Ben Aaronovitch - Familias fatales

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¿Podrá el agente Peter Grant detener al mago más peligroso de Londres?El cuerpo mutilado de una mujer y ni rastro de magia: eso es lo único que el agente Peter Grant encuentra en la escena del crimen. Pero tiene razones para creer que el asesino practica la magia… Todas las pistas apuntan al mismo lugar: el Skygarden, una torre diseñada por un loco y habitada por personas desesperadas. Dispuestos a resolver el misterio,Peter Grant y su mentor, el inspector Nightingale, se adentrarán en las tinieblas más allá del Támesis, donde se esconden los secretos más oscuros de Londres. «Las novelas de Aaronovitch son divertidas, encantadoras, ingeniosas y emocionantes, y dibujan un mundo mágico muy cerca del nuestro.» The Independent

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—Me gustaría hablar con la agente Slatt primero —dijo Nightingale—. Imagino que ya se habrá registrado la casa de Weil, ¿verdad?

—Tenemos a un equipo allí —dijo Manderly—. ¿Están buscando algo en concreto?

—Libros —respondió—. Y posiblemente otras clases de parafernalia.

—¿Parafernalia? —repitió el detective.

—Lo sabré cuando la vea —dijo Nightingale.

* * *

La principal diferencia entre las labores policiales de la ciudad y las de campo, hasta donde me parecía, era la distancia. Había treinta kilómetros por la A23 hasta Crawley, donde vivía Robert Weil, que era mucho más de lo que yo conducía en Londres durante la semana laboral. Eso sí, como Londres no se interponía, llegamos en menos de media hora. De camino pasamos por el punto donde había tenido el lugar el accidente. Le pregunté a Nightingale si quería que parásemos, pero, puesto que ya se habían llevado el Volvo de Weil, continuamos hasta Crawley.

En los cincuenta y los sesenta, los todopoderosos hicieron un esfuerzo conjunto para echar a la clase trabajadora de Londres. La ciudad estaba perdiendo rápidamente su industria y las maravillas tecnológicas de la era de los electrodomésticos estaban sustituyendo a un amplio número de sirvientes que se requería en las casas eduardianas. Londres simplemente ya no necesitaba tanta gente pobre. Crawley, que hasta entonces había sido un pequeño pueblo medieval basado en el comercio, tenía sesenta mil residentes allí tirados. Digo tirados, pero en realidad fueron a parar a miles de sólidos adosados con tres dormitorios en los que a mis padres le habría encantado vivir, si hubieran podido llevarse la escena londinense del jazz, el mercado de Peckham y a la población exiliada de Sierra Leona o, al menos, a la mitad con la que mi madre se seguía hablando.

Crawley se las había apañado para evitar la plaga de centros comerciales a las afueras con el simple recurso de colocar uno en el centro del pueblo. Más allá estaban las oficinas del ayuntamiento, la universidad y la comisaría, todo apiñado con tanto esmero como si hubiera salido de un juego de SimCity.

Encontramos a la agente Slatt en la cafetería, que era tan anodina como sus equivalentes en Londres. Era una mujer bajita y pelirroja que rellenaba el chaleco antipuñaladas como un adosado de tres dormitorios y tenía unos ojos grises e inteligentes. Nos dijo que su inspector ya la había puesto al día. Yo no sabía lo que le habían dicho, pero la mujer miraba a Nightingale como si esperara que fuera a salirle otra cabeza.

Nightingale me envió a la barra y, cuando volví con el té y las galletas, la agente Slatt le estaba describiendo cómo había obrado en el lugar del accidente. Si pasas algún tiempo entre accidentes de tráfico, no tendrás ningún problema en distinguir la sangre cuando la veas.

—Brilla cuando la iluminas con la linterna, ¿no es verdad? —dijo—. Pensé que podría haber otra víctima en el coche.

Es bastante común que las personas que han sufrido un accidente de coche escapen de su vehículo y se pongan a deambular en cualquier dirección, aunque estén seriamente heridos.

—Solo que no pude encontrar ningún rastro de sangre y el conductor negaba que hubiera alguien más con él en el coche.

—Cuando miró por primera vez en la parte trasera del vehículo, ¿notó algo extraño? —preguntó Nightingale.

—¿Extraño?

—¿Sintió algo fuera de lo normal al mirar en el interior? —preguntó Nightingale.

