Leopoldo Cervantes-Ortiz - Antología de Martín Lutero

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Al conmemorar los
500 años del inicio de la Reforma Protestante en Alemania, salen a relucir muchos asuntos y algunos aspectos que, en ocasiones, no han recibido la atención que merecen. Ciertamente, la figura de
Martín Lutero está en el centro de las celebraciones y los análisis, por lo que, al replantear su legado y los alcances de su labor reformadora y cultural, los nuevos enfoques la iluminan de otra manera. De ese modo, al aplicar nuevas metodologías de estudio histórico y teológico, las luces y sombras de su vida y obra llegan hasta nosotros desde percepciones que lo colocan en el contexto que vivió. Por todo ello es necesario hacer diversos cortes transversales para arribar a conclusiones provisionales sobre la trascendencia de la reformas religiosas del siglo XVI en nuestros días. Las iglesias derivadas de aquellos conflictos religiosos y que hoy reivindican la herencia de Lutero y los demás reformadores harán muy bien en confrontarse con los pensamientos y acciones de Lutero para, así, desentrañar sus motivos y proyecciones. Mucho de lo que hizo (y dejó de hacer) ha reaparecido con frecuencia en la historia eclesiástica para recordar que la reforma de la iglesia es un proceso permanente e inacabado que le corresponde llevar a afecto a cada generación. No basta con repetir los hermosos lemas al respecto si no se tiene una actitud abierta al cambio y a las transformaciones profundas.
Esta recopilación de textos sobre Lutero y la Reforma Protestante intenta contribuir a ese tipo de proyectos eclesiales, académicos y teológicos.

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Por el contrario, debemos intentar salvar de nuestro tiempo, algunas adquisiciones que ellas también están amenazadas, pues precisamente por su debilidad y su humildad, son verídicas y justas. Como cristianos y, además, cristianos reformados, nos hace falta estar ligados a la democracia. ¡No porque ella sea un régimen cristiano ni porque sea ideal, ni porque presente más virtudes que cualquier otro gobierno! Es precisamente su debilidad, esa posibilidad de desorden, de incertidumbres, en esa posible ineficacia que aparece el más humano de los regímenes, el más susceptible de respeto por el hombre, el más abierto y, ahora, el más humilde. La democracia no es buena en sí misma pero no tiene la pretensión del orgullo y no cree ser la verdad y la justicia en sí misma. ¡Dios nos guarde de cualquier régimen que pretenda ser la Verdad, la Justicia y el Bien! La democracia es relativa, ella se sabe relativa y es eso mismo lo que debe atarnos a ella seriamente. Ella se ofrece con un inmenso abanico de tendencias expresadas y permite que las posibilidades del hombre, no sean ahogadas desde el principio. Y es por esa misma razón que debemos defender la laicidad frente a los Estados que pretenden encarnar la verdad y discernir lo absoluto; es para nosotros los cristianos (pues la verdad ha sido revelada) un deber dentro de la sociedad civil, sostener la ausencia de una verdad humana y gubernamental o, para tomar un aspecto positivo, sostener la laicidad. Nos hace falta tomar muy en serio todo lo que está contenido en ese término y que enumeraré en cuatro proposiciones: ningún poder en el mundo puede expresar una verdad en sí mismo, porque el hombre no reconoce nada más que verdades, y solo fragmentos, jamás lo absoluto; y dentro de esa opinión del hombre, solo hay parcelas de las verdades humanas; desde ahí, todas las opiniones deben expresarse libremente en la sociedad. No podemos pedir al Estado que asuma cualquier forma de verdad cristiana: es al Estado al que se le encarga la misión sin ayuda externa; el Estado, siendo laico, no tiene el deber de volverse absoluto, pues no puede jamás tomar partido en el debate sobre la verdad y desde ahí, no puede absolutamente jamás contradecir a sus sujetos; un Estado laico es, forzosamente, un Estado limitado, un Estado moderado.

