Bernardo Esquinca - Demonia

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Un hombre está convencido de que las moscas forman una legión infernal que busca exterminarlo. La fantasmagórica sombra que espía el sueño de una joven pareja es el heraldo de una antigua maldición caribeña. Un asesino secuestra niños para torturarlos, copiando el estilo de un famoso criminal del siglo XV. Extraños seres cuyas apariciones están supuestamente relacionadas con las desgracias que ocurren en el mundo. Un grupo de amigos se enfrenta al recuerdo de la posesión satánica que desequilibró sus vidas veinte años atrás. «Demonia» ofrece nueve relatos que recorren el amplio espectro de nuestras pesadillas y temores más arraigados. Conforme se adentre en el libro, el lector encontrará obsesiones y enigmas recurrentes con los que este autor infecta cada historia. Las formas subterráneas de los relatos nacen de las zonas oscuras de la experiencia, para volverse una forma ambigua del conocimiento. Y el mal —el abstracto, sobrenatural, mítico— se presenta como un contagio del espíritu: virus perverso que potencia las pulsiones de nuestro lado oscuro. En «Demonia» Bernardo Esquinca evidencia el domino del oficio y se confirma como un autor de primera fila en el género de terror. « mucho más ardiente que la de J.G. Ballard». Rodrigo Fresán «Un interesante esfuerzo por reunir y contar de nuevo algunos de los temores del hombre contemporáneo». Revista La Tempestad

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Desconcertado, le arrebaté el volumen al indigente y me marché a casa. Busqué las líneas que había repetido y no pude encontrarlas. Por un momento sentí que yo también enloquecía. Tras varios minutos de lectura di con ellas. Pertenecían a un capítulo que reproducía el diario de una enfermera. Se llamaba Leonarda Servín y había trabajado en el manicomio en los años cuarenta. Hice unos subrayados y después guardé el libro en mi estudio, en un lugar poco visible. No sabía qué pensar de todo aquello y no quería darle más vueltas. Fui al cuarto y miré la televisión hasta que me dio sueño. Instintivamente, busqué con el brazo el cuerpo de Ligia y me topé con su almohada. La imaginé en el hospital, acostada en el sillón contiguo a la cama de su madre, atenta a las siluetas que se formaban en el techo de la habitación, tan incapaz de dormir como de entender lo que le sucedía.

Esa noche tuve una pesadilla. En el sueño, estaba acostado en la cama, a punto de dormirme mientras buscaba el cuerpo de Ligia con el brazo, cuando en el marco de la puerta apareció un mulato. Era tan alto como la puerta misma, y el amarillo de sus ojos y sus dientes destacaba en la penumbra con un brillo siniestro que hacía pensar en oro maldito. No me atreví a moverme ni decir nada. Estoy soñando, pensé –es lo que uno siempre piensa cuando ocurre algo malo–, es una pesadilla y sólo tengo que despertar. El mulato tampoco hablaba, sólo me observaba con sus ojos turbios desde el umbral de la puerta. ¿Por qué no entra?, recuerdo que pensé en el sueño. ¿Qué es lo que quiere? Como si leyera mis pensamientos, el mulato comenzó a reír. Empezó poco a poco, hasta que sus carcajadas crecieron y se volvieron insoportables. Entonces tuve ganas de gritarle que se largara, que ésa era mi casa y que no tenía derecho a entrar en ella sin tocar.

–Nadie tiene casa –me dijo, adivinando de nuevo mis pensamientos– cuando el alma no tiene sosiego.

Entonces, dentro del sueño, comprendí todo. Lo que había estado ocurriendo con Ligia y conmigo en los últimos meses se me reveló en un instante. Y en ese momento desperté, o creí despertar. El mulato ya no estaba, sólo permanecía el eco de su risa en la habitación, y también el eco de una última frase: No podrás despertar, tampoco dormir, tan sólo caminar entre dos mundos…

* * *

Días después me hicieron la invitación a Santo Domingo. Y aquí estoy, en el cuarto de hotel, escribiendo en la última hoja de mi libreta. Más allá de la ventana, la noche envuelve las grúas y el mar comienza a fundirse con el cielo en una sola y compacta oscuridad.

La verdad de aquel sueño es la misma que escribo en este momento, la misma que me espera en casa cuando regrese: hay una sombra en el umbral del cuarto que no necesita tocar porque una puerta se abrió para siempre.

Miro por la ventana y cuento los cascarones de concreto. Ahora falta un edificio.

MANUSCRITO ENCONTRADO EN UN DEPARTAMENTO VACÍO

Samuel Luján

Detective Privado

Presente

Por este medio le hago llegar el documento solicitado a esta Secretaría, esperando sea de utilidad para los fines que persigue. Cabe señalar que es una copia del original, tal cual fue encontrado.

