1 ...8 9 10 12 13 14 ...17 Allí me tendieron en el suelo. Una mujer me presionó firmemente el estómago haciendo salir más líquido a borbotones. Mientras me encontraba tumbado, oí el llanto de mi madre que me cogía una mano con fuerza acariciándome la palma con el pulgar. Entonces, del corro formado alrededor comenzó a surgir la canción, y reviví la experiencia temprana bajo el sicomoro. Desde entonces había transcurrido lo que para mí, en la alargada percepción del tiempo de los niños, habían sido eras.
Fui recorriendo con la vista a los cantores. Vi en todos ellos una misma faz andrógina, benevolente, pacífica, articular mudamente los gestos de la melodía. Tan solo existía una ligera discrepancia entre cada uno, quizá la posición de las cejas o el grosor de los labios o lo rizado del pelo, o tal vez la expresión de los ojos. Esta diferencia los hacía idénticos, como frutas en un cesto o peces pescados en la misma red. Al imaginar mi rostro lo dibujé igual a todos ellos. La enseñanza implícita en la canción me invadió como un licor, despertando el mismo estado revivido a los escasos dos años. Mi padre me subió a su espalda para llevarme de vuelta a casa mientras la canción seguía sonando. Desde allí vi el interior del mundo, como si lo invisible hubiese irrumpido repentinamente. Al recuperar la percepción habitual tuve la sensación de estar cayendo en un sueño que duró hasta la próxima ocasión.
En mi adolescencia tuve la primera oportunidad de cantar una canción perteneciente a otro. Fue durante la estación lluviosa, en el interior de una cabaña donde agonizaba un hombre. En esas ocasiones todo el pueblo se congregaba al atardecer en la casa del enfermo. Al caer la noche, la familia preparaba pan dulce para repartirlo junto con leche y quizá con algo de licor de caña entre los adultos. El desenlace parecía inminente. El hombre arrancaba estertores postrado en un jergón perfumado. Una mujer le daba una tisana que él bebía torpemente con los ojos cerrados. Otra le ayudaba a elevar la cabeza forzando suavemente la nuca hacia delante. La piel del agonizante tenía un tono arcilloso parecido a las gualdrapas colgadas de las ventanas. A la anochecida, el hombre comenzó a respirar con mayor dificultad doblando el cuerpo en un escorzo atormentado. En el clímax, alguien comenzó a murmurar un cántico. Las notas fluyeron dentro del bohío como el cabalgar de un potro, graves, rotundas, sueltas, avanzando al principio hacia el centro, luego colándose humeantes bajo las sillas y el lecho en un ectoplasma casi visible que acentuaba el espesor del ambiente. Los más ancianos se fueron uniendo al salmo repetido obstinadamente, creando armonías superpuestas. Todos fuimos aprendiendo la tonada y nos sumamos haciendo aumentar el volumen de la letanía. Yo reconocí en esa música escrita durante los días del nacimiento del enfermo un carácter similar al de la mía y reviví la experiencia de las otras dos ocasiones. El aire se volvió visible y los cuerpos de los asistentes parecieron tornarse translúcidos. Pude presenciar cómo entraba en los organismos fundiéndose con su interior, derritiéndose en sangre, órganos, carne. Al mismo tiempo salía por las fosas nasales y las pieles, permeando también los objetos inertes, las sillas, las paredes, el alimento. Luego se sutilizó revelando una especie de éter común a cuerpos y objetos. Era el éter hacia el cual retornaba el moribundo en una procesión que, en esa visión, se me antojó dichosa.
Poco a poco fue calmando sus respingos y relajó el cuerpo hasta quedar inmóvil sobre el camastro. El coro se prolongó durante horas. Al avanzar la noche algunas personas fueron abandonando la casa, mas los restantes no cejábamos en el canto. Mis padres me buscaron, pero yo les rogué que me permitiesen quedarme. Permanecí hasta la madrugada con otras cuatro o cinco almas. No nos marchamos hasta la salida del sol.
Tras esta ocasión, mis incursiones en ese ámbito se fueron repartiendo irregularmente entreverando años comunes con momentos luminosos.
