Edgar Allan Poe - Cuentos completos

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El autor norteamericano Edgar Allan Poe (1809-1849) ocupa un lugar relevante en el panteón de los escritores más admirados, imitados y estudiados de la literatura universal. Considerado por muchos como un precursor del cuento corto y de terror como género literario, Edgar Allan Poe escribió también poesía, ensayos y crítica literaria. Fascinado con lo macabro y con un especial talento para ello, Poe también exploró diversos temas y tonos en su obra, con relatos detectivescos, humorísticos, históricos y hasta crónicas periodísticas. Su obra ha inspirado innumerables homenajes e influenciado el estilo de autores como H. P. Lovecraft y Arthur Conan Doyle.Con una vida marcada por la tragedia Poe logró dejar una huella indeleble en la historia literaria de su país y del mundo, como un maestro de la naturaleza humana y de todos sus matices. El presente volumen contiene más de sesenta cuentos, reuniendo todos los relatos publicados durante su vida.

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Imposible concebir mi estupor ante tan imprevisible discurso y la alegría que experimenté poco a poco al irme persuadiendo de que el aliento tan favorablemente capturado por aquel señor —que no era otro que mi vecino Alientolargo— era justamente el que yo había perdido mientras conversaba con mi mujer. El tiempo, el lugar y el escenario lo ratificaban sin lugar a dudas. Pero de todos modos no solté de mi mano la nariz del señor Alientolargo, al menos durante el prolongado período mientras el cual el creador de los álamos de Lombardía continuó beneficiándome con sus explicaciones.

Actuaba en este sentido con la usual sensatez que siempre constituyó mi rasgo dominante. Recapacité sobre qué grandes dificultades se acumulaban en el camino de mi salvación, y que solo con enormes dificultades podría vencerlos. Muchas personas, bien lo sabía, aprecian las cosas que poseen —por más intrascendentes que estas sean para ellas e incluso molestas o incómodas— en relación directa a las ventajas que conseguirían otras personas si las obtuvieran. ¿No sería esta la situación con el señor Alientolargo? Si me descubría ansioso por ese aliento que tan fácilmente manifestaba que abandonaría, ¿no me convertiría en una víctima de las trampas de su codicia? Hay infames en este mundo, como le hice recordar mientras suspiraba, que no poseen escrúpulos para beneficiarse del vecino y además (esta observación surge de Epicteto), en el instante en que las personas están más deseosas de arrojar el peso de sus adversidades, es cuando están menos orientados a ayudar a sus semejantes en el mismo sentido.

De cara a razonamientos de este género y sosteniendo siempre a mi víctima por la punta de la nariz, consideré pertinente expresarle la réplica siguiente:

—¡Monstruo! —comencé, con un tono de honda irritación—. ¡Monstruo e imbécil de doble aliento! Tú, a quien los dioses han castigado por tus perversidades concediéndote una doble respiración, ¿osas dirigirte a mí con el idioma familiar de la amistad? “¡Mientes!”. Dices que “me calle la boca”, ¡por supuesto, vaya diálogo con un hombre que solo tiene un aliento! ¡Y todo esto cuando depende de mí calmar el infortunio que sufres, y eliminar todas las trivialidades de tu desventurada respiración!

Igual que Bruto, me quedé esperando una respuesta que, similar a un ciclón, me atropelló inmediatamente. El señor Alientolargo desplegó toda clase de quejas y pretextos. No había nada con lo que no se mostrara intachablemente de acuerdo, por lo que no dejé de obtener prerrogativas de cada uno de sus consentimientos.

Puestos en orden los detalles preliminares, mi interlocutor procedió a devolverme mi respiración y luego de inspeccionarla detalladamente, le di un recibo.

Entiendo que muchos me harán reclamos por relatar tan brevemente un negocio de tanta importancia. También dirán que bien podía haber revelado nimios detalles de la operación gracias a la que se podría proyectar nuevas luces sobre una curiosísima rama de las ciencias naturales (lo cual es totalmente cierto).

Siento mucho no poder declarar sobre esto. Solo me está permitido hacer una ligera mención. Había situaciones —aunque después de pensarlo bien, pienso que lo más seguro es hablar lo menos posible sobre tan delicado tema—, repito, había situaciones muy delicadas que involucran al mismo tiempo a otra persona cuya antipatía no tengo el menor deseo de padecer en este tiempo.

No demoramos mucho, después de aquel arreglo, en huir de las mazmorras del sepulcro. Las fuerzas conjuntas de nuestras renacidas voces fueron escuchadas muy pronto desde afuera. El señor Tijeras, director de un periódico centralista, se interesó en publicar de nuevo su tratado sobre La naturaleza y origen de los sonidos subterráneos. Una respuesta-réplica-justificación-refutación no tardó en ser publicada en las páginas de un diario democrático. Se abrieron las puertas de la bóveda para finalizar la controversia y mi aparición junto a la del señor Alientolargo comprobó que ambas partes estaban igualmente equivocadas.