—¿Fuera de lo normal? —repitió ella.

—Raro —aclaré yo—. Espeluznante. —La magia, sobre todo la que es muy potente, puede dejar una especie de eco tras de sí. Con lo que mejor funciona es con la piedra, mal con el hormigón y el metal e incluso peor con los materiales orgánicos, pero extrañamente bien con algunas clases de plástico. Localizar el eco es fácil si sabes lo que estás buscando o si la fuente es muy potente. De ahí vienen los fantasmas, por cierto. Y es un coñazo tener que explicárselo a las personas que los ven.

Slatt se recostó en la silla para alejarse de nosotros. Nightingale me miró con dureza.

—Estaba lloviendo —dijo Slatt por fin.

—¿Qué impresión le dio? —preguntó Nightingale—. Me refiero al conductor.

—De primeras, la de cualquier otra víctima de un accidente de tráfico con la que me haya encontrado —dijo—. Aturdido, descentrado, ya saben cómo es esto: o balbucean o se quedan catatónicos; él era de los primeros.

—¿Y balbuceaba sobre algo en particular? —preguntó Nightingale.

—Creo que dijo algo sobre unos perros ladrando, pero murmuraba a la vez que balbuceaba.

Slatt terminó con su comida, Nightingale con su té y yo con mis anotaciones.

* * *

Mientras yo conducía, la agente Slatt me guiaba. Dejamos atrás la estación de tren, pasando por encima de las vías, y atravesamos, hasta donde me pareció, la zona victoriana de Crawley. Por supuesto, la casa de Robert Weil era una achaparrada e independiente villa victoriana de ladrillo con miradores cuadrados, un tejado inclinado y pináculos de terracota. Las casas que la rodeaban eran todas eduardianas o incluso de estilos posteriores, por lo que supuse que, hace tiempo, la villa se habría erguido orgullosa en sus propios terrenos. Se notaba en los restos del gran jardín trasero, que actualmente era el foco de un equipo de perros rastreadores, un préstamo de la Brigada de Rescate Internacional, por lo que supe después.

Slatt conocía al agente que estaba de guardia en la puerta, que anotó nuestros nombres sin decir palabra. La casa era lo bastante grande como para que sus dueños no hubieran sentido la necesidad de derribar todos los muros intermedios y hubieran restaurado —recientemente, pensé— las molduras decorativas. Habían tenido que abandonar el comedor porque sus hijos, de siete y nueve años según mis notas, lo habían invadido traicioneramente y lo tenían lleno de juguetes, xilófonos rotos y varios DVD que iban a la deriva fuera de sus carcasas. Los niños estaban en casa de unos amigos, pero la mujer seguía allí. Se llamaba Lynda, escrito con y, y tenía el pelo de un rubio descolorido y una boca de labios finos. Estaba sentada en el sofá de la sala de estar y nos fulminaba con la mirada mientras inspeccionábamos su casa; los policías locales buscaban cadáveres; nosotros, libros. Nightingale se encargó del estudio y yo de los dormitorios.

Miré primero en las habitaciones de los niños, por si acaso hubiera algo interesante escondido entre las pegatinas de Lego de Star Wars, los libros de Highway Rat o los de colorear, que tenían un aspecto un poco pringoso. El hijo mayor ya tenía su propio portátil en su habitación, aunque, a juzgar por sus años de antigüedad, parecía de segunda mano. Los hay que tienen suerte.

El dormitorio de los padres tenía un olor rancio y concentrado, y no había muchas cosas que me interesaran. Los practicantes de magia de verdad nunca dejaban los libros importantes por ahí tirados, pero vas aprendiendo algunos trucos. La clave está en las yuxtaposiciones improbables. Mucha gente lee libros sobre ocultismo, pero si los encuentras junto a otros escritos por o sobre Isaac Newton, especialmente los tochos más aburridos, entonces se te erizan los pelos del pescuezo, se izan las banderas y, lo que es más importante, haces anotaciones en la libreta.

Lo único que descubrí en el dormitorio, bajo la cama, fue una copia con las esquinas dobladas de El descubrimiento de las brujas, junto con La vida de Pi y El dios de las pequeñas cosas.

—Él no ha hecho nada —dijo una voz a mi espalda.

Me levanté y, al girarme, descubrí a Lynda Weil en la puerta.

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