Bernardo Esquinca - Demonia

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Un hombre está convencido de que las moscas forman una legión infernal que busca exterminarlo. La fantasmagórica sombra que espía el sueño de una joven pareja es el heraldo de una antigua maldición caribeña. Un asesino secuestra niños para torturarlos, copiando el estilo de un famoso criminal del siglo XV. Extraños seres cuyas apariciones están supuestamente relacionadas con las desgracias que ocurren en el mundo. Un grupo de amigos se enfrenta al recuerdo de la posesión satánica que desequilibró sus vidas veinte años atrás. «Demonia» ofrece nueve relatos que recorren el amplio espectro de nuestras pesadillas y temores más arraigados. Conforme se adentre en el libro, el lector encontrará obsesiones y enigmas recurrentes con los que este autor infecta cada historia. Las formas subterráneas de los relatos nacen de las zonas oscuras de la experiencia, para volverse una forma ambigua del conocimiento. Y el mal —el abstracto, sobrenatural, mítico— se presenta como un contagio del espíritu: virus perverso que potencia las pulsiones de nuestro lado oscuro. En «Demonia» Bernardo Esquinca evidencia el domino del oficio y se confirma como un autor de primera fila en el género de terror. « mucho más ardiente que la de J.G. Ballard». Rodrigo Fresán «Un interesante esfuerzo por reunir y contar de nuevo algunos de los temores del hombre contemporáneo». Revista La Tempestad

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3

Ligia y yo llegamos a un acuerdo: ella iría a terapia y yo aceptaría que trajera a una médium a la casa. Quise estar presente en la sesión espírita, y le pagué por adelantado a la mujer para evitar que se sintiera comprometida a decirnos algo. Tras encender velas por toda la casa y recorrer las habitaciones, la médium se detuvo en la sala, cerró los ojos, juntó las palmas de las manos frente a su rostro y meditó durante largos minutos. Su conclusión fue que ahí habitaba el espíritu de una adolescente que se había suicidado por desamor. Después, la mujer nos preguntó si queríamos entrar en contacto con ella, pero Ligia le dijo que no, le dio las gracias y la despachó. Le reclamé que hubiera desaprovechado la oportunidad:

–Muy mal. Nos cobró carísimo.

Ligia me lanzó una mirada en la que se mezclaban miedo y enojo.

–Estaba mintiendo.

–¿Cómo sabes?

–Porque la otra noche pude ver el rostro de la sombra. Y es un hombre. Un negro.

Ligia comenzó a asistir a terapia y a tomar medicamentos fuertes. Dejó de mencionar a la sombra; no supe si la seguía viendo, y la verdad prefería no saberlo. Lo cierto era que ambos continuábamos intranquilos, había un ambiente tenso en nuestra habitación antes de apagar la luz, y el insomnio nos asaltaba por turnos. Ahora que lo reflexiono a la distancia, no me explico cómo pudimos vivir así durante los pasados once meses, en un permanente estado de angustia y paranoia. Quizá, como dicen, uno se acostumbra a todo, o tal vez lo que llamamos “mala vida” provoca adicción. También creo que el miedo es un estado alterado que el cerebro llega a necesitar, como una droga. Por eso los escritores de terror que tanto admiro siempre tienen lectores.

Ligia y yo éramos ya un par de sonámbulos, dos espectros que rondaban su propia casa; procurábamos pasar el menor tiempo posible en la habitación, y si se presentaba el insomnio yo me levantaba a escribir y ella aprovechaba para adelantar sus propios pendientes, cuando llegó la invitación a la Feria de Santo Domingo. Era por una semana, y sólo para mí, pero pensé que aquel viaje podría ayudar a distraernos y olvidar por completo los episodios de la sombra. Eché mano de los ahorros y los dos partimos a República Dominicana con unas profundas ojeras que esperábamos evaporar bajo la brisa del Caribe. Sin embargo, desde el momento que aterrizamos y nos metimos en el taxi, me di cuenta de que eso no iba a suceder.

4

Mientras recorríamos la autopista recta y monótona que separa el aeropuerto del malecón –son kilómetros de mar sin playa, pegado a las rocas, que alejan tanto a locales como a turistas de aquella zona–, el taxista comenzó a hablarnos de las mejoras recientes en la infraestructura carretera. Nos anticipó que cruzaríamos un colosal puente que conectaba con la ciudad, y volaba sobre el río en un alarde de tecnología. En algún momento, al pasar por un entronque, nos informó que ese tramo nuevo de carretera conectaba con Samaná, al otro lado de la isla, un pueblo plagado de hermosas playas y al que antes sólo se llegaba rodeando la costa en un viaje largo. Ahora el traslado resultaba bastante rápido.

–¿En Samaná hay brujos? –le interrumpió Ligia.

–Toda República Dominicana es territorio de brujos –dijo el taxista–. Pero en Samaná se encuentran los más poderosos.