No puedo establecer los detalles de algunos pasajes únicos de una vida bastante notable sin llamar, de nuevo, la atención del lector sobre los méritos de esa filosofía sin distinciones que funciona como innegable escudo en contra de las flechas de la desgracia que no logran observarse, sentirse ni entenderse. Está en el espíritu de este conocimiento la creencia de que las puertas del cielo se abrirán ineludiblemente para aquel ser santo o pecador que, con buenos pulmones y lleno de seguridad, vocifere la palabra ¡Amén!. Y se encuentra, asimismo, dentro del espíritu de ese conocimiento el que, durante la gran plaga que arrasó Atenas y después que se agotaron todos los recursos para alejarla, Epiménides —como narra Laercio en su segundo libro acerca del filósofo— propusiera el levantamiento de un oratorio y un templo “al Dios apropiado”.

Bon-Bon

Quand un bon vin meuble mon estomac

Je suis plus savant que Balzac,

Plus sage que Pibrac;

Mon seul bras faisant l’attaque

De la nation Cossaque

La mettroit au sac;

De Charon je passerois le lac

En dormant dans son bac;

J’irois au fier Eac,

Sans que mon cœur fit tic ni tac,

Présenter du tabac.

Vodevil francés

Pierre Bon-Bon era un restaurador de considerable capacidad y no creo que algún parroquiano que frecuentara el pequeño café en el cul-de-sac Le Febre, en Rúan, durante el reino de…, esté dispuesto a negarlo. Me parece aún más difícil negar que Pierre Bon-Bon era así mismo bien instruido en la filosofía de su tiempo. Sus pâtés de foies eran impecables, pero, ¿qué escritor podría hacer justicia a sus estudios sur la nature, a sus meditaciones sur l’âme, a sus reflexiones sur l’esprit? Si sus omelettes, si sus fricandeaux eran inapreciables, ¿qué literato de ese momento no hubiera dado mucho más por una idée de Bon-Bon, que una pequeña suma de todas las idées de los científicos? Bon-Bon había recorrido bibliotecas que para otros individuos eran inexploradas; había leído más de lo que otros podían llegar a considerar una lectura, había entendido más de lo que otros hubieran creído posible entender, y si bien en la época de su progreso no faltaban algunos escritores de Rúan para quienes “su dicta no muestra ni la integridad de la Academia, ni la profundidad del Liceo”, y obsérvese, a pesar de que, en general, sus doctrinas no eran muy comprendidas, tampoco se pensaba que fuesen muy difíciles de entender. Creo que su propia certeza hacía que muchas personas las tomaran por impenetrables. El mismo Kant —pero no llevemos las cosas tan lejos— debe especialmente a Bon-Bon su metafísica. Este no era platónico ni, estrictamente hablando, aristotélico. Tampoco, tal como Leibniz, malgastaba valiosas horas que podían ocuparse de mejor manera imaginando una fricassée o, facili gradú, examinando una sensación en triviales intentos de reconciliar todo lo que hay de irreconciliable en las disputas éticas. De ningún modo. Bon-Bon era jónico. Bon-Bon era del mismo modo itálico. Pensaba a priori. Pensaba a posteriori. Sus ideas eran innatas… o de cualquier otra manera. Creía en Jorge de Trebizonda. Creía en Bessarion. Bon-Bon era, enfáticamente… Bon-Bonista.

He hablado del filósofo en su calidad de restaurateur. Sin embargo, no quisiera, que alguno de mis amigos creyera que al desempeñar sus atávicos deberes en este último oficio, nuestro héroe dejaba de valorar su decoro y su importancia. ¡Muy lejos de ello! Era imposible señalar cuál de las dos ramas de su trabajo le infundía mayor orgullo. Consideraba que las facultades intelectuales estaban profundamente vinculadas con la capacidad gástrica. Inclusive, creo que no estaba muy en desacuerdo con los chinos, para quienes el alma habita en el estómago. Como quiera que fuese, creía que los griegos tenían razón al utilizar la misma palabra para mente y diafragma. Y con esto no intento insinuar una revelación de glotonería o cualquier otro embarazoso reproche en menoscabo del metafísico. Si Pierre Bon-Bon tenía sus debilidades —¿y qué ser humano no las tiene por millares?—, eran debilidades de poca consideración, faltas que en otros hombres, con frecuencia, suelen calificarse bajo la luz de sus virtudes. Con relación a una de tales debilidades, ni siquiera la traería a colación en este relato si no fuera por su trascendente relevancia, por el sumo alto rilievo que la hace notoria en el plano de sus rasgos generales. Es esta: jamás dejaba escapar la oportunidad de hacer un trato.

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