar una huella indeleble en la historia literaria de su país y del mundo, como un maestro de la naturaleza humana y de todos sus matices. El presente volumen contiene más de sesenta cuentos, reuniendo todos los relatos publicados durante su vida.

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—Pues sí, señor —dijo el filósofo—. Pues sí, señor… para hablar con franqueza… creo que usted es… palabra de honor… que es el di… quiero decir que, según creo, tengo una ligera… muy ligera idea de la gran distinción que…

—¡Oh, claro! ¡Sí, perfectamente! —interrumpió su Majestad—. ¡Usted, no diga nada más! ¡Puedo darme cuenta!

Y, retirando sus anteojos verdes, limpió esmeradamente los cristales con la manga de su chaqueta y los puso en su bolsillo.

Si Bon-Bon se había sorprendido por el episodio del libro, su sorpresa aumentó enormemente ante el espectáculo que se desplegó ante él. Al levantar la vista, lleno de curiosidad por saber el color de los de su huésped, descubrió que no eran negros, como había imaginado; ni grises, como podía haberlo pensado; ni castaños o azules, ni amarillos o rojos, ni purpúreos o blancos, ni verdes… ni de ningún color existente en los cielos, en la tierra o en las aguas. Para resumir, no solo Bon-Bon descubrió abiertamente que su Majestad no tenía ojos de ningún tipo, sino que fue imposible descubrir el menor indicio de que hubieran existido en otro momento, pues el lugar donde debían estar era tan solo —me veo obligado a señalarlo— una superficie de carne lisa.

No estaba en la naturaleza del metafísico inhibirse de hacer ciertas preguntas sobre el origen de tan extraño fenómeno, y la respuesta de su Majestad fue tan rápida como seria y placentera.

—¡Ojos! ¡Mi estimado Bon-Bon … ojos! ¿Mencionó usted ojos? ¡Oh, sí! ¡Ya veo! Me imagino que las tontas imágenes que circulan sobre mí le han dado una errónea idea de mi aspecto personal… ¡Ojos! Pierre Bon-Bon, los ojos están perfectamente bien en su lugar correspondiente… Usted creerá que ese lugar es la cabeza. Estaría bien, si se trata de la cabeza de un gusano. Del mismo modo, para usted tales órganos son imprescindibles… Pero ya lo persuadiré yo de que mi visión es más aguda que la suya. Hay un gato en esa esquina… un hermoso gato… ¿lo ve usted? Obsérvelo con atención. Pues dígame, Bon-Bon, ¿usted logra contemplar sus pensamientos… he dicho los pensamientos… las ideas y las reflexiones que surgen del pericráneo de ese gato? ¡Ahí está… usted no lo ve! Pues ese gato está pensando que nos embelesamos con el largo de su cola y con la profundidad de su mente. Acaba de alcanzar la conclusión de que yo soy un elegante eclesiástico y de que usted es el más frívolo de los metafísicos. Pues, ya ve que de ciego no tengo nada, pero para un ser con mi oficio, los ojos que usted conoce solo serían una molestia y permanecerían en constante peligro de ser extirpados por una horquilla de tostar o un removedor de brea. Reconozco que para usted esos elementos ópticos son necesarios. Esfuércese por usarlos bien, Bon-Bon, por mi parte, mi visión es el alma.

Después de esto el visitante se sirvió vino y llenó otro vaso para Bon-Bon, lo invitó a disfrutarlo sin escrúpulos y a sentirse divinamente en su casa.

—Un libro muy agudo el suyo, Pierre —prosiguió su Majestad, dándole una palmada de complicidad en la espalda, una vez que nuestro amigo vació su vaso en atención al pedido de su visitante—. Palabra de honor. Es un libro muy astuto. Un libro como los que a mí me gusta leer… Sin embargo, creo que su presentación del argumento podría mejorarse y muchos de sus fundamentos me recuerdan a Aristóteles. Este filósofo fue uno de mis compañeros más íntimos. Lo quería muchísimo por su espantoso malhumor, así como por su extraordinaria facilidad para equivocarse. En todo aquello que escribió solo existe una concreta verdad, y yo se la sugerí de tanto tenerle lástima al notarlo tan absurdo. He de imaginar, Pierre Bon-Bon, que usted sabe muy bien a qué concreta verdad moral me refiero.

—No podría señalar que…

—¿En serio? Está bien, yo fui quien le dijo a Aristóteles que el hombre expulsaba las ideas innecesarias por la nariz al estornudar.