Atentamente

Raúl Solís

Agente Ministerial

Sistema de Personas Extraviadas

Secretaría de Seguridad Pública

I. EL DOCUMENTO

Mi hermano Pablo murió atropellado hace dos semanas. Un taxi lo embistió cuando cruzaba la calle, justo frente al local de Estafeta donde pretendía enviar un paquete. La noticia me conmocionó, a pesar de que estaba distanciado de él y llevaba tres años sin verlo. Era mi único pariente cercano. No teníamos más hermanos y nuestros padres habían fallecido tiempo atrás. No existe una razón concreta que explique el abismo que nos fue separando, lo único que se me ocurre decir es que su mundo era el de las palabras y el mío el del dinero. Pablo se dedicaba a dar talleres de poesía –había publicado algunos poemarios; plaquettes, les llamaba él, aunque para mí eran lo mismo: nunca leí una línea suya–; yo soy corredor de bolsa en un banco nacional. Ahora que lo pienso, otro de los motivos que contribuyeron a que nos alejáramos fue el hecho de que Pablo tenía una gran facilidad para ligarse mujeres, algo que a mí siempre me ha costado trabajo. Mientras yo pasé años tratando de convencer a la mujer que posteriormente se convirtió en mi esposa –y más tarde en exesposa–, él pasaba de una relación a otra con una sonrisa de satisfacción en los labios. Tras mi divorcio no quise saber nada de mujeres durante un tiempo, y tampoco de mi hermano y sus múltiples conquistas. Nunca envidié que fuera escritor. ¿Quién, en su sano juicio, puede desear una profesión que importa a pocos, y que además reditúa miserables ingresos? El problema era ese imán con el que atraía a las mujeres a pesar de su precaria situación económica. Y no sólo eso: me consta que más de alguna llegó a mantenerlo. Las pocas veces que nos veíamos para comer se la pasaba hablando del poder de las palabras y de una teoría que a mí me parecía sacada de un cuento fantástico: decía que los versos eran capaces de abrir agujeros a otras dimensiones. La auténtica poesía, porque –aclaraba– había poetas que camuflaban historias con versos. “Ahora los poetas sueñan con ser narradores”, decía en su perorata, la cual sólo se permitía interrumpir para pedirle al mesero otra botella de vino sudafricano que bebería a mis costillas. Yo le ponía atención un rato, pero después mi mente comenzaba a moverse hacia el terreno de las cifras, haciendo cuentas sobre lo que habíamos pedido y lo que iba a costarme. Después, le hacía una seña al camarero para pedirle la cuenta, gesto que marcaba el final de nuestras forzadas reuniones.

Tras identificar el cadáver la policía me entregó un paquete, el mismo que mi hermano se disponía a enviar por Estafeta cuando el taxi le pasó por encima. Era un sobre de papel manila que contenía un objeto abultado. En el reverso tenía escrita una dirección de la ciudad de Guanajuato, pero ningún nombre. Arrojé el paquete en el asiento del copiloto de mi coche y no lo abrí hasta más tarde, cuando volví a casa después del trabajo. Dentro tenía un libro. No recuerdo el autor, pero era de poesía. En la primera página mi hermano había escrito algo con su puño y letra:

Amaranta:

No puedo hacerlo.

Aquél extraño mensaje me conmovió, como si en su parquedad incomprensible se resumiera la historia de nuestra difícil relación. Nunca hice nada por mi hermano, salvo invitarle vinos caros en restaurantes de moda, pero en ese momento supe que tenía una misión: hacer que ese paquete llegara a su destino. Y conocer a Amaranta: tal vez esa mujer podría decirme algo sobre el hermano con el que rehusé intimar. Pedí vacaciones en el trabajo y una semana después tomé un avión a Guanajuato. No pretendía quedarme más tiempo del necesario; mi idea era entregar el paquete y después tomar otro avión rumbo a Acapulco. Pero mi destino estaba en otra parte.

En el aeropuerto de Guanajuato me subí a un taxi y me dirigí al centro. Primero quería comer algo y pasear un poco. Hacía mucho tiempo que no iba a esa ciudad, y al atravesar los túneles que la recorren por debajo recordé que era misteriosa por naturaleza; que a pesar de su aspecto turístico daba la sensación de encerrar un secreto. Esa percepción se reafirmó cuando bajé del taxi y me puse a caminar por sus callejones laberínticos. Después de comer, mientras vagaba por pasillos estrechos y olorosos a orina, topándome con montones de colillas y botellas de cerveza rotas, recordé que mi hermano me había dicho alguna vez que solían invitarlo a Guanajuato a dar talleres de poesía. Decidí que era momento de entregar el paquete. Tomé otro taxi y la dirección anotada en el reverso del sobre me llevó a un edificio de departamentos situado en una zona residencial a las afueras de la ciudad. Del balcón del primer piso colgaba un letrero de SE RENTA. Me dirigí al interfón y timbré en el número 17. Nadie respondió, y obtuve el mismo resultado durante los diez minutos siguientes. Decidí esperar en el taxi. Una hora más tarde, nadie había entrado ni salido de aquel edificio, el taxímetro seguía corriendo y mi paciencia se había agotado. Pensé en dejar el paquete con el conserje, pero estaba decidido a conocer a aquella mujer, que para esas alturas ya me intrigaba bastante (debía ser guapa, mi hermano cuidaba muy bien su reputación); así que tramé un plan. Presioné el timbre del conserje y pretexté estar interesado en el departamento en renta. Minutos después era conducido al primer piso por un hombre moreno y chaparro. Le hice las preguntas de rigor mientras recorríamos la estancia –¿cuánto cuesta la renta?, ¿qué requisitos solicitan?, ¿hay más personas interesadas?– y finalmente le comenté, con la mayor naturalidad de la que fui capaz:

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