I. Tradición e identidad
Pero una vez que hemos armado los nexos de nuestra forma de vida eclesiástica con la totalidad del cristianismo universal y, por ende, la identidad fundamental de nuestra iglesia, es necesario también decir otra cosa. Esta otra cosa es el hecho de que el cristianismo es y ha sido siempre un fenómeno histórico que se ha dado naturalmente a través de mediaciones históricas, esto es, a través de grupos y formas concretas que obedecen a situaciones, factores y condicionamientos históricos específicos que influyen en sus formas de vida y culto, en sus ideas y principios doctrinales, en su percepción e interpretación de la vida cristiana, y en los demás elementos de su militancia religiosa en calidad de denominaciones, movimientos o sectas. Dicho en otras palabras, no existe un “cristianismo puro” en la práctica. Ni siquiera sucedió esto en la Iglesia primitiva. Desde entonces podemos observar diferentes formas de expresar el cristianismo. Por ejemplo, el cristianismo de Jerusalén era distinto al de Antioquía. Hubo un cristianismo judaizante, otro internacionalista; un cristianismo al estilo de Pedro y otro al estilo de Pablo; las formas de culto en Siria eran diferentes a las de Corinto. Ciertas costumbres, ideas o formas de vida eclesiástica obedecieron a distintos factores circunstanciales y a la personalidad y estilo de trabajo de los líderes más prominentes. Por supuesto, hay una íntima vena que corre a lo largo de todo el cuerpo de la Iglesia en sus distintas manifestaciones y estilos; a través de ese conducto fluye la gracia divina que alimenta e informa a todo el pueblo de Dios y ello constituye lo esencial, eterno, divino e inmutable del Evangelio; pero esta gracia imperecedera siempre se da en las formas humanas determinadas por factores históricos y circunstancias concretas.
Es precisamente debido a este hecho que se han generado formas muy prominentes de expresión cristiana cuyo impacto en el mundo es sustancial y permanente. Son formas de vida eclesiástica cuya vitalidad y cuyos efectos perduran a través del tiempo con gran influencia, generando así toda una tradición de cultura religiosa y espiritual. A este tipo de notables formas de vida cristiana pertenece la iglesia presbiteriana; a sus formas de desarrollo a través del tiempo se les conoce como la “Tradición Reformada”. Ahora bien, por cuanto los momentos creadores y las épocas originadoras proporcionan todo su perfil y una identidad a los movimientos religiosos, es conveniente recurrir a esos momentos de tiempo en tiempo para recuperar su visión original, sus propósitos y sus metas primitivas, su dinámica interna, su peculiar interpretación de la fe y la vida cristianas a la luz de los desafíos de la época. Esta visitación al pasado donde se gestó toda una tradición suele ser una experiencia vitalizadora y refrescante que puede ayudar a recuperar el ánimo para la lucha y la orientación para el camino. Pero sobre todo, la vuelta a los orígenes es indispensable para el descubrimiento y vigorización de la propia identidad, elemento sin el cual los individuos y los grupos pierden el sentido de su pertinencia y vocación histórica, su actuación se torna ineficaz y su existencia estéril.
Por esta razón es muy necesario hablar y reflexionar acerca de la tradición reformada, corriente de la cual somos parte, subsuelo en el que se hallan nuestras raíces, fuente de nuestra identidad y de nuestra riqueza espiritual, y no se trata de un nuevo afán de orgullo denominacional, infructuoso y anticristiano, sino de una seria experiencia de orden espiritual de la misma naturaleza de lo que el Apocalipsis llama “el primer amor”, vivencia que suele inspirar formidables transformaciones y necesarias conversiones.
