Manuel notó sus nervios cuando la mujer ya se levantaba y, sin saber qué lo impulsó a hacerlo, elevó su mano y rozó la de ella sintiendo un extenso calambrazo. Los dos sonrieron de manera cautelosa.
—Me llamo Manuel. No me tutees, por favor. Discúlpame tú. Estoy muy nervioso y no sé siquiera si podré tomarme ese café.
—Yo me llamo Elena. No te preocupes, te entiendo. Ayer estuve todo el día sola y me comían los nervios.
—¿Y su marido? —se atrevió a preguntarle. Ella negó con la cabeza y un gesto serio—. Oh, perdóneme.
—No. Tranquilo. Soy madre soltera y muy orgullosa. ¿Su mujer? —Ahora el que negó fue Manuel y ella se sonrojó de nuevo—. Vaya, veo que esta conversación va a estar llena de disculpas.
Esa vez los dos rieron con sinceridad y, durante horas, conversaron sin darse cuenta de que el tiempo transcurría. Al final, ese café lo tomaron en la misma puerta de la uci, esperando noticias cuando la hija de Manuel fue a quirófano y, por primera vez en la vida, tuvo a alguien en los momentos más duros.
En los que más necesitaba.
Unas horas más tarde, el cardiólogo al cargo de la operación apareció sin que Manuel se diese cuenta de que el tiempo había transcurrido más rápido de lo normal y, con el corazón en un puño, recibió una enorme sonrisa que le indicó que su hija estaba sana y salva. La mano de Elena paseó por su hombro con mimo y él le devolvió una sonrisa junto con unas lágrimas de felicidad que ni pudo ni quiso retener.
—Ahora tenemos una estupenda noche en vela para ponernos al día en la sala de espera —informó ella con tono bromista.
Manuel tomó una gran bocanada de aire y, siendo consciente de que lo peor pasaría en unas horas, se sintió liberado al saber que podría empezar de cero de verdad.
Sin obstáculos.
Sin barreras.
Con su bebé.
Con Esperanza y, quién sabía, tal vez con alguna sorpresa más después de aquella noche de confesiones.
¿Qué quieres de mí?
Bárbara Bouzas
—¿Estás bien, cielo? —quiso saber mi madre, mirándome preocupada.
Estaba perdida en mis pensamientos mientras removía el colacao sin mucho ánimo.
—Sí, sí. —Me detuve y la miré con una pequeña sonrisa.
—¿Otra vez? —me preguntó dejando la loza a medio lavar para sentarse conmigo a la mesa. Asentí—. ¿Qué ha sido esta vez?
Llevaba soñando desde hacía una semana, aunque más que sueños podría llamarlas pesadillas. Era como si sufriese lo que estaba ocurriendo en la piel de los protagonistas, pero sin ser yo. Lo veía desde fuera. Algo raro que nunca me había sucedido y que me dejaba el cuerpo abatido y la mente embotada. Sabía que tenían un significado, que todas esas personas que se presentaban en mis sueños querían algo. El problema era que no averiguaba el qué.
Le conté a mi madre la última que había tenido:
Podía ver desde lo alto a un niño pequeño, muy pequeño, de unos tres años. Vivía en una zona de lo más pobre. El niño, con unos hermosos rizos negros, con su piel oscura y un pañal de tela, no dejaba de llorar sentado en una esquina de su caseta. Su madre no le prestaba atención. No era que la mujer no quisiera, sino que no podía. Estaba preparando un matute con pocas cosas. Al acabar, cogió al crío en brazos e intentó tranquilizarlo para que no hiciese ruido. Se quedó en silencio, pero las lágrimas seguían rodando por sus mejillas mientras su madre se aseguraba de que no había nadie y podían salir.
Yo podía sentir el miedo del niño, su angustia, su tristeza, y también podía percibir la de la madre.
Comenzó a caminar deprisa mirando hacia todos lados.
La poca gente que había por la calle andaba aprisa y sin dejar de mirar a sus espaldas. Cerca, muy cerca, se escuchó un fuerte ruido seguido de gritos. Un edificio se desplomaba. Al rebote de las piedras al caer, le siguieron los disparos, las órdenes y más gritos.