Nos dijo que los brujos abundaban en los bateles de los ingenios, pero también en zonas donde no había caña, como Samaná o San Juan de la Maguana. Explicó que tenían la herencia haitiana del vudú y que sus pócimas estaban hechas con ron, miel de abeja, especias y refrescos, contentivas de sapo o pichón de culebra muertos. Hacían sus rituales siempre junto a un ataúd, y una vez que los hechiceros eran poseídos por un espíritu “hablaban en lenguas”. Relató todo ello con creciente entusiasmo, y remató diciendo que la hechicería europea y negroafricana había llegado a las Indias con sus descubridores.

* * *

Yo sabía por qué Ligia le había preguntado eso al taxis-ta. Existía una especie de leyenda en su familia, una historia que solía contar su bisabuelo materno, un hombre que había llegado a ser alcalde en Tampico. La historia pasó al abuelo y de ahí a la madre, y contaba lo siguiente: el bisabuelo, trasformado por el poder y las influencias, emprendió un negocio sucio que arruinó el patrimonio de un mulato. Traicionado, el hombre se vengó echándole la maldición de Samaná y condenando a cinco generaciones de la familia a padecer en la salud y la economía. Esa quinta generación llegaba hasta Hilda, la sobrina de Ligia, a la cual adoraba por encima de todas las cosas.

Un día le pregunté:

–¿Ha pasado algo en tu familia que te haga creer en esa maldición?

–Enfermedades, accidentes, despidos del trabajo, divorcios…

–Eso pasa en cualquier familia –repuse–. En todo caso, es la maldición de la vida.

Pero a Ligia no le importaban las demás familias, sólo la suya, y eso bastaba para dar por verídico un hecho del que nadie había sido testigo. Creía ciegamente en ese destino, al igual que el resto de su familia, como si se tratara de una tradición.

–¿Y cómo se puede terminar con ella? –concedí.

–Mi madre me lo dijo, pero es mejor que no lo sepas.

–¿Matando al brujo? Pero si ya debe estar bajo tierra, devorado por cinco generaciones de gusanos.

–No: la muerte del brujo sólo hace más fuerte su maldición. La única manera de acabar con ella es sacrificando a un miembro de la familia para borrar la afrenta.

–Tú deberías ser narradora. Tienes más imaginación que yo.

No calculé el costo de mi burla; Ligia jamás volvió a hablarme de las supersticiones de su familia, cosa que lamenté porque, como ya he dicho, me parece que las personas que creen en lo que está más allá de nuestros ojos son dignas de atención. Después olvidé el asunto hasta que nos subimos en el taxi en Santo Domingo.

* * *

Ahora que he terminado de contar todo esto, y antes de proceder a reportar la desaparición de Ligia, debo ser honesto y anotar aquí la duda que me asalta: ¿en verdad ella partió a Samaná en busca de su destino o simple-mente decidió abandonarme aparentando ese pretexto, como una siniestra manera de vengarse de mi incredulidad en las supercherías de sus ancestros? Supongo que nunca lo sabré. Pero si he de responderme a mí mismo diré que, sea cual sea la verdad –con brujos o sin ellos– lo que motivó a Ligia fue el deseo de alejarse de mí. Y eso es difícil de aceptar, sobre todo ante los demás, así que sostendré la versión más conveniente: la desaparición. Sin embargo, aún no puedo cerrar mi libreta. A esta historia le queda una parte por contar, una que no puedo omitir. Ésa es la auténtica maldición de todo escritor: no descansa hasta que la historia termina de ser contada.

5

Sucedió durante los días que Ligia fue a cuidar a su madre al hospital. Se le había salido el líquido de las rótulas –en general padecía de los huesos, calvario que a Ligia le ratificaba la autenticidad de la maldición– y la habían operado por enésima ocasión. Una de esas tardes fui a dar un recorrido por las librerías de viejo en la calle de Donceles. Estaba buscando un libro llamado Montañas de locura. Usos y costumbres del Manicomio General La Castañeda, un ensayo histórico que abarcaba desde sus primeros años durante el Porfiriato hasta su cierre en 1968, y en el que me apoyaría para escribir un relato. Lo encontré en Bibliofilia, entre ejemplares de Life que se deshacían en las manos y enciclopedias tan enmohecidas como un jardín. Mientras pagaba escuché una voz familiar que se imponía al barullo de la calle. Era un indigente loco que solía sentarse en la entrada de la librería para tomar algún libro y leerlo en voz alta. Los empleados de Bibliofilia estaban acostumbrados a él y lo toleraban. Era parte del paisaje de la calle de Donceles, junto al resto de las librerías de viejo, a otros vagabundos menos cultos y a los changarros de comida corrida olorosos a fritangas y caldo de gallina. En ese momento se me ocurrió hacer una disparatada versión del juego de bibliomancia, aquél en el que se elige un libro cualquiera de la biblioteca personal, se le hace una pregunta concreta, y después se abre y se señala un párrafo al azar para conocer la respuesta. Me acerqué al menesteroso y le extendí el libro sobre la Castañeda. Al principio me ignoró, pero ante mi insistencia tomó el libro, lo abrió por la mitad y comenzó a leer: “Hay cosas que están ahí. No sé si en la mente o en algún otro lugar del espacio que no alcanzamos a identificar. Probablemente habiten en el entrecruzamiento del mundo interior con el exterior. Pero lo que sí sé es que las comenzamos a ver por contagio…”.

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