Cuando con buenas intenciones y mucha ingenuidad oímos protestas de algunos hermanos que rechazan lo “presbiteriano”, o lo “calvinista”, o lo “reformado”, como excrecencias inútiles y abogan por un “simplemente cristiano” o un “cristianismo a secas” o muestran un “antidenominacionalismo a ultranza” estamos ante un fenómeno de buena voluntad pero de innegable ignorancia acerca de lo que realmente es la expresión histórica del cristianismo. Tal abstracción (“cristianismo puro”) no existe como fenómeno religioso, sólo como ideal espiritual; porque los cristianos somos seres concretos de carne y hueso, por lo que nuestra vivencia de la fe también resulta ligada a una tradición, es generada por ella o es creadora de otra nueva. Quienes insisten en la línea del rechazo a las expresiones tradicionales del Evangelio, con mucha frecuencia solamente representan la lucha de otras tradiciones en vías de formación que bregan contra el orden religioso existente para poder establecer el suyo, cosa que a veces parece suceder inconscientemente. Detrás de esto existe un fenómeno de falta de identidad y, al mismo tiempo, una búsqueda de identidad a través de una tradición distinta; o sea, se trata de un fenómeno de inmadurez religiosa.
No obstante, al explorar las raíces de nuestra herencia, es conveniente tener en mente lo que decía don Juan A. Mackay: “No se puede ser un buen presbiteriano, si se es un mero presbiteriano”; lo cual implica que la propia identidad es al mismo tiempo afirmación de individualidad y relación de unidad con otros semejantes. Y esto nos llevaría a consolidar la identidad de lo presbiteriano con el propósito de contribuir a la universalidad de lo cristiano de esta tensión entre la identidad propia y la identidad de los demás resulta una dinámica muy fructífera que el cristianismo moderno necesita urgentemente para cumplir cabalmente su misión histórica para con el mundo.
II. Tres rasgos para reflexionar
Ante la imposibilidad de explorar ampliamente la herencia calvinista, en este espacio nos limitaremos a tres rasgos prominentes en ella. No son los únicos, por supuesto, ni son, tal vez, los más sobresalientes, pero forman parte importante de lo que ha integrado la personalidad reformada a través del tiempo. Aquí los mencionamos para compararlos con nuestra realidad eclesiástica inmediata, es decir, con la Iglesia presbiteriana en México.
Primeramente hay que hacer referencia a una expresión que describe de manera muy general a la Iglesia presbiteriana. La expresión proviene de El sentido presbiteriano de la vida , importante e inspirador libro de Juan A. Mackay, a quien ya hemos mencionado. Él llama a la Iglesia presbiteriana: “Un pueblo con mentalidad teológica”. Yo quiero comentar dos cosas contenidas en esta expresión. Por un lado se hace referencia a un profundo sentido de espiritualidad del presbiteriano que encuentra la existencia toda sometida bajo la providencial dirección divina, razón por la cual toda experiencia encuentra su sentido y razón de ser en Dios. Para Calvino, como para el calvinista, Dios es la fuente última de la vida y de la historia y, por tanto, en Él reside la explicación única y profunda de todo cuanto acontece. Por encima, por detrás y por debajo de la experiencia humana, el calvinista encuentra una sabia, bondadosa y soberana voluntad divina que le mueve a confiar y a referir todo a Dios. Por otro lado, esa mentalidad teológica tiene una referencia intelectual. El presbiteriano ha aprendido a “amar a Dios con la cabeza”, en un ejercicio disciplinado de sus facultades intelectuales puestas al servicio del conocimiento de Dios mediante el estudio serio, sistemático y profundo de las Escrituras, las ciencias humanas y la realidad circundante.
Calvino fue un hombre que pensaba en grande. Erasmo de Rotterdam lo consideró el hombre más ilustrado de su época. Por indicaciones familiares, Calvino estudió teología. Posteriormente, también en obediencia a su padre, estudió derecho. Éstas eran las dos grandes profesiones de la época. Pero luego de que murió su padre, Calvino se dedicó a lo que más le atraía realmente, las letras. Se unió al movimiento humanista y pronto destacó como notable literato y erudito humanista. Siendo el humanismo el movimiento intelectual más importante de la época, puso a Calvino en contacto con la más sobresaliente educación. Todo esto influyó en su posterior ministerio en la Reforma tanto en Francia como en Ginebra.
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