Carne de Ataúd
BERNARDO ESQUINCA
Carne de ataúd
© Bernardo Esquinca, 2016, 2018
Novela publicada mediante acuerdo con VicLit Agencia Literaria
© De esta edición, Punto de Vista Editores, S. L., 2018
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Diseño de cubierta: Joaquín Gallego
Fotografía de cubierta: Francisco Guerrero «el chalequero» circa 1910 (detalle)
ISBN: 978-84-16876-36-5
IBIC: FA
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Primera parte. El Chalequero PRIMERA PARTE
Segunda parte. La Bestia
Tercera parte. El Acuchillador
Cuarta parte. Un lugar para enterrar a los extraños
Para Talía y Pía, mis amores
Para Mamá y Papá, aliados en el Otro Mundo
This has never been about the murders,
not the killer nor his victims.
It´s about us. About our minds and how they dance.
ALAN MOORE, From Hell
Guadalajara, marzo de 1855
El Rastro parecía el escenario de una masacre. Había charcos de sangre en el piso, salpicaduras en las paredes, vísceras apiladas en montones. El joven Francisco se acercó al lugar donde las reses colgaban bocabajo de ganchos. Estaba acostumbrado a ese olor a muerte: visitaba seguido a su padre en el trabajo. Era un olor que una vez que entraba por la nariz era muy difícil que saliera; duraba varios días y lo impregnaba todo: la ropa, la casa, incluso los pensamientos. A veces, Francisco sentía que miraba en rojo, y que el agua que bebía tenía el mismo color de la sangre.
Caminó por el suelo pegajoso, sin importarle que sus huaraches se ensuciaran con la porquería. Llegó hasta donde su padre lo esperaba, con un enorme cuchillo en la mano. Sabía lo que tenía que hacer. Y aunque ya lo había hecho en numerosas ocasiones, seguía experimentando la misma mezcla de asco y emoción de la primera vez.
Tomó el cuchillo y rajó el pecho del animal, justo a la altura del corazón. Su padre estaba listo con un vaso, y recibió el líquido. De inmediato se lo pasó a Francisco, quien bebió el contenido de un trago. La sangre estaba espesa, caliente. Cuando terminó, contuvo las arcadas, y luego se pasó la lengua por las comisuras de los labios.
Su padre le dio un coscorrón.
—Lárguese.
Su aliento olía a pulque fermentado. Francisco esperaba con ansia el día en que su padre se lo diera a probar. Estaba seguro de que, además de la sangre, esa bebida lo transformaría en un hombre viril. Por algo tenía la consistencia de los mecos. Había visto a hombres que, tras beber pulque, apuñalaban a otros con saña.
Regresó a su casa espantando las gallinas que se encontraba en el camino. Fue directo a la letrina y, paladeando los restos de sangre en sus encías, se masturbó dilatadamente.
Satisfecho, se acostó en el petate a dormir. Y soñó: tenía muchas mujeres que vivían para complacerlo. Algunas aceptaban de muy buena gana. A las que se ponían remilgosas, las obligaba. A veces con pura fuerza, otras con el cuchillo. Ellas se espantaban, y eso lo excitaba más.
Despertó. Como siempre, se puso triste. Aún no tenía el arrojo ni para someter a sus primas, como había hecho su padre, que se casó con una pariente. Miró el chaleco que colgaba de un clavo, luego sus huaraches pringosos. Tal vez debería empezar a vestirme mejor, pensó.
Y trabajar. Podría hacer zapatos.
Pagaré por mujeres.
Francisco se puso el chaleco de su padre, se miró en el trozo de espejo que colgaba sobre el aguamanil, y dijo en voz alta:
—Después les cobraré lo que me deban.
PRIMERA PARTE
Ciudad de México, mayo de 1908
La víctima era una anciana de ochenta años. Tenía un profundo tajo en el cuello y la cabeza casi desprendida del cuerpo. Apareció hacia las cinco de la tarde del 26 de mayo, en las orillas del Río Consulado. La policía mostró el cuerpo a los habitantes de la colonia Valle Gómez, pero nadie pudo identificarlo. Sin embargo, Eugenio Casasola, reporter de El Imparcial, tenía una teoría de quién era el responsable: un fantasma de su pasado. No se atrevió a decirle nada a su esposa ni a sus compañeros de trabajo, pues adivinaba lo que le dirían: necesitas que te vea un médico, continúas obsesionado, es una pena que veinte años no te hayan servido para superarlo. Él mismo sabía que era imposible, que el asesino que había poblado de pesadillas sus sueños se estaba pudriendo en una celda en el castillo de San Juan de Ulúa. Sin embargo, algo que venía de sus entrañas le aseguraba que su viejo enemigo estaba de regreso, que debía alertar a las autoridades. Aquella posibilidad lo llenaba de temor y, al mismo tiempo, lo impregnaba de una extraña emoción: la posibilidad de volvérselo a topar cara a cara, de gritarle que ni un solo día había dejado de extrañar a Murcia Gallardo.
Francisco Guerrero, alias el Chalequero, había matado a varias prostitutas durante la década de los ochenta del siglo pasado y ahora parecía estar de regreso. El cadáver de la anciana tenía su sello inconfundible: la «cuchillada del borrego», que remitía a los animales que se sacrificaban en ciertos festejos. No estaba seguro si la policía recordaba al célebre asesino, pero él se encargaría de refrescarles la memoria con su nota.
Además, sería el gran tema de portada que el director llevaba tiempo pidiéndole. Los lectores respondían positivamente a las historias sangrientas, y el tiraje aumentaba. Incluso imaginó el titular: ¿VUELVEN LOS TIEMPOS DEL CHALEQUERO? Pero antes necesitaba asegurarse. Se puso la levita y tomó su sombrero. Se dio cuenta de que la mano le temblaba. Salió de la vecindad en la que vivía con su mujer y su pequeño hijo, y caminó por Medinas. El cielo estaba encapotado, la lluvia pronto volvería intransitables las calles. Buscó en los bolsillos monedas con las que pagarle a algún cargador en caso de necesitarlo. Y aunque le disgustaba la perspectiva de tener que subirse a la espalda de un desgraciado que imitaba a las mulas para ganarse la vida, sonrió: las tormentas eléctricas favorecían la comunicación con el Otro Mundo.
Cuando cruzó Plateros, un rayo iluminó el cielo y la lluvia comenzó a caer. Eugenio apuró el paso: sin duda Murcia tenía un mensaje importante para él, y además Madame Guillot estaría esperándolo con su acostumbrado festín.
Llegó empapado a la vieja casona ubicada en la calle de Don Juan Manuel. Antes de tocar a la puerta, vio venir de frente a una figura envuelta en una capa negra. Todo su cuerpo se estremeció. Instintivamente, se llevó la
mano al bolsillo de su levita, y con alivio comprobó que había olvidado su reloj. El caminante pasó a su lado como una sombra y, aunque éste no se detuvo ni se dignó
a mirarle, el corazón de Eugenio continuó acelerado. Más que supersticioso, era un hombre convencido de que en la Ciudad de México cualquier cosa podía ocurrir, incluso que las leyendas se materializaran. Un
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