Por último, de las adquisiciones del mundo que se va, yo retendría la Razón. Cosa extraña, pues los cristianos de hoy ¡deberían ser defensores de la Razón! Pero todo ello ya está en la tradición reformada, oponiéndose a la magia, a los misterios, a las credulidades populares, y reclama el ejercicio de una razón recta en la aprehensión misma de la Revelación. Así que, en el tiempo que viene, asistimos al desencadenamiento de delirios, de la negación de la Razón; que en Occidente se trate de la mentalidad gregaria y colectiva, de la obediencia a las corrientes sociológicas, del llamado furioso a las fuerzas oscuras de la inconsciencia, de la propaganda y, en la sociedad comunista, del desarrollo de esquemas, de estereotipos, de prejuicios, de creencias irracionales (sobre las que descansa todo el comunismo) al final por todas partes es una negación del uso simple, firme y modesto, pero riguroso, de la razón. Necesitamos, en medio de ese desencadenamiento pasional, llamar de nuevo al hombre a la razón; y el fracaso del siglo XIX nos demuestra que nos es tan fácil. Así, lo que hace más difícil la cosa, ¡es que las palabras han perdido su sentido! He dicho Democracia, Laicidad, Razón y ¡quién no estaría de acuerdo con ello! ¡Todo el mundo está por la democracia, la laicidad y la razón: Hitler como Stalin, Kruschev como Dulles, Debré como Mollet! Las palabras ya no tienen sentido. Y quizás aquí tenemos los cristianos, como cristianos de la Reforma, una vocación muy singular. No debemos olvidar que somos los hombres de la Palabra, que para nosotros la humilde palabra humana está revestida de una gravedad única pues es a través de ella que la Revelación se ha hecho escuchar. ¡La Palabra recibió esa dignidad fundamental porque el Hijo mismo fue llamado el Verbo! No podemos aceptar que el lenguaje sea una simple convención. No podemos aceptar la decadencia del lenguaje ni que las palabras ya no tengan sentido y que se le pueda decir a cualquiera cualquier cosa. Es a nivel de la Palabra que se juegan la verdad y la mentira. Y desde ese hecho, debemos ser muy rigurosos en el uso de las palabras. En el diálogo con los hombres, nos hará falta siempre testimoniar lo serio de la palabra, así esta sea simplemente humana, nos hará falta recordarle a esos hombres el valor de las palabras que emplean, el compromiso que adquieren en tano usan lo que para ellos se ha convertido en una cómoda fórmula. Nos haría falta ser bastante valientes para denunciar la mentira fundamental de aquellos para quienes la palabra no es más que un sonido —“evidentemente les es permitido hacer un régimen de adhesión, un régimen de plebiscito al 99%, un régimen en donde la sinceridad no tiene derecho a hablar, donde la divergencia de opinión es un crimen, y el pueblo debe solamente recibir y aprobar. Pero entonces no hablen de democracia. Ahí está la mentira. Les está permitido tener una doctrina exclusiva, tener un Estado que pretende detentar la verdad y explicarla a todas las edades de la vida y por todos los medios, pero entonces no hablen de laicidad. Ahí está la mentira”.

