José María Baena Acebal - Persona, pastor y mártir

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Como su autor declara desde el principio, "
es un libro puramente vivencial",
cuyo objetivo es vindicar el ministerio pastoral y la vida de quienes se dedican a él junto a sus familias. Como el propio título sugiere, está estructurado en tres partes:
La primera aborda el ministerio pastoral desde la perspectiva más personal, considerando esos aspectos muchas veces poco tenidos en cuenta como son la propia naturaleza humana de quien desempeña el pastorado, su condición de padre de familia, esposo, etc. así como sus relaciones interpersonales, tanto con la iglesia como con el resto del mundo.
En segundo lugar, se trata el propio ministerio de pastor en sus aspectos fundamentales como son el llamamiento, la autoridad ministerial, el liderazgo, etc. sin rehuir los desafíos actuales como pueden ser la atmósfera espiritual circundante, el ritmo de vida acelerado, la secularización o la falta de compromiso personal de los propios creyentes. No se obvian los peligros inherentes al ministerio o, incluso, su propia financiación.
La tercera parte introduce al lector en esa faceta del título que puede haberle sorprendido desde el principio, pero que queda aclarada en la introducción del libro: la de mártir, como testigo de Jesús en su doble vertiente de proclamador de su mensaje y como pagador del precio que tal testimonio conlleva. La trayectoria vital del apóstol Pablo sirve de guía y modelo a lo largo de todo el libro, según el relato del Libro de los Hechos y sus propios escritos, las distintas epístolas paulinas contenidas en el Nuevo Testamento. Este trabajo está
dedicado especialmente a la multitud de pastores prácticamente anónimos y a sus familias, que hacen que la obra de Dios avance y prospere a lo largo y ancho de nuestro mundo.

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Por eso hemos de precavernos contra nosotros mismos, velando por nuestras almas, alejándonos de mal y de toda apariencia de pecado como el que se aleja de un peligroso precipicio, y acercándonos al Señor en humillación y sometimiento. Nada nos pone más en peligro que nuestra propia soberbia, y nada nos acerca más a Dios que nuestra propia humillación. “Bueno me es haber sido humillado, para que aprenda tus estatutos”, exclama David, (Sl 119:71), alguien que supo lo que era caer en lo más profundo y vergonzoso después de haberse ensoberbecido y dar rienda suelta a sus inclinaciones pecaminosas, pensando que todo estaba permitido a un rey, que como tal estaba por encima del bien y del mal. Este mismo David escribe: “¿Quién puede discernir sus propios errores? Líbrame de los que me son ocultos. Preserva también a tu siervo de las soberbias, que no se enseñoreen de mí. Entonces seré íntegro y estaré libre de gran rebelión” (Sal 19:12-13). Parece claro que es la soberbia la que lleva a los hombres a la «gran rebelión» contra Dios. Es una buena lección para nosotros, pastores y pastoras, para evitarnos males mayores que nos avergüencen un día que desacrediten el evangelio frente a los que no creen y hundan a los que creen.

¿Ves ahora que no es gratuito proclamar que antes que pastores hemos de ser creyentes fieles e íntegros? Con Pablo decimos: “Por lo cual, teniendo nosotros este ministerio según la misericordia que hemos recibido, no desmayamos. Antes bien renunciamos a lo oculto y vergonzoso, no andando con astucia, ni adulterando la palabra de Dios. Por el contrario, manifestando la verdad, nos recomendamos, delante de Dios, a toda conciencia humana” (2 Co 4:1-2).

CAPÍTULO 6

Piensa, siente, sufre, trabaja, disfruta, ¿descansa?

Continuamos adentrándonos en la realidad íntima de la vida de los pastores. Nos hemos ocupado de sus relaciones, de su fe personal. Ahora nos ocuparemos de otros detalles que también son importantes: como ser humano, premisa inicial de nuestra reflexión, el pastor está compuesto, según el concepto bíblico, de cuerpo, alma y espíritu. Tal división nos señala tres áreas de atención en la vida del pastor, sea este hombre o mujer.

Como en el capítulo anterior nos hemos centrado en aspectos que tienen que ver con su vida espiritual, en este capítulo nos ocuparemos de los otros aspectos que tienen que ver con su vida física y material, y con su «alma», es decir, su mente, sus sentimientos y emociones, y su voluntad.

Piensa

Dijo Descartes, según nos han traducido, «Pienso, luego existo», y tan escueta frase quedó grabada en mármol para la posteridad. Para que sonara mejor, lo dijo en latín, que era el idioma de los filósofos y sabios en su época, como ha sido hasta hace no mucho tiempo: «Cogito ergo sum» . Pero no hace falta hablar latín para saber y reconocer que los pastores también piensan, o pensamos, pues me honro de estar incluido en su número.