En mi primera madurez llegó la sequía. Fue anunciada por unos años en los cuales las lluvias ralearon situándonos al borde de la hambruna. Empezamos a privarnos de más de una comida diaria para dársela a los niños. La tercera temporada fue menos benévola, y a principios de otoño nos quedamos casi sin qué comer. La situación se prolongó al año siguiente. Con la mortandad entre los más pequeños comenzaron a oírse los llantos de las madres sentadas como ovillos sueltos a la puerta de las chozas. Entonces decidimos partir hacia el norte, donde las lluvias eran más frecuentes. Nos reunimos una mañana en el centro del poblado formando un corro y luego una línea para atravesar la puerta de la empalizada. Yo me sentía profundamente fatigado, tanto por la desnutrición como por la responsabilidad de conducir a una porción de niños y ancianos hacia delante. También por el dolor de tener que azuzar a la recua famélica cuyos lomos debían soportar una montaña de objetos y al mismo tiempo arrastrar las camillas de los enfermos. Avanzado el viaje, cuando el cansancio se hizo insoportable, las mujeres comenzaron a entonar desde la retaguardia una canción nueva, colectiva, un estribillo cuyo repetir iba entrelazando las melodías compuestas para cada uno de nosotros en nuestro nacimiento. Tras devanar diferentes tonadas llegaron a la mía. Fatiga y canción mezcladas me hicieron caer en un éxtasis más vivo que los anteriores mientras arrastraba los pies sin sentir el cuerpo.
Escuché atentamente. Cerré los ojos para absorber el jugo. Entonces ingresé en un ámbito interior extendido entre respiración y pensamiento donde encontré el origen de esa música. En ese lugar noté el surgir no solo de la melodía desgranada por cada boca, sino del ruido de las pisadas sobre la tierra cuarteada, de los trinos procedentes del cielo donde las aves articulaban apoyaturas, del soplar tórrido del viento cuyo roce abrasaba la piel, del rumor de las cubiertas rozando el dorso de las bestias. Todo el pueblo había llegado a eso mismo. Entonces el miedo fue desapareciendo. Al esfumarse el temor, se deshizo también la fatiga creada por la incertidumbre. El tono del estribillo se modificó y cambió el sentir de la marcha.
A partir de semejante experiencia comencé a acceder cada vez más continuadamente al estado bienaventurado. En muchas ocasiones, solo con evocar la melodía, volvía a él sin necesidad de que nadie la cantara.
Tras unos años pasó la sequía y volvimos al poblado. Un día en el cual hubo un nuevo nacimiento no se pudo encontrar a ningún músico. Yo me había acercado a la casa familiar para ofrecer mis felicitaciones. La madre estaba intranquila. Decía: «cómo va a encontrar mi hija el camino si no tiene canción. Se perderá». Miré la carita del bebé aplastada ligeramente contra el jergón. Parecía un animalillo bondadoso. Sentí una gran felicidad y noté una canción arremolinárseme en la base del pecho. Mugió suavemente, pugnó por salir libre, y acabó desparramándose como un saco de trigo. Los demás se unieron. Como siempre, las mujeres comenzaron a bailar y algunos hombres cogieron sus instrumentos. Entonces todo, de nuevo, latió al unísono.
Supe que al haber transferido un canto mío a otro, no volvería a salir de él, y tuve la feliz certeza de haber quedado inmerso para siempre en la canción de la hermosa realidad.
«La tierra que no es labrada llevará abrojos y espinas,
aunque sea fértil; así es el entendimiento del hombre».
Santa Teresa de Jesús
La mente es una enorme inteligencia abierta más allá del pensamiento, un ámbito ilimitado de vasta sabiduría. Se halla en la raíz de toda idea. Es el ámbito del cual estas surgen y desde donde se pueden regir.
En ella reside el conocimiento original. Tiene acceso directo a la realidad y para ello no necesita del razonamiento, ni de la lógica, ni de la deducción, ni del entendimiento. Alcanza directamente a la totalidad, la comprende, la abarca y la contempla. Simplemente conoce. La realidad solo es accesible por la mente porque solo la realidad tiene contacto con la realidad. La mente es parte del océano y es el océano.
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