La mamá con el niño en brazos no dejó de correr mientras apretaba la cabeza del pequeño contra su pecho para menguar los terribles sonidos.
El pequeño no me hablaba, pero sabía que quería algo de mí. Lo sentía. Lo veía en su mirada. ¿Qué podía hacer yo en una guerra? ¿Qué querría de mí?
—Solo ha sido un sueño —me animó mi madre—. Todos soñamos, no hay nada de malo en ello.
—Es diferente, mamá, no es un sueño normal. Es como… Quieren algo. estoy segura de ello. Y no sé lo que es.
Me levanté y me fui al sofá, puse la música muy bajita, me recosté y comencé a pensar.
El primer sueño había sido el lunes: un pájaro en una jaula, un pez en un acuario, un perro atado a una cadena, insectos en un tarro, un gato encerrado en una casa… Sentí su profunda tristeza, la de cada uno de ellos, aunque también su desesperanza. Estaban resignados a pasar el resto de sus vidas atados o encerrados, escuchando a sus dueños hablar o divertirse sin que ellos formasen parte de ese ambiente.
Era algo normal. Los niños suelen coger insectos para jugar con ellos, los encierran en un tarro o los meten en una cajita y así tienen otro entretenimiento. Muchos dueños atan a sus perros en la puerta para que no se escapen, y no lo vemos mal, exceptuando algunos casos de maltrato. Pero no era lo que yo había vivido en el sueño. Era un perro normal al que no maltrataban, sino al que mostraban indiferencia. Ese era su sitio. Muchos peces pasan sus vidas en acuarios como objeto de adorno de las casas, y también nos parece completamente normal. Incluso algunos los calificamos de preciosos. ¿Los gatos? Pues muchos viven en casas y nunca salen, hacen sus necesidades en un arenero y juegan con bolas de lana.
Todas eran situaciones cotidianas, o al menos, no veía nada anormal excepto sus sensaciones. Y lo que sentían era horrible. Vivirlo en sus pieles fue muy duro. Esa tristeza, resignación, desesperanza, esas ganas de correr, de saltar, de vivir sabiendo que nunca lo harían…
El martes soñé con una chica de la edad media. Parecía que lo tenía todo: era bonita, pertenecía a familia noble muy poderosa e iba a casarse con un apuesto hombre. Sin embargo, lloraba cada vez que lo veía, cada vez que le hablaba, cada vez que escuchaba decir a su alrededor lo afortunada que era. No estaba enamorada de él, amaba a otro chico. Lo supe cuando la vi acercarse al mozo de cuadras para cederle el caballo que iba a montar. Se miraban con profundidad, intentando decirse muchas cosas y sin poder comunicarse.
Antiguamente, era una situación típica, nadie lo veía mal. La gente estaba acostumbrada a que le eligieran el tipo de vida que llevarían, pudiendo no estar de acuerdo, aunque resignándose a hacer lo que se esperaba de ellos.
El siguiente, el miércoles, fue el de una chica bastante joven que trabajaba en un bar más horas de las que debía. Cada día, les servía las bebidas a sus amigos y veía cómo después se iban de fiesta, a la playa, a pasear… mientras ella se quedaba doblando el turno para ayudar a su madre a pagar las facturas. No se quejaba, no estaba enfadada; simplemente añoraba lo que ellos tenían. Esa era su vida. Algo dura, sí, aunque no quitaba que fuera feliz. Pero no era la felicidad que buscaba.
Ese tipo de situaciones se daba mucho en las familias con pocos recursos. Los hijos debían ayudar a sus padres, y que lo hicieran no era algo malo. Lo malo era no tener ningún día para ella, para disfrutar, para pasear, jugar o descansar.
Le siguió el sueño de una niña pequeña. Tendría unos seis años. Miraba por la ventana con nostalgia. Era el cuarto día que le preguntaba a su madre si podrían ir a la playa y recibía la misma respuesta. «No». Su madre no podía llevarla porque trabajaba doce horas diarias para sacarla adelante. Mientras lo hacía, una vecina muy mayor la cuidaba, aunque no podía salir con ella a jugar, llevarla al parque y, mucho menos, a la playa. La niña se entretenía en casa con sus juguetes, sin embargo, todo cansa, y ella, como cualquier otra niña, acababa aburriéndose.
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