—Lo cual… ¡hic!… es totalmente verdad —dijo el metafísico, mientras se llenaba otro gran vaso de Mousseux y le ofrecía su estuche de rapé al visitante.

—También tuvimos a Platón —continuó su Majestad, declinando recatadamente la invitación a tomar rapé y el cumplido que ello significaba—. Tuvimos a Platón, por quien sentí el afecto que se siente por los amigos durante un tiempo. ¿Conoció usted a Platón, Bon-Bon? ¡Ah, cierto, le pido mil disculpas! Pues bien, un día nos cruzamos en Atenas, en el Partenón. Me comentó que estaba preocupadísimo indagando una idea. Hice que escribiera que ο νους εςτιν αυλος. Me indicó que lo haría y regresó a casa, mientras yo continuaba el viaje hacia las pirámides. Pero me remordía la conciencia por haber revelado una verdad aunque fuera para auxiliar a un amigo, Y volviendo rápidamente a Atenas, alcancé la silla del filósofo justo cuando se disponía a escribir el αυλος.

Le di un sopetón a la “lambda” y la hice ponerse cabeza abajo. Por eso, ahora, la frase dice: ο νους εςτιν αυγος, y compone, como usted bien sabe, la doctrina esencial de su metafísica.

—¿Ha estado usted en Roma? —preguntó el restaurateur al tiempo que finalizaba su segunda botella de Mousseux y sacaba del armario una generosa provisión de Chambertin.

—Una sola vez, Monsieur Bon-Bon, una sola vez. Hubo una época —dijo el demonio como si declamara un pasaje de un libro— en que la anarquía reinó durante un quinquenio durante el cual la república, despojada de todos sus funcionarios, no tuvo otra censura que los magistrados del pueblo y estos no tenían ninguna investidura legal que los habilitara para el desempeño ejecutivo. Solo en ese momento, Monsieur Bon-Bon… solo en ese momento permanecí en Roma… por lo tanto, no poseo relaciones terrenales con su filosofía.

—¿Y usted, qué piensa usted… qué piensa usted… ¡hic!… de Epicuro?

—¿Que qué pienso de quién? —interrogó el diablo atónito—. No querrá encontrar algún error en Epicuro, espero. ¿Que qué pienso de Epicuro? Señor, ¿usted está hablando de mí? ¡Yo soy Epicuro! Soy el mismo filósofo que escribió cada uno de los trescientos manuscritos que tanto elogiaba Diógenes Laercio.

—¡Usted me engaña! —replicó el metafísico, a quien el vino se le había subido algo a la cabeza.

—¡Muy bien! ¡Muy bien, mi señor! ¡Francamente, muy bien! —dijo su Majestad, al parecer intensamente complacido.

—¡Me está engañando! —repitió el restaurateur, dogmático—. ¡Me está… ¡hic!… engañando!

—¡Está bien, si usted lo dice! —exclamó el demonio tranquilamente, y Bon-Bon, después de ganarle a su Majestad en la discusión, pensó que era su deber terminar una segunda botella de Chambertin.

—Como le iba diciendo —siguió el visitante— y como le señalaba hace un instante, en su libro, Monsieur Bon-Bon, hay algunos conceptos demasiado outrées. Por ejemplo, ¿qué intención tiene usted con todo ese alboroto acerca del alma? ¿Podría usted decirme qué es el alma, caballero?

—El alma… ¡hic!… —respondió el metafísico, aludiendo a su manuscrito— es indudablemente…

—¡No, señor!

—Indudablemente…

—¡No, señor!

—Indudablemente…

—¡No, señor!

—Indiscutiblemente…

—¡No, señor!

—Incontrovertiblemente…

—¡No, señor!

—¡Hic!

—¡No, señor!

—Y más allá de toda duda, el alma…

—¡No, señor, el alma no es nada de eso! (Aquí el filósofo, con aire molesto, aprovechó la situación para darle un fin inmediato a la tercera botella de Chambertin.)

—Entonces… ¡hic!… Pues, diga usted, señor, ¿qué es?

—No es ni esto ni es aquello, Monsieur Bon-Bon —contestó reflexivo su Majestad—. He probado… es decir, he conocido ciertas almas muy malas y otras que han sido excelentes. Dicho esto se relamió, pero, distraídamente, dejó caer la mano sobre el libro que llevaba en el bolsillo y se vio atacado por un implacable ataque de estornudos.

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