BERNARDO
ESQUINCA
DEMONIA
NARRATIVA
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© 2011 Bernardo Esquinca
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Primera edición en Editorial Almadía S.C.: diciembre de 2011
Primera reimpresión: marzo de 2012
Segunda reimpresión: marzo de 2014
Primera edición en Almadía Ediciones S.A.P.I. de C.V.: marzo de 2016
Segunda edición: enero de 2020
ISBN: 978-607-8667-54-3
En colaboración con el Fondo Ventura A.C.
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BERNARDO
ESQUINCA
Cuando todo el mundo está en guerra, un inventor de
fantasías es, el cielo lo sabe, una despreciable criatura.
ARTHUR MACHEN
Usted sabe, doctor, para la mayoría de la gente las moscas son sólo eso: moscas. Algo que espantar con la mano cuando ronda nuestra cabeza o un plato de comida. Pero se equivocan. Son seres superiores, capaces de fornicar mientras vuelan, y con decenas de ojos que nos vigilan desde cualquier ángulo. Usted no lo sabe, pero esos bichos han estado en guerra con nuestra especie desde el principio de los tiempos. Con cada nuevo insecticida que pro-mete acabarlas, ellas se vuelven más resistentes. ¿Le doy un dato para contar en la próxima cena de trabajo o con amigos? Aunque, le advierto, no es agradable, y tal vez provoque un silencio incómodo en la mesa. Adoro los silencios incómodos, ¿usted no, doctor? Todo lo que implican. Llenan el vacío con la fuerza de las palabras no di chas. Porque lo que no se dice a veces es más inquietante. Pero me desvío del tema… Este sofá es tan cómodo que permite las divagaciones, debería pensar en cambiarlo. El dato: las moscas han matado más seres humanos que todos los conflictos bélicos juntos. Estamos en guerra, le decía. Y no hay manera de que la podamos ganar: nos llevan millones de años de experiencia. Cuando nuestros ancestros las pintaron en las cuevas de Lascaux, las moscas ya eran dueñas de la Tierra… ¿Sorprendido? Todo el mundo aprecia los bisontes, ciervos y caballos registrados con maestría primigenia en las paredes de la gruta francesa, pero también hay bichos. Eso fue en el paleolítico. Desde entonces no hemos hecho más que mantenerlas a raya. Y eso es un decir, porque en rea-lidad las convocamos permanentemente a nuestro lado. Ochenta por cierto de la población mundial vive en medio de sus propias deyecciones… Me gusta esa palabra: deyecciones. Es magnética, ¿no le parece, doctor?
Lo cierto es que no hemos abandonado la Edad Media. Las moscas aman la mierda, y esta ciudad huele a mierda. No le hablaré de las pilas de basura que amontonamos en cada esquina, ni de los desechos que se acumulan en mercados, parques y aceras. Hablemos de mierda. ¿Me creería si le dijera que una mañana vi correr sobre la Alameda un nauseabundo río de excrementos? Se deslizaba de una alcantarilla interior hacia el arroyo de la calle. Y sólo había dos opciones: sortear los automóviles que pasaban por la avenida Hidalgo o esquivar los mo-jones flotantes. Ésas son las alternativas a las que esta urbe nos orilla, doctor. Las moscas florecen en la mierda y nosotros les hemos sembrado un jardín de veinte millones de intestinos.
Por supuesto que les doy caza, doctor, incansablemente. Desde niño, aunque entonces no era consciente de su poder y de sus –nunca mejor dicho– negras intenciones. ¿Sabe lo que hacía? Iba por la casa con una pistola de ligas y les daba muerte como un eficaz pistolero del Viejo Oeste. Mis padres veían un insano entretenimiento en ello, pero yo sentía que cumplía una misión. Por fortuna, nunca me lo prohibieron, aunque sospecho que mi conducta era motivo de conversaciones en voz baja en su cama después de que apagaban la luz. Mis hermanos –todos mayores que yo– estaban muy ocupados en sus trabajos o preparando agotadores exámenes universitarios, y no le dieron mayor importancia a la obsesión que crecía en mí. Los hijos menores, los llamados benjamines, estamos más expuestos a las peligrosas fantasías que germinan en la soledad. Eso usted lo sabe bien. Tan poca atención y en cambio demasiadas ocurrencias que se van acumulando… Como un frasco lleno de moscas. Curiosa metáfora, ¿no le parece?
He matado muchas de ellas, más que cualquier otro ser humano que no se dedique a ello de manera profesional. Y sé que mi aportación en esta guerra perdida es inútil. Pero dígame una cosa: si un ejército enemigo invadiera sus tierras y amenazara su propiedad, ¿no combatiría hasta el último aliento? Y aún más: si una horda de asesinos amenazara a sus hijos, ¿se quedaría de brazos cruzados sólo por el simple hecho de que el rival lo supera en número? Yo no tengo hijos, es cierto, y las pocas parejas que he tenido no supieron entender mi cruzada. En la oficina intenté formar un Club de Amigos Exterminadores de Moscas, pero fracasé. Al principio, mis compañeros de trabajo me miraron divertidos, pero cuando comencé a insistir en el tema, me dieron la espalda. Recibí incluso un memorándum del jefe pidiéndome que “pusiera fin de inmediato a una iniciativa tan absurda como perjudicial para el ambiente de trabajo”. Así que estoy solo en esto, ¿se da cuenta, doctor? A veces pienso que es mejor así. Dejar al resto de la humanidad a merced de su propia ignorancia.
¿Sabía usted, doctor, que en Tuxtla Gutiérrez hay una fábrica de moscas construida por los gringos? No me extraña, es un dato poco difundido. Pero yo estuve ahí, y es un lugar impresionante. Puede visitarse, siempre y cuando se tramite el permiso con anticipación. Hasta ofrecen visitas guiadas, pero no es el paseo con el que sueña la mayoría. Es el único lugar del mundo en el que se cría y se produce industrialmente la llamada mosca gusanera. La fábrica trabaja veinticuatro horas y da de comer a mil familias. ¿Y para qué carajos existe una fábrica de moscas?, se preguntará usted. Para combatirlas, precisamente. Ésa es la genialidad del asunto. Una plaga se erradica al introducir machos estériles en una población de machos silvestres, en proporción de diez a uno, situación que provoca que las hembras tengan muy pocas posibilidades de ser fecundadas en el único apareamiento de su corta vida. Para bien y para mal, las moscas son instantáneas. Es su fortaleza y debilidad al mismo tiempo. En tres generaciones se acabó el problema. Por eso existe la fábrica. De ahí salieron los machos estériles que salvaron millones de vidas en Libia a principios de los años noventa. Moscas mexicanas, doctor. Utilizadas en contra de su propia especie. El lugar es delirante: tone ladas de carne podrida repletas de larvas de mosca. Millones de ellas vuelan en una enorme jaula de vidrio, produciendo un zumbido que compite con la turbina de un avión. Cuando llegué ahí, comprenderá usted, me sentí tan feliz como un peregrino que arriba a la Meca.
Mentiría si le dijera que no practico ningún deporte. Por supuesto que no se trata de futbol, natación, jogging o cualquiera de esas actividades que hacen sentir a la gente menos culpable por lo que le hacen cotidianamente a su cuerpo.
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