Sí, pensamos, y también solemos orar y consultar a Dios sobre todo cuanto nos concierne como pastores. La reflexión concienzuda ha de formar parte de la actividad intelectual y emocional de los pastores, como en realidad de todo ser humano, que se distingue de los demás animales, entre otras cosas, por su inteligencia. Con todo, somos falibles, como el resto de los mortales. No hay nadie infalible en la tierra, ni el mismísimo papa de Roma, por mucho que así lo proclamara el concilio Vaticano I en 1870, en el clímax de la arrogancia papal, alimentada a lo largo de los siglos. Pero eso no quita que algo debemos de haber aprendido a lo largo de nuestra carrera ministerial. Si a Timoteo y a Tito Pablo les recomienda que exijan una serie de requisitos a quienes van a ejercer el ministerio pastoral, si antes de que ejercieran el ministerio habían de ser probados y acreditados, si no se puede poner a cualquiera en el ministerio, ha de ser por algo. El mismo Pablo dice: “Esta confianza la tenemos mediante Cristo para con Dios. No que estemos capacitados para hacer algo por nosotros mismos; al contrario, nuestra capacidad proviene de Dios, el cual asimismo nos capacitó para ser ministros de un nuevo pacto” (2 Co 3:4-6). Los pastores solemos actuar reflexivamente cuando atendemos a nuestras iglesias, aunque en ocasiones nos equivoquemos. Pensar, meditar, estudiar las situaciones, sopesar las soluciones y las distintas repercusiones de nuestras decisiones o actuaciones, incluir en ellas a las personas idóneas, forma parte de nuestras responsabilidades pastorales.

A veces la vida en las iglesias se parece a un partido de fútbol: el entrenador toma decisiones, asesorado por sus ayudantes y técnicos, con resultados diversos. Pero en las gradas, y especialmente en los hogares, frente al televisor, hay multitud de «entrenadores» expertos que saben lo que hay que hacer y así lo proclaman, que no dudan en criticar las decisiones del entrenador profesional que en realidad dirige al equipo. El entrenador es quien asume la dirección de sus jugadores, quien se enfrenta a ellos y a la afición que, mientras el equipo gana, todo va bien y aplaude, pero que cuando pierde un partido se revuelve y ataca al entrenador inepto e incapaz. A muchos les parece fácil pastorear una iglesia, mantener la unidad entre personas diferentes y de diferente nivel espiritual. Llevar adelante proyectos de crecimiento y expansión en cumplimiento de la Gran Comisión requiere capacidades de liderazgo. Atender a las personas en sus necesidades requiere dedicación, paciencia, tolerancia, sensibilidad, empatía, amor, etc. Asumir responsabilidades jurídicas, administrativas y financieras requiere igualmente ser valiente y estar dispuesto a muchas cosas. Soportar los caprichos de los creyentes inmaduros requiere un carácter apacible, paciente, humilde y un buen control de sí mismo, etc.

Cuando el creyente de a pie, «experto» en liderazgo, esté acostumbrado a este tipo de presiones y situaciones y el éxito le haya acompañado en la aplicación de sus teorías, entonces su «solución» podrá ser tenida en cuenta seriamente. Hay que saber escuchar a los demás y aceptar opiniones diversas, pero eso es una cosa y tener que aceptar los dictámenes de ese tipo de «expertos», es otra muy diferente. Además, muchas veces esas «aportaciones» son malintencionadas.

Siente

El pastor piensa, pero también siente. ¿Y qué siente? Pues, como todo el mundo, es sensible al aprecio y al rechazo, al respeto y al menosprecio, a las palabras amables y a las palabras duras y ofensivas, al reconocimiento y a la crítica. Siente todo tipo de sentimientos, como cualquier otro ser humano. Tiene sentimientos buenos y también malos, como los demás, lo que ocurre es que por lo general ha aprendido —y si no lo ha hecho, tendrá que hacerlo antes o después— a someter esos sentimientos al Señor y a preservar su mente y su corazón de los resentimientos y las amarguras. Si los sentimientos que surgen de su corazón son malos, tendrá que humillarse a Dios y pedir que se los cambie. El fruto del Espíritu es “amor, gozo, paz, paciencia, benignidad, bondad, fe, mansedumbre, templanza” (Gl 5:22-23), todos ellos en esta enumeración tienen que ver con las relaciones humanas; todos son imprescindibles en el ejercicio del ministerio pastoral. En ocasiones, nuestra reacción ante ciertas situaciones nos hace indignarnos. La gente se siente rápidamente ofendida por determinadas cuestiones, por cosas que decimos los pastores desde el púlpito o en el trato con los feligreses, pero cree que los pastores somos inmunes e insensibles a determinadas actitudes, palabras, rumores que se extienden bien o malintencionadamente, etc. que tenemos una coraza que nos protege contra todo eso, y que lo mismo sucede con nuestras familias; o que, en todo caso, no tenemos el derecho a sentirnos ofendidos como los demás, ya que se supone que tenemos que ser capaces de aceptar la crítica, todo tipo de crítica.

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