•••

Este rigor concerniente al valor de las palabras, esta exigencia de que nuestro interlocutor sepa lo que se le dice, esta afirmación siempre renovada de que el hombre público (político, escritor, economista, etcétera) no tiene el derecho de utilizar palabras como fórmulas, es necesario oponerlas a las grandes pretensiones del mundo que viene. Se proclama por todas partes que el mundo debe ser el de la justicia, el de la felicidad para todos (gracias a la tecnología), el de una justa aprehensión de la realidad… Yo creo que el cristiano reformado no puede rehusarse a estos “valores”: justicia, adelante; felicidad, tal vez; realismo, seguramente, pero entonces entendámonos ya. Seamos serios con el uso de esas palabras. No pretendamos que pudiera haber dos justicias diferentes según las clases o las situaciones. No pretendamos que la justicia es siempre lo que hace el gobierno o el partido o el tribunal. No sobreentendamos que esa justicia será alcanzada a través de un máximo de injusticia. No digamos que hay que romper bien los huevos para hacer una tortilla: hagámoslo, pero no hablemos de justicia, en ese momento las cosas estarán en su lugar y sabremos que el mundo en camino, construido por los hombres que a derecha o a izquierda se justifican así, no será y no podrá ser el mundo de la justicia, pues ¿de dónde les vendría, a los que aceptan tan cómodamente la injusticia para el vecino, el más mínimo sentido de lo que puede ser la justicia? Nos hace falta ser más exigentes y más rigurosos en el tema de los valores que el mundo en formación, bajo nuestros ojos, pretende llevar a cabo, ver con cuáles de esos valores pretende fundarse: ¡hay que ser más exigentes, más rigurosos que los hombres que están construyendo el nuevo mundo! “Ustedes hablan así, y que así sea, pero entonces nosotros, cristianos, exigimos que sean serios, ya que después de todo, tenemos aunque sea una pequeña idea de lo que es la justicia, la felicidad y la realidad. No fuimos nosotros quienes les sugerimos esas palabras, fueron ustedes quienes las escogieron. Y fíjense que esas palabras nos conciernen porque pertenecen a la Revelación de Dios. Son palabras que queman cuando se miente con ellas. Son palabras que explotan cuando se quiere meterlas en la fundación de un edificio que está a la inversa. Hay qué ver cómo explotan las palabras de libertad y de amor en tanto el mundo antiguo está muriendo”. El mundo que se construye, se pretende que sea realista, pero es sorprendente que parezca más irreal. Por un lado, se multiplican las doctrinas políticas y económicas, y se pretende aplicar esas doctrinas e informar a la sociedad sobre ellas; ese estilo renovado idealista es hoy en día impresionante e inquietante (¡Ya sea la doctrina de los nacionalistas, de la planificación, de la federación, del comunismo o del american way of life! ). Por otro lado, se desborda hacia donde sea un optimismo admirable concerniente al hombre. El hombre capaz de retomar en sus manos el sentido de los tecnológicos, el hombre capaz de utilizar bien —y para el bien— los poderes desmesurados que detenta el Estado, providencia apta para arreglar todos los problemas, la planificación que salva la libertad, en tanto el hombre comunista no tendrá problemas personales, el hombre perfectamente adaptado a la sociedad tecnológica, por ese hecho, se ha convertido en un hombre libre… Todas esas fórmulas que se encuentran por los rincones de todos los países, me parecen de un prodigioso irrealismo. Hay un rechazo sistemático a ver de frente la realidad del hombre, del Estado y de la tecnología. Y de ahí se pretende construir un mundo realista. La Revelación nos dice un buen número de cosas concernientes al hombre y al Estado. Nuestra modesta contribución al mundo que viene, podría ser la de recordar la Revelación a todos, para de ahí poder fundar seriamente los valores que ella misma ha elegido. Y es ahí donde diríamos seriamente el sí a esta sociedad que se forma. Pero al mismo tiempo necesitamos decir no , no sin seriedad, pero tampoco no con menos pasión y agresividad. No a un mundo que quiere ser total. No a un mundo que quiere ser sagrado. Y aquí encontramos el mismo debate del siglo XVI, pues el mundo que se organiza bajo nuestros ojos, tiende a reproducir las características del mundo medieval, como la totalidad de lo sagrado. Nos encontramos frente a una sociedad que quiere verse íntegra, donde no hay ninguna distinción entre lo individual y lo colectivo, donde el dilema persona-sociedad se resuelve con la identificación: la persona no se realiza más que por y a través de la sociedad. Todo ello presuponiendo que la formación de las personas sea a la vista de su propia realidad. La fusión de la conciencia individual en el gran conjunto, el éxito de P. Teilhard de Chardin es precisamente la medida de la adhesión del hombre moderno e intelectual a esa totalidad; la realidad de base es la sociedad, es el grupo, el individuo ya no tiene existencia por él mismo, su única vocación es pertenecer a un grupo y expresarlo; su única virtud es ser útil al grupo, su única felicidad es estar perfectamente adaptado al grupo. Es la misma fórmula del clan prehistórico. Nos hace falta tener cuidado que esa totalidad que se construye frente a nuestros ojos, igual en la Unión Soviética que en Estados Unidos, es la negación misma de todo lo que fue evolución del hombre desde hace, digamos, cuatro mil años. Es ese difícil acceso a una conciencia individual, es ese difícil avance hacia la responsabilidad de un destino personal. Yo creo que los reformadores no se equivocaron cuando proclamaron que no hay fe cristiana sin lo anterior. Y creo, de manera recíproca, que el P. Teilhard exactamente formuló un anti-cristianismo (lo que además no sorprende, pues en su teoría, la encarnación de Jesucristo se volatilizó). Conozco bien los argumentos de nuestros intelectuales para demostrar que el hombre es perfectamente libre y perfectamente responsable de este mundo. Desde luego, yo no tendría la pretensión de criticar en dos líneas tantas autoridades tranquilizadoras, positivas y optimistas. Me parece que la realidad concreta se encarga de criticarlas. La molestia sería cuando percibimos que la crítica a ese tema era exacta pero también ya sería demasiado tarde, pues el mundo será lo que será y ya no podremos hacer nada al respecto. Al mismo tiempo que se hace total, el mundo se vuelve sacramental. Los objetos religiosos se multiplican alrededor de nosotros. Todos nos piden adoración. Para el hombre todo toma un valor tan eminente que ya nada se puede cuestionar. La nación es un valor absoluto. La tecnología es el bien absoluto. El Estado demanda que se le ame y se le adore. La productividad es la gran vía a la salvación. La independencia es una verdad indiscutible y, poco a poco, el american way of life y el comunismo demandan no una razonable estimación, sino la vocación en cuerpo y alma sin reservas y sin límites. Y toda esa gente bella reunida reclama al hombre los sacrificios que solo Dios puede pedir: todo su tiempo, todo su dinero, todo su trabajo, todo su amor y, por supuesto, el sacrificio de la vida es el menor de ellos, pues previamente se le ha pedido el sacrificio de su honor, de su dignidad, de su conciencia y de su libertad. Los primeros cristianos que rehusaban sacrificar bestias a los falsos dioses, así como los reformadores que rechazaban participar de la misa y de encender un cirio delante de estatuas, eran evidentemente hombres faltos de inteligencia, que no habían comprendido todo lo que se debe a la sociedad y a las creencias colectivas. Manifestaron una estrechez y una intransigencia absurdas. Ahora, nosotros tenemos una vista más larga, obediencia hacia la realidad, flexibilidad intelectual que nos hace aptos para participar en el gran sacrificio colectivo. Sobre todo, hemos aprendido que hay que darle al César lo que es del César y cuando el César nos demuestra que todo se encuentra en él… aún conservamos nuestro pequeño fuero interior. He ahí, me parece, el punto del verdadero compromiso, el del “No” radical a la sacralización del mundo que está formándose, a los ídolos sutiles que siempre se presentan con la evidencia de la verdad, la misma evidencia que hizo de aquel fruto, bello para mirar, agradable para comer, útil para tener inteligencia: ¡las tres características de nuestros ídolos! Por eso solo continuamos con la voluntad de fidelidad que los reformadores testificaron: la fidelidad al Único que no es un ídolo.

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